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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (47 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Suspiró profundamente mientras miraba distraídamente su copa.

—Dime entonces lo que deseas.

—Nada, te lo aseguro. Mi visita hoy a tu casa es para todo lo contrario, pues vengo a ofrecer.

Shepsenuré se quedó sorprendido.

—Mi dedicación en el templo va a ser absoluta y pretendo cortar con todos los lazos que me unen al exterior. Quiero dedicarme por completo al estudio de todos los Sagrados Misterios, sin ambages de ningún tipo. Pero antes pretendo dar un homenaje a todos aquellos que, de una u otra manera, han formado parte de ese pasado que deseo enterrar. Daré pues una gran fiesta en mi casa, a la que acudirá toda la alta sociedad de la ciudad y a la que estás invitado.

Ahora sí que Shepsenuré se quedó perplejo. Que Ankh viniera a hacerle semejante ofrecimiento después de tanto tiempo, no sólo le resultaba inesperado, sino también inaudito. Enseguida, un sentimiento de desconfianza le invadió de la cabeza a los pies. Conociendo como conocía al escriba, sabía que éste era capaz de tramar cualquier cosa.

—No pretendo intranquilizarte con mi ofrecimiento. Eres libre de ir o no y prometo no molestarme por ello —dijo Ankh que parecía leerle el pensamiento—. Pero te aseguro que me sentiría muy dichoso si acudieras. Creo ser sincero al decirte que me encuentro en deuda contigo y que me gustaría saldarla de alguna manera; permíteme pues que te agasaje junto al resto de amigos que también acudirán. Probablemente será la última vez que nos veamos.

Shepsenuré permaneció en silencio, incómodo por su desconfianza ante lo que parecía ser una invitación amistosa y que sin embargo le hacía recelar.

—No quiero molestarte más, Shepsenuré; decide lo que más te apetezca —dijo súbitamente Ankh levantándose de la silla—. Ahora perdóname, pero debo continuar camino para visitar a otros amigos a los que también quiero invitar; gracias por tu vino.

Shepsenuré le acompañó en silencio hasta la puerta.

—Sólo una cosa más antes de irme —dijo mientras su anfitrión le abría la puerta—. En caso de que acudas, deberás ir de etiqueta; no lo olvides. Espero verte.

El suave sonido del arpa intentaba abrirse paso en las estancias de la casa. El arpista interpretaba una vieja melodía que trataba de amores imposibles y que aún mantenía su vigencia después de tanto tiempo. Era tan hermosa, que cualquiera que la escuchara se sentía de inmediato capturado por su dulzura que, aquel artista, transmitía delicadamente. Pocos eran, sin embargo, los que le concedían su atención. Y era por ello que, tras fútiles esfuerzos, las notas terminaban por perderse entre los murmullos de cien conversaciones.

En aquella noche de verano, lo más granado de la sociedad menfita abarrotaba la casa de Ankh.

Situada al norte de la ciudad, la casa del escriba era, en verdad, una villa rodeada de espaciosos jardines en los que pequeños paseos se cruzaban junto a graciosos veladores, ideales para solazarse durante las tardes estivales. Al cobijo de las palmeras, los estanques salpicaban aquí y allá el cuidado jardín, reproduciendo fielmente la flora que comúnmente crecía en los márgenes del río; los macizos de papiro y las hermosas flores de loto.

Ankh en persona dio la bienvenida a todos sus invitados a la entrada de su casa. Vestía una túnica con mangas, amplia y suelta, de un blanco inmaculado, que ceñía a su cintura con un ancho cinturón bordado con fino hilo dorado. Del cuello, un extraordinario collar con la figura de Nefertem, en forma humana con cabeza de león sobre la que llevaba una flor de loto azul, pendía espléndido, como la obra maestra que era. Por último, alrededor de sus muñecas, sendos brazaletes de un lapislázuli purísimo remataban su aderezo dándole un toque de primorosa exquisitez.

Al ver a Shepsenuré, sus ojos parecieron llenarse de satisfacción.

—Sólo el divino Ptah conoce el placer que siento al verte aquí. Me alegro que hayas aceptado venir; deseo que disfrutes de mi fiesta.

Éstas fueron sus únicas palabras de salutación antes de pasar al siguiente invitado.

Shepsenuré había pensado mucho el asistir a aquella velada. Era tal la desconfianza que el escriba le producía, que se resistía a creer que aquel festejo fuera puramente amistoso para él.

Cuando se lo dijo a su hijo, éste le puso al corriente de los extraños sucesos acaecidos en los almacenes de la compañía.

—Debes acudir a la fiesta, padre; sólo así sabremos si Ankh trama algo. De nada te valdrá el no ir, pues él te volvería a buscar de alguna manera. Creo que es mejor que piense que no tienes ningún recelo; así será más fácil descubrir si tiene alguna intención oculta.

Shepsenuré se mesó los cabellos mientras escuchaba.

—Tal vez tengas razón, de nada nos valdrá escondernos si él quiere encontrarnos.

—Puede que esté detrás de los registros que hemos sufrido —continuó Nemenhat—. En tal caso, es de vital importancia que lo sepamos. Hiram está preocupado.

—No tengo más remedio que dar la cara al destino, ¿verdad?

Nemenhat asintió en silencio.

—Está bien, iré. Al menos espero divertirme.

Y a buen seguro que lo haría a tenor del esplendor que la fiesta mostraba.

Shepsenuré deambuló de estancia en estancia curioseando sin rumbo mientras saboreaba el vino en una exquisita copa de loza vidriada. Era de sabor agradable, aunque algo ligero para su gusto si lo comparaba con el que bebía en su casa regularmente. Como todos los invitados habían llegado ya, la casa se hallaba abarrotada de gente. Shepsenuré se sorprendió al ver a tanta allí dentro, e inmediatamente pensó en el hecho de que, de alguna manera, todos tuvieran relación con el anfitrión. Él, por supuesto, no conocía a nadie.

Shepsenuré curioseó un poco por todos lados. Nunca en su vida había visto tantos
kilt,
camisas y túnicas plisadas juntas. Con mangas, sin mangas, con holgados puños colgando, con cuellos amplios; sujetos con tiras a los hombros, o sencillas túnicas ceñidas por debajo de los brazos que llegaban hasta las pantorrillas.

En cuanto a los abalorios, allí, entre cuellos y brazos, se hallaba representado el panteón entero del país, y no creía quedarse corto; aparte de los amuletos típicos en los que no valía la pena reparar. Todos estos adornos rivalizaban en brillo y esplendor, y Shepsenuré sonrió para sus adentros pensando en el magnífico botín que representarían algún día.

Esto en lo que se refería a los hombres, pues lo de las mujeres merecía mención aparte.

La moda femenina había sufrido muchos cambios en los últimos tiempos, quizás influida por las nuevas corrientes que llegaban desde Oriente Medio y a las que tan susceptible se había vuelto la ciudad.

Atrás quedaba la época en la que sólo el blanco era el color idóneo para una dama. Ahora imperaban los tonos pasteles en vestidos muy imaginativos. Trajes de dos o más piezas habían desterrado definitivamente al clásico de una, y seducían con variedad de formas y estilos. Túnicas ceñidas al cuerpo envueltas en sutiles chales, que dejaban adivinar cada curva. O bien, vaporosos tejidos en varias piezas, en los que nada había que adivinar. Vestidos recogidos sobre los hombros, o de mangas cortas que se juntaban sobre el busto o a veces bajo él. Cintas, ribetes, pliegues… y todo con una única misión, la de hacer a su portadora la más sensual de las damas.

En el apartado de joyería, la que llevaban sus maridos resultaba ridícula en comparación. Todo era poco para tratar de demostrar la mayor riqueza de unas sobre otras. Los collares menat, colgantes cilíndricos hechos de cornalina, lapislázuli o amatista, hacían furor en aquellos días y algunas mujeres llevaban tal profusión de ellos, que les resultaba sumamente incómodo el poderse levantar de sus asientos. ¡Todo fuera por ceñirse a la moda! Y si no, no había más que fijarse en las pelucas que las señoras llevaban. Parecía que se hubieran puesto de acuerdo para no repetir ningún modelo. De todo tipo, variedad y tamaño. Quizás en lo único que coincidían era en los conos de cera perfumada
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que, regularmente, los sirvientes les ponían sobre su cabeza. Por otro lado, las señoras rivalizaban por exhibir el tono de piel más claro, signo inequívoco de que no se veían expuestas al rigor del fuerte sol egipcio, como correspondía a todo aristócrata que se preciara.

Entre tanto alarde de posición social, Shepsenuré no desentonaba en absoluto, pues a la tradicional túnica, agregaba un fino manto de cortas y anchas mangas confeccionado de un lino extraordinariamente delicado, que estaba de última moda y se importaba de Siria
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. Nemenhat se la había proporcionado, así como unas bonitas sandalias de cuero con la puntera levantada, que dicho sea de paso, Shepsenuré no soportaba; acostumbrado como estaba a andar descalzo toda su vida.

Toda aquella gente debía relacionarse entre sí con cierta frecuencia. Seguramente, coincidirían en la mayoría de las fiestas privadas que se daban en Menfis, pues la práctica totalidad se saludaba amistosamente.

En aquellas fiestas de la alta sociedad, se solían hacer los contactos oportunos para intentar aumentar la influencia dentro de la Administración, conseguir algún puesto apreciado o simplemente hacer buenos negocios. Por ello, no era de extrañar ver allí, aquella noche, a todos los altos cargos de la ciudad hablando animadamente en grupos separados. Desde el nomarca (heka het) al general al mando de las guarniciones de la ciudad, pasando por toda una corte formada por jueces, médicos o arquitectos.

Desde su anonimato, Shepsenuré observaba divertido cómo la mayoría dominaba el arte del disimulo, fingiendo atenciones o forzando sonrisas. Y todo, para no perder sitio en la rueda que el poder del Estado movía inexorable. Mas al margen de todo aquel folclore que, cuando menos, a Shepsenuré le parecía curioso, la fiesta no podía estar mejor. Pequeñas mesas situadas por doquier con todo tipo de manjares, capaces de satisfacer al paladar más exigente, y todo cuidado hasta el último detalle. Hermosas muchachas que, semidesnudas, se ocupaban de que no faltara de nada a ningún invitado. Copas que se volvían a llenar; viandas que se volvían a reponer. Aquella noche, Shepsenuré comería y bebería hasta saciarse.

Y a fe suya que lo hizo pues, en su continuo deambular por las repletas estancias de la casa, se aproximaba a las pequeñas mesas donde se servía a su gusto de todo cuanto se le antojaba. Comió y bebió pues con largueza hasta sentirse ahíto; nunca en su vida había comido tanto como aquella noche. Y sin lugar a dudas, no fue el único; pues tras los primeros saludos de cortesía a éste o a aquél, los invitados se habían situado junto a la mesa más cercana, donde hicieron gala del mejor de los apetitos. Qué duda cabe que, para ingerir aquellas cantidades de comida, necesitaron de la ayuda del líquido fermentado de la vid, y esta ayuda fue, con toda seguridad, generosa. Corrió el vino a raudales y, al avanzar la velada, sus efectos comenzaron a manifestarse entre la mayor parte de los asistentes.

A Shepsenuré le sorprendió ver a algunas de las grandes damas encopetadas, sentadas junto a las mesas bebiendo sin ningún tipo de medida y alardeando de ello; justo como había visto muchas veces a gente de la peor estofa en las tabernas de Menfis. Alzaban sus copas tambaleantes mientras gritaban:

—Llenadlas una y otra vez hasta que no pueda más. Esta noche me entregaré a los placeres del vino sin reservas.

Dicho y hecho, pues las hubo que bebieron sin tino o mesura ninguna, acabando a la postre, balbuceando palabras inconexas, caídas sobre el suelo.

Mas todo esto, que sorprendió en un principio a Shepsenuré, era práctica habitual en aquel tipo de celebraciones. Los invitados se desinhibían totalmente y se abandonaban a los excesos sin que ello estuviera mal visto socialmente.

Gritos, risas y conversaciones en voz alta para poder hacerse escuchar, se entremezclaban formando una atmósfera ruidosa que a Shepsenuré le pareció molesta. Así que, se encaminó hacia el centro de la casa donde había un hermoso patio rodeado de esbeltas columnas papiriformes. Aquel lugar también se encontraba concurrido pero, al menos, las palabras volaban libremente hacia el cielo de la noche estrellada, logrando que el ambiente fuera mucho más agradable.

Vio a Ankh en una de las esquinas, departiendo con el visir y otro individuo de aspecto sirio, animadamente. Por un instante sus miradas parecieron cruzarse, aunque el escriba no hizo gesto alguno de que así fuese.

También el patio se encontraba rodeado de mesas llenas de manjares, y Shepsenuré se acercó a una de ellas, sólo ya movido por la gula. Y es que tenían pasteles de hojaldre rellenos de miel y pasas, algo a lo que no era capaz de resistirse; así que cogió uno, aun sabiendo que ya no había demasiado sitio para él en su saturado estómago. Después, distraídamente, vagó entre las columnas con el pastel en la mano, hasta que llegó a una terraza de la que nacía una escalinata que conducía al jardín. Le pareció el más hermoso de cuantos había visto. Rodeado de una rica variedad de plantas, Shepsenuré pudo distinguir acianos, adelfillas y las altas malvarrosas con sus hojas acorazonadas de color encarnado y blanco; sin embargo, el olor que identificaba era el de los alhelíes, que llegaba claramente a su nariz, suave y fragante.

Cerró los ojos e inspiró profundamente aquel perfume sutil hasta casi quedar embriagado; luego lo expulsó suavemente a la vez que se llevaba aquel pastel a los labios y abría los ojos satisfecho. Fue entonces cuando vio a Men-Nefer.

Shepsenuré quedó hechizado la primera vez que sus ojos se encontraron. Fue como por casualidad, aunque naturalmente no lo fuese. Men-Nefer no hacía nada casual; todo en sí misma tenía un fin.

Mientras el egipcio se llevaba mecánicamente el bocado a la boca, sus ojos seguían fijos en aquella mujer; tan hermosa era, como nunca imaginó pudiera existir otra igual. Sus ademanes eran lánguidos y elegantes, y ejecutados con tal naturalidad, que ni la misma diosa Bastet hubiera podido superarlos. Rodeada por una corte que no cesaba de adularla y a la que dominaba inmisericorde, Men-Nefer les regalaba su risa que era el cielo mismo en el que Ihy tañía mil instrumentos
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; y lo hacía en su momento, justo cuando debía.

Los constantes halagos los oía sin escuchar. De vez en cuando cogía con parsimonia su copa y se la llevaba a los labios lentamente hasta mojarlos dándoles todavía más vida. Éstos eran carnosos y sensuales, ni grandes ni pequeños, y cuando imperceptiblemente pasaba su lengua por ellos lucían plenos, perfectos. A veces, con gesto estudiado, se ajustaba el cono de cera perfumada sobre su peluca de una manera tan natural, como el mismo pestañeo.

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