El ladrón de tumbas (48 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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—Cuesta resistirse, ¿verdad?

Shepsenuré volvió su cara con expresión de quien ha sido sorprendido, masticando el último pedazo de pastel.

—No, no debes incomodarte —continuó su interlocutor en tono conciliador—. A todos nos pasa lo mismo; a veces dudo de hasta que sea mortal.

Hubo unos momentos de silencio mientras Shepsenuré tragaba el último bocado y miraba con curiosidad al extraño.

—Perdóname por no haberme presentado —dijo éste poniendo una expresión de despistado—. Mi nombre es Irsw y creo que, como tú, soy un rendido admirador de esa diosa.

—Soy Shepsenuré, y en cuanto a ella, es la primera vez que la veo.

—¡Cómo! ¿No conoces a Men-Nefer?

Shepsenuré negó con la cabeza.

—Bueno, sólo has necesitado un momento para notar su hechizo. Ese cuerpo tiene más poder que todos los altos cargos que hoy se encuentran aquí.

Shepsenuré le observó un momento. Era un hombre grueso de hinchados mofletes, adornados por una fina barba como la que usaban los sirios. Hablaba con una voz muy pausada y su tono era cordial y amable.

—¿Ves todos esos que la rodean como moscones? —preguntó haciendo un ademán con una de sus gordezuelas manos—. Son hombres que han perdido su alma ante ella.

Shepsenuré le miró con ironía.

—No, no te burles. Créeme si te digo que esa mujer es la más pérfida de las criaturas, capaz de convertir al hombre más cabal en su esclavo. En ningún lugar del mundo he conocido a alguien como ella.

Shepsenuré volvió a mirar a aquella mujer.

—Y todavía no la has oído hablar —oyó decir a Irsw—. Sus palabras penetran en tu corazón como el peor de los venenos, atenazándole e impidiéndole razonar.

—¿Y dices que allá donde va siempre la espera una corte de admiradores? —preguntó Shepsenuré.

—Así es, y te aseguro que ninguno es un cualquiera. Hasta el príncipe Parahirenemef la ha cortejado.

Shepsenuré puso una expresión de ignorancia.

—¿Tampoco conoces al príncipe?

—No.

—Es un asiduo en las fiestas de la ciudad, aunque hoy no haya venido. Es
kdn
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en la Gran Cuadra de Su Majestad Ramsés III, y un afamado galán. El también sucumbió ante sus encantos. Dicen las malas lenguas —continuó acercándose para hablarle en voz baja— que hasta su padre, el divino faraón, tuvo que intervenir para quitársela de la cabeza.

—¿Tan obsesionado estaba?

—Obsesionado y lo que es peor, despilfarrador. Nunca hay suficiente riqueza para ella.

—Observo en tu tono cierto rencor.

—Es posible. Yo fui uno de esos hombres sin alma de los que te hablé. Con la primera mirada ya me embrujó y con el primer beso…

—¿Acaso tuviste amores con ella?

—Por supuesto, y casi me cuestan la ruina. Si dejas que esa mujer te acaricie, estás perdido. Por una noche de amor con ella estuve tentado de darle todas mis riquezas. Pero me cuesta creer que no hayas oído hablar de ella.

—La única Men-Nefer que conozco es nuestra ciudad
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.

—Pues ella se llama igual; será porque su significado le va como anillo al dedo. Siempre se la ve igual de hermosa.

—¿Y es de aquí?

—Nadie sabe realmente de dónde procede, aunque es egipcia. Un día bailó en una celebración en el palacio del
Seshena Ta
(el comandante en jefe de la región) y desde entonces es asidua de la noche menfita. A propósito, te diré que nunca he visto a nadie bailar como ella.

Shepsenuré volvió a mirarla mientras pensaba en lo que aquel hombre le había dicho.

—¿Dónde vive? —le preguntó de repente.

—Tiene una pequeña villa junto al río, rodeada de altos muros, como si en cierto modo quisiera guardar celosamente su intimidad de los demás. Ella se muestra sólo cuando lo desea.

—¿Y vive sola?

—Je, je, je… ¿ya te estás haciendo ilusiones, amigo?

Shepsenuré hizo un mohín de disgusto.

—No te molestes —terció Irsw—, a mí también me ocurrió igual. Pero sólo por saciar tu curiosidad, te diré que vive con su servidumbre y dos esclavos nubios gigantescos que la acompañan allá donde va; ah, y aparte están sus gatos.

—Comprendo —dijo el egipcio.

—No estoy muy seguro. Al decirte gatos me refiero a toda una legión de ellos. Parece que fuera sacerdotisa de Bastet y su casa, su templo.

Shepsenuré iba a contestarle cuando, súbitamente, el sonido de la música se elevó invadiendo todas las dependencias de la casa casi con estruendo.

El arpa, que había sonado tímidamente toda la noche, fue devorada de improviso por una música trepidante. Flautas, gargaveros
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, sistros y tambores se unieron en un ritmo frenético que de inmediato contagió a los asistentes.

Shepsenuré y su nuevo amigo se dirigieron a la gran sala donde se encontraba la orquesta. Casi no se podía entrar, pues todos los invitados habían acudido a ver el espectáculo. Los músicos eran muy buenos y se veía que llevaban mucho tiempo tocando juntos, pues se compenetraban perfectamente tanto en la música como en los movimientos que realizaban.

Con la segunda pieza salieron las bailarinas entre aplausos y aclamaciones. Eran muy jóvenes y comenzaron de inmediato a mover sus
núbiles
cuerpos al compás de aquella música. Mientras lo hacían, movían sus cabezas haciendo que el largo cabello, peinado en múltiples trenzas, pareciera querer volar en círculos. Bailaban con una gracilidad que a Shepsenuré le pareció asombrosa, mientras el ritmo de la música iba en aumento y sobre el que ellas, parecían cabalgar. Ensayaban movimientos inverosímiles, adoptando posturas inauditas y haciendo gala de una flexibilidad que sólo ellas parecían poder tener. Luego siguieron con acrobacias a las que tan aficionado era el pueblo egipcio, y que realizaban con una facilidad pasmosa, adecuándolas al ritmo que estaba sonando. Enlazaron pieza con pieza, cambiando su coreografía en función de la música, sin apenas dar muestras de agotamiento.

Al terminar tan exacerbada danza, las jóvenes desaparecieron por entre el público, y alguien gritó por encima de las aclamaciones.

—¡Que baile Men-Nefer, que baile Men-Nefer!

Enseguida su petición pareció hacerse eco entre los presentes que a su vez empezaron a corear su nombre.

Entonces la música cambió, haciéndose más lenta y cadenciosa.

—Men-Nefer, Men-Nefer —se oía en toda la sala—. Que venga Men-Nefer.

Al poco, parte de los invitados se movieron para dejar un pasillo de acceso al salón, y de inmediato surgieron varios hombres con los brazos en alto sobre los que, acostada, llevaban a Men-Nefer.

Esta vez los asistentes prorrumpieron en atronadores aplausos, de nuevo enardecidos ante lo que se avecinaba, mientras aquellos hombres, depositaban a la mujer con suavidad en el suelo.

Comenzaron a sonar entonces los tambores despaciosamente, acompañados por los sistros y las panderetas mientras, en el suelo, estirada y con el cuerpo ladeado, Men-Nefer levantaba lentamente una de sus piernas. La elevó hasta la posición vertical y luego continuó moviéndola hacia su tronco, muy pausadamente. Cuando parecía que aquella mujer corría el riesgo de descoyuntarse, volvió su cuerpo apoyándose sobre su nuca, abriendo por completo ambas piernas hasta quedar totalmente horizontales.

La gente rompió a aplaudir mientras ella se levantaba suavemente volteándose sobre sus manos. Entonces comenzó a contonearse moviendo cada curva de su cuerpo al son de aquellos tambores. Ella misma los acompañaba tocando los crótalos, haciendo gala de una maestría, sólo adquirida tras muchos años danzando. Todos los allí presentes empezaron a tocar las palmas al compás, uniéndose a la orquesta como si fueran un miembro más de ella, mientras los hombres devoraban con su mirada a la danzarina a cada movimiento que hacía.

«Si hay algo que defina la palabra magnetismo, sin duda debe de ser esto», pensó Shepsenuré al verla bailar.

Sus ojos la seguían embobados sin poder sustraerse de ella, ¿o acaso no querían? Al egipcio le daba igual, sólo se limitaba a seguir cada parte de su cuerpo, el cual movía con una sensualidad que surgía como una luz que luego dispersaba a su antojo por toda la sala.

Entonces fue cuando empezó a mover su vientre con oscilaciones que parecían convulsas agitaciones nacidas en lo más profundo de su ser. A su vez, sus manos abrieron levemente su túnica por la que asomó una pierna de formas perfectas, de muslo redondeado y terso, y en cuya parte interna, Shepsenuré creyó adivinar un tatuaje. Aquellas piernas debían poseer la solidez de mil columnas y Shepsenuré deseó de inmediato poder estar entre ellas.

Men-Nefer finalizó ofreciendo una demostración de dominio absoluto sobre cada músculo de su cuerpo, haciéndolos mover a voluntad; justo cuando ella quería.

Shepsenuré empezó a notar que se sofocaba. La temperatura en la sala había subido, sin duda debido a la cantidad de gente que allí se encontraba, y por si fuera poco, los múltiples perfumes provenientes de los conos derretidos de las señoras llegaban a él en desagradables vaharadas que le hicieron sentirse algo mareado; y además, estaba Men-Nefer.

Cuando ésta dio por terminada su danza y todos los presentes prorrumpieron en una estruendosa ovación, Shepsenuré ya estaba loco por ella, pero tan indispuesto, que se abrió paso para salir al cercano jardín a respirar un poco de aire fresco.

Irsw le vio abandonar la sala apresuradamente y sonrió enigmáticamente.

Sentado en la escalinata que bajaba desde la terraza, Shepsenuré recuperó poco a poco su ánimo. Muchas emociones en una noche, para quien no estaba acostumbrado más que a discutir cada tarde con un viejo gruñón como Seneb. Él jamás pudo imaginar que un mundo tan diferente al que conocía habitase en la misma ciudad, y mucho menos que cada noche, en algún lugar de ella, ocurriera algo parecido a cuanto había visto.

Se recostó unos instantes apoyando ambos codos en el escalón superior a la vez que echaba un vistazo a un cielo, como siempre, pletórico de pequeñas luces.

El tenue sonido de apagadas pisadas le sacó de su ensimismamiento. Miró hacia la terraza de donde provenían, y creyó que el corazón se le paraba. A unos pocos pasos, recostada sobre la balaustrada se encontraba Men-Nefer.

Nunca supo cómo sus piernas pudieron levantarle con tanta presteza, ni de donde sacó el coraje para hacerlo, pero cuando se quiso dar cuenta se hallaba casi junto a ella.

Le extrañó verla sola, pues semejante diosa tenía todo el derecho de tener a sus pies cuantos hombres implorantes deseara. Quizás en aquella hora, ya casi de madrugada, había decidido transformarse por unos instantes en mortal, dando un respiro a su habitual corte de esclavos.

Daba igual; ahora Men-Nefer se encontraba a sólo unos pasos abanicándose lentamente, con su cabeza ligeramente levantada y sus ojos cerrados. De cerca, a Shepsenuré le pareció mucho más hermosa todavía.

—No creo que te alivie del calor, pues hasta el aire que te rodea tiene celos de tu belleza —dijo suavemente el egipcio.

Ella abrió los ojos sorprendida y miró a aquel extraño con curiosidad.

—Sheu no creo que se pare en tales consideraciones. A fin de cuentas es magnánimo con todos nosotros y nos permite respirar —contestó mientras continuaba abanicándose.

Shepsenuré sintió cómo aquellas palabras le envolvían por completo. Su voz era como la risa que, con anterioridad, ya había escuchado y que sólo Ihy podía crear. Se aproximó un poco más, dispuesto a embriagarse de ella.

—La opinión que tenía de Shu hasta esta noche era simplemente inexistente. Pero estoy dispuesto a cambiarla si, como parece, él permite que respires.

Men-Nefer lanzó una pequeña carcajada que al egipcio le pareció deliciosamente cristalina.

—Oh, déjame adivinar. Eres un devoto convencido de los dioses.

Nunca le había sonado aquella palabra mejor en su vida. Incluso en ese momento decidió que estaba dispuesto a creer en ellos, si era Men-Nefer quien se lo pedía.

Aquella mujer tenía una particular forma de hablar, pues arrastraba las
kh
de forma singular; además, poseía un fuerte acento del sur que trataba de enmascarar, lo que la hacía dar a las frases una seductora entonación.

—Sin duda lo sería si me lo pidieras —contestó él al fin.

De nuevo ella rió como antes.

—Eres galante, pero te advierto que no soy dada al proselitismo.

—Podrías hacer algo mejor; declara directamente tu divinidad y tendrás cuantos adeptos te propongas. Yo mismo te seguiría, Men-Nefer.

—Ah, veo que me conoces. Pero el caso es que no creo haberte visto antes.

—Puedes estar segura, si no, el que no hubiera podido olvidar habría sido yo.

Ahora fue ella la que se paró a prestarle un poco más de atención, mirándole con calculado disimulo.

—Y sin embargo sabes mi nombre. En cada frase me siento halagada por ti…

—Shepsenuré.

—Shepsenuré. Extraño nombre, aunque me gusta.

Al oír su nombre por primera vez en sus labios, le pareció que nadie lo había pronunciado igual en su vida. Así debería sonar en boca de los dioses si alguna vez visitaba el paraíso.

—Es originario del sur, de Coptos. Tú también eres del sur, ¿verdad?

—¿Qué te hace pensar eso? —contestó ella endureciendo algo el semblante.

—Tu acento. Casi consigues enmascararlo, pero yo lo noto; al fin y al cabo soy de allí.

—Yo no soy de ninguna parte y soy un poco de todas —replicó ella enigmática—. Da igual.

—No lo dije con ánimo de molestarte. Creo que el acento del sur es el más bonito de todos.

—Tú desde luego no tratas de disimularlo.

—¿Para qué? La gente con la que normalmente trato no le da importancia a ese hecho.

—¿Y con qué gente tratas? —preguntó enseguida divertida.

—Con la que nunca viene a fiestas así.

—¿Y por qué lo has hecho tú?

—Por extrañas circunstancias —dijo con cierto tono misterioso.

—Pues yo las frecuento, ¿sabes? A ellas suelen acudir personas muy ricas e influyentes.

—Entiendo.

—No estoy tan segura —cortó sin apenas énfasis.

—Te equivocas. Conozco lo tortuosos que son los caminos. Pero debo reconocer que el venir aquí, ha sido una experiencia agradable.

Ella le miró un instante muy fijamente a los ojos, con una expresión que Shepsenuré no pudo determinar, pero que le hizo sentir desasosiego.

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