El ladrón de tumbas (52 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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—¿Te la recetó Nubet?

—Sí, y a propósito, de ella quería hablarte.

Ahora el egipcio le miró extrañado.

—Según tengo entendido pensáis casaros.

—Así es.

—Te diré entonces que Nubet es para mí mucho más que una hermana; es una hermana a la que siempre cuidaré. Jamás permitiré que nadie le haga daño; ella sólo merece el bien. Quiero que sepas, que al casarte con ella contraes ciertas obligaciones conmigo; como por ejemplo, ser el mejor de los esposos.

—En eso te equivocas, amigo. Las obligaciones las contraigo yo conmigo mismo, pues nada hay más importante para mí que la felicidad de Nubet. Haré todo lo que pueda para lograrlo, te lo aseguro.

—Espero que seas un marido solícito y Nubet esté atendida como se merece.

—Ni una princesa estará mejor.

—Bueno, tampoco exageres. Sólo quiero que te portes con ella como un hombre.

Nemenhat levantó una de sus cejas.

—¿Crees que no seré capaz de satisfacerla?

Ahora fue Min quien lanzó una estruendosa carcajada.

—Me caes bien, Nemenhat; siempre me has sido simpático —exclamó cogiendo otra vez la cantimplora y bebiendo de nuevo—. Espero que tengáis hijos pronto.

—Al menos a mí nunca se me secará la fuente —contestó el joven.

De nuevo Min rió con estrépito.

—En realidad eres un hombre afortunado, aunque no creo que sepas todavía cuánto. Quizá no importe que te diga lo que contiene mi cantimplora; dentro de poco ya no será un secreto para ti —dijo ladino.

Nemenhat le sonrió sin decir nada.

—Te diré que el brebaje está hecho con ramas de sauce y ruda fresca machacadas con vino, aunque no puedo confesarte las proporciones. Confío en que sabrás guardarme el secreto ahora que vamos a ser hermanos.

Hacía ya tres años de la victoria sobre los «pueblos del oeste», cuando de nuevo inquietantes noticias llegaron al valle del Nilo. Rumores sobre gentes extrañas venidas de todos los lugares del Gran Verde, que parecían dispuestas a asolar todo el mundo conocido.

En el siglo XI a.C, una confederación de pueblos que habitaban los más diversos puntos del Mediterráneo, inició una ola migratoria que cambió por completo el mapa de aquel tiempo.

No era una agrupación de ejércitos la que se movía, sino pueblos enteros con sus mujeres, hijos y enseres, que invadieron el Asia Menor, arrasando todo a su paso como una horda imparable, haciendo desaparecer de la faz de la tierra todo vestigio de las naciones que, hasta ese momento, allí habitaban. Su destino final no era otro que el país de la abundancia por excelencia, Egipto.

Corría el octavo año del reinado de Ramsés III, cuando aquellas inquietantes noticias llegaron a oídos del faraón. Dada su gravedad, parecieron increíbles para el dios, pues hablaban de la desaparición de estados tan poderosos como el del Gran Hatti (hititas), enemigos ancestrales del pueblo egipcio a la vez que grandes guerreros; pero lamentablemente, el rumor resultó ser cierto. Como una enorme ola humana, aquellos pueblos invasores habían pasado por encima del Hatti arrasándolo por completo; y ya nada quedaba de él.

Sus espías le habían informado que aquella enorme marea de extrañas gentes se desplazaban a través de Anatolia con destino a las tierras de Canaán; y que su meta final no era otra que el país de Kemet.

Otra vez los vientos de la guerra soplaban por Egipto impulsados ante el anuncio de inquietantes amenazas. La diosa Sejmet escuchaba colérica en sus templos las noticias que sus divinos heraldos le daban, a la vez que hacía crecer su terrible ira, transformándola en la más sanguinaria de las divinidades. Ella pondría en pie a todo el ejército de Egipto y le insuflaría su furia inaudita para acabar con semejante peligro; enjambre inconexo de gentes de las más distintas procedencias que avanzaban en tropel, con la idea de acabar con el país que un día crearon los dioses. Naciones que nadie había escuchado antes y a las que todos llamaban los Pueblos del Mar.

En aquel clima de creciente tensión, Nemenhat y Nubet celebraron su boda. El que debía ser el día más feliz de sus vidas, decidieron festejarlo rodeados de familiares, amigos e incluso vecinos, pues Nubet había invitado a todo aquel que lo deseara. El acto se celebró en la vivienda de los novios, una coqueta casa que Nubet había elegido no lejos de la de su padre, con un pequeño jardín en el que había dos sicómoros. El hecho de que el árbol sagrado creciera en el jardín fue determinante para su compra; «el mejor de los augurios», según dijo Seneb.

Nemenhat no tuvo nada que objetar; la casa era espaciosa y si bien no podía compararse con la que a él le gustaba, era una morada más que digna en la que esperaba poder ser feliz.

El que no podía disimular su felicidad era el padre de la novia que, eufórico, daba y recibía abrazos por doquier. También Shepsenuré estaba feliz de la unión de su hijo con la joven. Era necesario que Nemenhat rompiera por completo con su pasado, y nada mejor que aquella boda para empezar una nueva andadura junto a Nubet y crear su propia familia. Su sangre y la de su viejo amigo Seneb se unirían en nuevos vástagos; y eso le emocionaba. Incluso Hiram, que por supuesto había sido invitado, daba muestras de su alegría en aquel día tan señalado. A él, empedernido solterón, le pirraban las bodas, aunque no supiera si era por simple curiosidad o por ocultos anhelos nunca satisfechos.

Fue una fiesta entrañable en la que los asistentes comieron y bebieron hasta hartarse. Nemenhat había ordenado al efecto los más ricos manjares que pudieran degustarse, y que no hubieran desentonado en la mesa de ningún principal.

Nubet, que lucía especialmente hermosa, estaba feliz al recibir de todo aquel barrio al que ella amaba, sus bendiciones y deseos de la mayor de las venturas.

El novio, en presencia de los testigos, tomó a la novia y penetraron juntos en el que sería su hogar cogidos de las manos y en medio de jubilosas aclamaciones. Dentro, se hicieron el más hermoso de los regalos que hubieran deseado, y que no era sino ellos mismos, entregándose el uno al otro en la más excelsa de las comuniones, en la que ambos amantes quedaron unidos para siempre
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. Después se unieron con el resto de los invitados para disfrutar de una fiesta en la que la música sonó hasta la madrugada y donde los novios sintieron las muestras del cariño que todo un barrio les brindó con alborozo.

Cuando, con la llegada del alba, los músicos se retiraron y el resto de los invitados se despidió, una enorme figura continuó solitaria en el jardín de la casa. Era Min que, tras su enésimo brindis, velaba por los enamorados decidido a ofrecerles su protección para siempre.

Después de aquella noche en casa de Men-Nefer, Shepsenuré continuó visitándola regularmente durante casi un mes. La imagen de la mujer permanecía tan vivida en él, que enseguida se convirtió en su obsesión hasta el punto de que en su corazón no había más cabida que para ella. En los momentos de lucidez, Shepsenuré se daba cuenta que se había convertido en un esclavo de las pasiones que sentía, mas le daba igual; una leve caricia de sus manos o un simple beso de sus labios eran suficientes para entregarse a ella por completo. El hecho de que su hijo se hubiera casado había aumentado todavía más su estado de ansiedad por Men-Nefer. Sería porque Nemenhat ya no le necesitaba, o porque había descubierto una droga mil veces más poderosa que el más fuerte de los licores y a la que no se podía resistir; o quizás ambas cosas a la vez.

Su dependencia de aquella mujer llegaba a extremos insólitos, pues tenía la sensación de no saciarse nunca de ella. Incluso cuando sus hermosas piernas le rodeaban la cintura haciéndole desbordarse en su interior, notaba que sus ansias no se calmaban. Cada noche que pasaba con ella, crecía más esa impresión de insatisfacción que le llevaba a entrar en una espiral de frenética pasión hasta quedar exhausto entre sus brazos.

Y al despertar, siempre la misma sensación de soledad y vacío, y la necesidad imperiosa de volver a poseerla una vez más.

Ella parecía adivinar todo esto y con habilidad le conducía una y otra vez a una efusión delirante que él no podía controlar y que a Men-Nefer le satisfacía.

Durante aquel tiempo, Shepsenuré visitó a menudo el escondrijo de Saqqara. Siempre aprovechando la llegada de la noche, vagaba por las arenas del desierto bajo la atenta mirada de una miríada de estrellas. Como siempre, cauteloso, se aseguraba que sólo ellas fueran testigos de sus actos. Llegaba, desenterraba cuanto consideraba oportuno, y regresaba siempre alerta con un nuevo botín entre sus manos.

Cuando se lo ofrecía, ella ni tan siquiera lo miraba. Simplemente lo aceptaba haciendo un gesto a uno de sus sirvientes para que lo cogiera. Nunca le hacía ningún comentario sobre los regalos y a él, por su parte, tampoco le importaba, pues estaba dispuesto a entregarle una tumba entera si así podía pasar el resto de su vida entre sus caricias.

Mas esa impaciencia que día a día le devoraba, le hizo ser menos prudente y, una tarde, decidió ir antes a la necrópolis con el fin de poder disfrutar esa misma noche de su amada con nuevos presentes. Tomó las mismas precauciones que de costumbre dando caprichosos rodeos hasta adentrarse en el desierto. Una vez allí, observó cauteloso, cerciorándose de que no había nadie en las proximidades. El sol, aunque bajo, todavía permitía ver con claridad todo cuanto le rodeaba. Allí, no parecía haber nadie más que él.

Se sentó a la sombra que la decrépita pirámide de Sekemjet le proporcionaba en aquella hora, haciendo un último esfuerzo por esperar la presencia de la anochecida.

Recostado sobre una de sus piedras, la sombra de la pirámide se alargó más y más, y entonces Shepsenuré oyó un ruido. Fue casi imperceptible, pero lo oyó, y de inmediato su cuerpo se puso tenso y agudizó todos sus sentidos. Se mantuvo así durante un tiempo recogiendo cualquier sonido que la necrópolis le entregara y que tan bien conocía. Pero no escuchó nada. Se incorporó con cuidado y rodeó el monumento con sigilo en busca de algún intruso; sin embargo, no parecía que hubiera nadie más que él y la creciente oscuridad que ya empezaba a extenderse. Decidió que debía marcharse de inmediato, pero enseguida y como impulsada por artes extrañas, la imagen de Men-Nefer apareció de nuevo en su corazón tan real como si estuviese allí mismo. Shepsenuré cerró sus ojos a la vez que estiraba uno de sus brazos para acariciar a aquella diosa que se le presentaba tan vívidamente. Al volver a la realidad, el egipcio sintió un tormento insoportable.

Esa noche no estaba dispuesto a renunciar a ella bajo ninguna circunstancia, así que cogería cuanto pudiese y correría junto a Men-Nefer implorando otra vez los mil goces que sólo ella era capaz de ofrecerle, y que él quisiera que fueran eternos.

De nuevo afinó su oído, mas nada escuchó.

—Habrá sido alguna cobra saliendo de su nido en busca de caza —se dijo autoconvenciéndose de que estaba solo.

Decidió no perder más tiempo y sin más dilación desenterró el acceso al pozo y sacó de él cuanto se le vino a las manos. Luego, casi apresuradamente, volvió a dejar todo como estaba regresando sobre sus pasos mientras borraba cualquier huella. Entonces sintió un extraño escalofrío y tuvo el presentimiento de que no estaba solo. Se acurrucó intentando traspasar con sus ojos la oscuridad que ya era dueña del lugar, pero ésta no le permitió ver más allá de unos pasos. Se levantó y salió del lugar tan rápido como pudo hundiendo sus pies en una arena que, aquella noche, parecía tener unas manos que lo sujetaban e impedían ir más deprisa.

Escuchó aullar a un chacal muy cerca y notó cómo su vello se erizaba. Pensó que era Upuaut, el guardián de la necrópolis, que le inculpaba por toda un vida de ultrajes cometidos en sus dominios.

Shepsenuré abandonó Saqqara apresuradamente tomando la cercana carretera que conducía a Menfis. Después se dirigiría sin dilación a casa de su amada a la que se entregaría por completo.

Desde la necrópolis, los ojos de la noche le vieron alejarse cual alma perdida, hasta que la profunda oscuridad se lo tragó.

Aquella misma noche, Shepsenuré acudió a casa de Men-Nefer como el hombre del desierto lo hacía a los oasis. Era mucho más que un refugio para él, pues sólo allí sosegaba su espíritu, aunque sólo fuera durante unas horas. Acurrucado entre los hermosos pechos de la mujer, se abandonaba completamente a ella sin importarle apenas que su voluntad fuera ya sólo un recuerdo. Poco quedaba del hombre que durante años había arrastrado su existencia por el polvo y los cementerios, forjando un carácter indomable que le había conducido siempre por los caminos de la sensatez.

La amó desaforadamente, como tantas veces, hasta quedar exhausto y sentir de nuevo el extraño sopor que siempre se acababa por adueñar de él. Su cuerpo quedaba inerte y su discernimiento se diluía en abstractos conceptos que nada tenían que ver con él.

Los tres hombres hablaban animadamente en el cenador del jardín. El calor del día había dejado paso al liberador atardecer, que aliviaba los ardores de toda una jornada haciendo aquel lugar muy agradable. A los pies del quiosco, un pequeño estanque cubierto de nenúfares ayudaba a gozar un poco más del incipiente frescor que anunciaba la proximidad del crepúsculo.

El anfitrión, Irsw, sentado en un mullido sillón, estiraba sus rollizas piernas moviendo los dedos de sus pies como animándoles a desperezarse para disfrutar de aquella hora.

Como de costumbre cuando estaba de buen humor, no paraba de hacer chistes o comentarios jocosos sobre todo aquello que era tema de conversación.

Junto a él, la delgada figura de Ankh se solazaba asimismo en el delicioso jardín, aspirando sus aromas mientras trataba de identificarlos. Él también se encontraba de buen humor aunque, a diferencia de su amigo, no fuera proclive a demostrarlo con la misma facilidad.

El tercer hombre era también delgado y de expresión un tanto huraña, y se limitaba a asentir o negar con su cabeza o como mucho, a usar un monosílabo. Se llamaba Seher-Tawy
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y era un conocido juez famoso por su severidad, que tenía desde hacía ya tiempo una estrecha relación con el escriba en la que existían oscuros intereses de por medio. Era un hombre con conexiones en las altas esferas de la Administración, pues su familia llevaba detentando cargos de importancia desde hacía varias generaciones. Su abuelo había sido heka het, es decir, gobernador del nomo de Menfis durante mucho tiempo, lo cual aprovechó debidamente para tejer un buen entramado de influencias que sus vástagos supieron aprovechar adecuadamente.

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