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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (31 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Han ido con Pepa a casa de Rodillaspelás, que se les ha muerto la abuela, pero ya deben estar a punto de llegar, así que más te vale ir lavándote bien, que hay que ver qué manos traes, a saber dónde habrás estado metido.

Me miré las manos y vi que la izquierda estaba sólo sucia, pero la palma de la derecha, la que había usado para agarrarme a aquella palanca tan rara, estaba completamente negra, recubierta por una mancha seca y compacta que parecía pintura y apenas transparentaba el relieve de la piel. Creí que no sería más que mugre, pero por si acaso la escondí en el bolsillo antes de llenar la pila, y cuando la metí dentro, vi que el agua se teñía inmediatamente de gris al entrar en contacto con mis dedos, de los que chorreaban unos hilos negruzcos que manchaban la piedra del fregadero y se volvían más negros cuando intentaba limpiarlos con la palma.

Cogí el jabón de lavar y me embadurné muy bien las dos manos antes de frotarlas entre sí como si pretendiera desollármelas. Vacié la pila, volví a llenarla, y mientras el agua que escapaba de ellas era cada vez más limpia, más espumosa y transparente, más agua y menos negra, pensé en doña Elena, en su casa blanca y bonita, tan pequeña, tan limpia como su dueña, y la boca se me llenó del sabor del vino de Málaga y esos pestiños que Manoli sabía freír mejor que nadie, y todos los personajes de todos los libros que había leído me hablaron al mismo tiempo, y vi la cara del Portugués, su pelo dorado por el sol, la piel tostada, los dientes tan blancos y uno partido, el rostro del hombre a quien yo había elegido parecerme.

Entonces, a salvo, en casa, con las manos limpias, me acordé de Elías, que también estaría en su casa, dondequiera que estuviese aquel lugar, tranquilo y a salvo, igual que Filo, atareada en los preparativos de la cena en la cocina del cortijo, y volví a verla desnuda, como si su cuerpo se hubiera grabado en los ojos de mi memoria a despecho del miedo que me había cegado los de la cara, volví a verla desnuda y sonreí, aunque de eso tampoco podría presumir nunca con Paquito, aunque nunca podría contárselo, como no le había contado ni una palabra de todas las cosas buenas que me había dado el monte a cambio de nada. Así, me aclaré las manos por última vez y las encontré limpias, a salvo ellas también de aquella mancha que no era mugre, que no era polvo, que no era grasa, que no era aceite, que no era carbón, ni óxido, ni sangre, aquella mancha que no era más que tinta negra, ni más ni menos que tinta de imprimir.

—Mira —me volví hacia Dulce con las manos cerradas—, nada por aquí —y abrí la izquierda—, nada por allí —después la derecha, para que la imprenta de la guerrilla, aquella caja tan grande, cuadrada, de paredes metálicas, que no había sido capaz de identificar cuando la había tenido delante, desapareciera con el agua que se escurría por el sumidero, dejando espacio de sobra para todos los libros que me quedaban por leer, todas las historias que me quedaban por aprender, todos los parajes que me quedaban por explorar mientras siguiera recorriendo el río con Pepe el Portugués.

No está mal, pensé luego, al darme cuenta de que había descubierto yo solo, sin la ayuda de nadie, la identidad de Cencerro y la imprenta de sus hombres en menos de tres horas, y comprendí que aquella noche iba a dormir de un tirón.

Me encontraba tan bien que, cuando Dulce volvió a preguntarme dónde había estado, ni siquiera le dije que se metiera en sus asuntos.

Capítulo 3

1949

Doña Elena volvió de Oviedo con muy buena cara y algunos kilos más, aunque su aspecto no mejoró tanto como el de Elenita, de la que aquel invierno me enamoré igual que un tonto, casi sin darme cuenta.

—¡Nino!

Faltaba menos de una semana para Navidad y era domingo. Aquel año, la secretaria del alcalde le había encargado a Pepe el Portugués que le trajera cortezas cubiertas de verdín, musgo y helechos de los que crecían río arriba, para decorar el belén del Ayuntamiento. Estaba dispuesta a pagarlo bien, porque los del monte se estaban moviendo mucho a pesar del frío, y ningún vecino se atrevía a subir más allá del cruce. A finales de noviembre, tres hombres con pinta de braceros desocupados, que parecían andar tranquilamente por una carretera, se habían liado a tiros con una patrulla de la Guardia Civil que les dio el alto. Consiguieron escapar, uno de ellos muy malherido, dejando a Sempere, aquel guardia de Castillo de Locubín al que le gustaban tanto los chorizos asados, con una bala fea en la rodilla y otra, horrorosa, en el abdomen. Sus compañeros buscaron al pistolero que no estaba en condiciones de seguir andando y encontraron enseguida su cadáver. Él también tenía el vientre ensangrentado, pero no había muerto de la hemorragia. Se había pegado un tiro en la sien, y antes, había entregado todo lo que llevaba a los otros dos, porque no le encontraron nada encima, ni armas, ni municiones, ni dinero, sólo un papelito muy bien doblado en el fondo de un bolsillo, donde estaba anotado un nombre vulgar y español, «Casa Inés», que no concordaba con la dirección escrita debajo, una calle francesa, de la misma ciudad, Toulouse, donde seguía viviendo Anselmo el Rubio después de la muerte de su hermano Paco.

Mi padre dijo que el encuentro había sido casual, que no habían recibido ningún chivatazo, ningún aviso de aquel intento de fuga, pero la guerrilla tomó represalias de todas formas, y en unas condiciones que convirtieron un simple ajuste de cuentas en toda una campaña de propaganda. Unos días después de la doble muerte de Sempere y aquel guerrillero anónimo, la Piriñaca contó en la taberna de Cuelloduro que aquella mañana le había vendido una cajetilla de tabaco a un pastor, y que mientras se echaban un pitillo juntos, él le había contado que acababa de cruzarse con tres hombres en la falda del monte. Parecían jornaleros, porque no llevaban armas a la vista, pero uno de ellos le había llamado la atención porque era extremadamente guapo.

—Un metro ochenta, dice que medía —y en la taberna se hizo el silencio de las grandes ocasiones—, que tenía el pelo castaño claro, los ojos melaos… Yo le he pedido que me dijera algo más, cómo era la nariz, la boca, pero me ha dicho que no, que en eso no se ha fijado, que él de hombres no entiende, pero que guapo, lo que se dice guapo, sí que era. ¿Como el sargento?, le he preguntado yo. Por el estilo, me ha contestado.

La noticia corrió por Fuensanta como una llama sobre un reguero de pólvora, tan deprisa que, unas horas después, mi hermana Dulce llegó a comer tarde y con una sonrisa de boba que bastó para poner a mi padre de mala leche.

—¿Qué te dije, Antonino? —sin embargo, su mujer se alegró tanto como si acabara de ganar una apuesta—. ¿Existe o no existe?

—Un jornalero muy guapo sí —replicó él—, claro que puede existir. Pero eso es una cosa, y otra que sea el Antonio ese que se ha inventado la tonta de Paquita. Y hablando de tontas… —se volvió para señalar a Dulce con el dedo—. A ti más te vale ir cambiando de cara si no quieres que te la cambie yo de un bofetón.

Aquella fue la última discusión sobre la existencia de Antonio el Guapo que dividió a mi familia en dos mitades. Porque el pastor que le había comprado tabaco a la Piriñaca venía de Valdepeñas, y se había cruzado con aquellos desconocidos en una trocha que iba a parar directamente al cortijo de un hombre al que mi padre conocía muy bien, aunque hiciera muchos años que no le veía. Durante toda su infancia y después, hasta que se fue a la mili, los dos hijos del Silbido habían sido sus mejores amigos. El mayor se había chupado casi ocho años de cárcel por haber trabajado como secretario del Ayuntamiento en tiempos del alcalde vitalicio, y fue su mujer la que apareció muerta aquella noche, un papel, «Así paga Cencerro a los traidores», prendido con alfileres a su vestido. El hijo del Silbido no tenía ni idea, pero desde hacía más de dos años, mientras él estaba preso, era la amante del cabo del pueblo, y cuando lo soltaron, seguía metiéndoselo en la cama por las mañanas, a las horas en que su marido estaba trabajando en el campo. Después, nadie se atrevió a preguntarle cómo se había enterado, pero ni siquiera fue al entierro. A cambio, allí estuvieron el cabo y su mujer, ella a tirones, arrastrada por él y con los ojos hinchados de llorar.

—Te mato, Antonino. Tú me haces eso a mí y te mato, por mis hijos te juro que te mato. Que me peguen un tiro después, pero yo, antes, te mato.

Mi madre no quiso aclarar si se refería a la infidelidad o al numerito del cementerio, pero su marido, más afectado por la ruina de su amigo de la niñez de lo que se atrevía a confesar, decidió que podía pasarse sin esas explicaciones. No abrió la boca hasta el día siguiente, para contar que Sempere había muerto en el hospital aunque el mando había decidido mantenerlo en secreto, porque en aquel momento no era conveniente declarar bajas. A aquellas alturas, todo el mundo sabía ya, hasta en Fuensanta, que la única razón de que la nuera del Silbido no hubiera denunciado el intento de fuga que desencadenó aquella secuencia de muertes, era que no tenía ni idea. A cambio, había sido responsable de, al menos, las tres últimas redadas que había habido en Valdepeñas. En la última, su amante le había aplicado personalmente la ley de fugas al hermano pequeño de su marido.

El siniestro balance del fin del otoño fue el responsable a su vez de que aquella tarde de domingo cruzara yo la plaza empujando una carretilla repleta de las plantas y cortezas que había cogido con el Portugués por la mañana. Entonces, una voz femenina gritó mi nombre, pero miré a mi alrededor y no vi a nadie conocido, sólo una figura que avanzaba hacia mí desde muy lejos, y que no podía saber cómo me llamaba porque ni siquiera parecía real, sino una muñeca salida de un álbum de estampas, de esas que venían en las chocolatinas de cincuenta céntimos que la abuela de Miguel le regalaba de vez en cuando.

—¡Nino! —y sin embargo, yo conocía esa voz—. ¿Pero tú te has vuelto tonto, o qué?

Aquella fórmula tan poco protocolaria me permitió por fin reconocerla, identificar a la nieta de mi profesora con aquella señorita vestida con un abrigo azul marino con botones y solapas de terciopelo, que llevaba guantes de punto azul celeste, leotardos de lana a juego, una bufanda de rayas rematada con pompones del mismo tono sobre la garganta y, en los pies, unos zapatos de charol tan brillantes como si pretendieran absorber la pobre luz de un atardecer blanco y helado.

—¡Espera!

Dejé la carretilla en el suelo para correr hacia ella, y cuando ya había recorrido más de la mitad del trecho que nos separaba, fui consciente de mi propia ropa, mis pantalones verdes, viejos, con las rodilleras tan descosidas que parecían sacar la lengua para reírse de mis piernas en cada zancada, y el jersey de lana negra que me había prestado el Portugués para que no pasara frío, pero que me estaba tan grande como la levita de un payaso. Qué mala suerte, me dije, y todavía no sabía por qué.

—Hola —cuando la tuve delante, estiré con timidez la mano derecha, pero vi que la tenía tan sucia que me metí las dos en los bolsillos—. Perdona, pero no te había conocido, estás muy rara.

Al mirarla con atención, me corregí para mis adentros, porque no estaba rara, sino rarísima. Se había cortado el pelo, se había peinado con raya al lado y se había recogido el mechón que antes llevaba siempre desgreñado encima de la cara, con un lacito del mismo color que el abrigo, pero al escucharme levantó la punta de la nariz, como si mi adjetivo la hubiera ofendido.

—¿Rara?

—Bueno, quería decir que estás muy cambiada —su expresión no mejoró mucho y avancé un poco más, sin saber tampoco por qué, ni hasta dónde quería llegar—. Muy guapa.

—¡Ah! —y por fin sonrió—. Tú también has cambiado. Has crecido bastante, ¿no?

—Sí —yo también sonreí, aunque ella, que había cumplido once años en verano, me seguía sacando más de media cabeza.

—Aunque, hay que ver… —y arrugó la nariz en un mohín tan gracioso que bastó para que mi sonrisa se agrandara por su cuenta, sin que yo llegara a intervenir en el proceso—. ¡Qué pintas llevas! Estás hecho un asco.

—Ya, es que he estado todo el día en el monte, recogiendo helechos y musgo para el belén del Ayuntamiento, y… Me van a pagar, ¿sabes? Si quieres, te invito a churros.

—Bueno, sí, si quieres tú… Hace mucho frío, y eso me ayudaría a entrar en calor para subir la cuesta. Aunque no podemos tardar mucho, porque he bajado a echar unas postales al buzón y no quiero que mi abuela se preocupe.

—No tardamos nada —le prometí, envalentonado por mi propia audacia—. Tú echa las cartas y espérame aquí, que ahora mismo vuelvo.

Volví a cruzar la plaza corriendo y descargué la carretilla a toda prisa, pero aunque alabó en voz alta mi cargamento, y a pesar de que me conocía de toda la vida, porque era muy amiga de las Mediasmujeres, la señorita Ascensión no quiso pagarme.

—Prefiero arreglarlo con Pepe mañana —sentenció, sin molestarse en mirarme a la cara.

—Pero ¿por qué? —protesté—. Si en esto vamos a medias. Yo he trabajado con él, más que él, lo he bajado todo yo solo, y él me ha dicho…

—Que no —entonces sí me miró, y me di cuenta de que no había nada que hacer—. Venid mañana los dos y os lo repartís como queráis. A los niños no hay que daros dinero, que os lo gastáis en tonterías.

—Pero si yo no lo quiero todo —insistí de todas formas—, yo, con que me dé una peseta, y ni eso, con dos reales tengo bastante… Es que me he encontrado con una amiga que está esperándome ahí fuera, y le había prometido que la iba a invitar a churros.

—Pues se los dejas a deber a María.

—No es lo mismo —y de repente, me sentí dividido entre unas ganas tremendas de darle una bofetada y las mismas ganas de echarme a llorar—. ¿No comprende que no es lo mismo?

—Mañana, mañana la invitas. Total, por un día, da igual, ¿no? —se puso el abrigo para zanjar la discusión antes de volverse hacia los obreros que estaban trabajando en la plataforma donde empezarían a montar el belén al día siguiente—. Pero no estaba hablando con vosotros, ¿está claro? Como no dejéis esto terminado esta noche, mañana tampoco cobráis.

¿Y qué hago yo ahora?, pensé mientras la veía marcharse, taconeando con tanta decisión como si pretendiera pisotear en cada baldosa el flamante envoltorio de mi aplomo recién estrenado. Pero la angustia que se pintó en mi cara debió de conmover tanto a los carpinteros, que Joaquín Fingenegocios, el primo de Lorenzo que se había quedado con su taller cuando se subió al monte, se levantó y vino hacia mí.

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