El Lector de Julio Verne (35 page)

Read El Lector de Julio Verne Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Toma. Y enhorabuena, hijo.

«La academia Morales de Mecanografía y Secretariado acredita que don Antonino Pérez Ríos ha superado con éxito las pruebas académicas de Taquigrafía y Mecanografía, y para que conste a todos los efectos expide este diploma en Jaén, el 2 de noviembre de 1948.» Eso era lo que había dentro del paquete, en un marco barato de listones dorados, muy estrechos. Después de leerlo, miré a mis zapatos, al techo, al suelo, a la puerta por la que no lograría escapar de mi propia casa, y por fin a ella, tan exultante de felicidad que me dio vergüenza que me diera vergüenza, y sin embargo no lo pude evitar.

—Pero, madre… —dije solamente, y ella me abrazó con tanta fuerza que a punto estuvo de romper el cristal al estrecharme entre sus brazos.

—¿A que te gusta? Ya puedes estar orgulloso, hijo, porque yo estoy muy orgullosa de ti. ¿Sabes que eres el primero, Nino? —cuando se separó de mí, tenía los ojos inexplicablemente húmedos, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. El primero de toda la familia, de la de tu padre y de la mía, el primero que tiene un diploma de algo.

—Pero, madre —repetí, mientras mi vergüenza se trocaba en una culpa sin límites—, ¿dónde vamos a poner esto?

—Pues aquí mismo, en cualquier pared, para que se vea bien.

—Eso —y mi padre intervino por fin—. Para que lo vea el teniente y a mí se me caiga el pelo. Hay que ver, Mercedes, parece mentira…

—Bueno, pues que lo ponga en su cuarto.

—Que no, en ninguna parte es donde lo va a poner, ¿es que no lo entiendes?

—¿Y para qué me he gastado yo el dinero, para esconderlo en un armario?

—Pues sí, y si no, haberlo pensado antes.

Yo asistí a su discusión sin decir nada, en un estado de ánimo confuso, donde la culpa y la vergüenza se fueron complicando con sentimientos más difíciles, porque mi padre tenía razón, y a mí me convenía que su razón triunfara, y sin embargo, mi madre estaba a punto de llorar otra vez, pero de pena, y su decepción me parecía tan cruel, tan injusta, que al mismo tiempo me sentía dispuesto a enarbolar aquel patético diploma como una bandera para pasearlo por las calles. Quizás por eso, y porque no podía consentir que el mejor cumpleaños de mi vida terminara tan mal, fui yo quien encontró la solución.

—Callad un momento —les pedí, y por una vez me complacieron—. Ya sé lo que vamos a hacer. Vamos a colgar el diploma en la puerta de mi armario, pero por dentro. Así, madre podrá verlo todos los días, podrá enseñárselo a quien ella quiera, y lo veré yo también, pero el teniente no lo verá nunca.

—Me parece bien —él asintió con la cabeza mientras ella corría hacia mí, para apretar mi cara entre sus manos.

—Pero qué listo eres, hijo mío.

Aquella misma noche, antes de irnos a la cama, padre clavó dos puntillas en el travesaño que reforzaba la puerta de mi armario y el diploma se quedó allí, escondido y expuesto al mismo tiempo. Antes de dormirme, pensé que para estrenar mis once años sólo me había faltado Pepe el Portugués, que llevaba un par de días en Úbeda, donde habían operado a su madre de urgencia. Volveré lo antes que pueda, le había prometido a Paula, pero pasaron casi dos semanas antes de que pudiera dejar a sus padres en su casa para volver a la suya. Él también me trajo un regalo, que me habría encantado si no hubiera llegado tan tarde.

—Pero ábrelo, que parece que estás atontado…

Había venido a buscarme a la escuela, y después habíamos ido al café de la plaza, territorio neutral entre la taberna de Cuelloduro y el Casino que presidía don Carlos Mariamandil, el hermano de don Justino. Entonces puso un paquetito alargado encima de la mesa y me quedé mirándolo como si no supiera qué hacer con él. Dentro, en un estuche de cartón granate, había una pluma estilográfica de esmalte negro, con el borde dorado. Era muy bonita y yo nunca había tenido una ni siquiera fea, pero aquella tarde, ningún regalo habría conseguido animarme.

—Muchas gracias —dije de todas formas, como un niño bien educado—. Es preciosa.

—Ya está usada, ¿sabes? Se la compré a un chamarilero de Úbeda, para qué te voy a engañar, pero escribe muy bien, él la cargó delante de mí, y… —en ese momento se cansó de hablar para que yo no le escuchara—. ¿Qué te pasa, Nino?

—Que todo se ha ido a la mierda, me pasa.

—¿Todo? —y me cogió de la barbilla para obligarme a mirarle—. ¿Qué todo?

—Pues todo —contesté—. Absolutamente todo.

Mi padre había dejado pasar más de una semana antes de darme la noticia, igual que había hecho el año anterior. Como entonces, no había querido hablar conmigo hasta que mis hermanas estuvieron acostadas, pero aunque se paseó varias veces la mano por la cabeza, desde la frente hasta la nuca, como siempre que le costaba trabajo encontrar las palabras que necesitaba, aquella vez me habló más claro, sin rodeos.

—Mira, Nino, yo quería decirte… Bueno, este año has crecido mucho, ¿no?, y yo antes estaba preocupado, la verdad, porque veía que te quedabas retrasado, que siempre eras más bajo que los demás, pero ahora ya has cogido a tu amigo Miguel, estás casi igual que él, y por eso… Creo que de mayor darás la talla, que podrás entrar en el Cuerpo y tendrás la vida resuelta, así que…

—Yo no quiero ser guardia civil, padre.

—Eso no lo sabes todavía, Nino. Eres demasiado pequeño. Cuando crezcas…

Me di cuenta de que no le había dado importancia a mis palabras y le interrumpí para repetirlas en un tono más firme, seco, casi desafiante.

—No voy a ser guardia civil.

Sólo en aquel momento empezó a escucharme, y levantó la cabeza para mirarme con una expresión indefinible, en la que se mezclaban la dureza y el fracaso, la comprensión y el deseo de hacerse comprender al mismo tiempo.

—Muy bien —continuó en un tono sereno, controlado—, eso es asunto tuyo, pero siempre tendrás esa oportunidad. Yo he tenido muchas menos en la vida, ¿sabes? Y por eso… El mes pasado, el teniente nos comunicó que, por fin, vuelve al ejército. Le han asegurado que antes del verano le ascenderán y le trasladarán, para que Sanchís ocupe su puesto de oficial responsable de la línea, que es rarísimo, pero bueno, como es un héroe de guerra y el mando le come en la mano… Eso significa que Izquierdo será sargento y Carmona, cabo. Significa también que pasarán muchos años antes de que me asciendan a mí, si es que me ascienden alguna vez, y nosotros somos pobres, Nino, ya lo sabes. Con lo que gano, llegamos por los pelos a fin de mes, y cada vez tenemos más gastos. Tu madre cree que ha vuelto a quedarse embarazada. No queríamos decíroslo hasta estar seguros, pero… —ella, que estaba sentada a su lado y no había abierto la boca, acercó su silla a la de su marido y le apretó la mano en silencio—. El caso es que hasta ahora hemos ahorrado con mucho trabajo para pagarte las clases de máquina, y luego las de francés, pero… Vas a tener que dejarlas, Nino.

—No me hagas esto, padre.

Le había oído y todavía no había comprendido del todo lo que me había dicho, no había tenido tiempo para calibrar la magnitud de aquel desastre, Elena, su abuela, los libros, la libertad de ir y volver del cruce, de subir y bajar a mi antojo, y el futuro ilimitado, neutro, desprovisto del color de cualquier uniforme, que acababa de esfumarse ante mis ojos. Todavía no me había dado tiempo a medirlo, a calcularlo, a analizarlo, y sin embargo no necesité ni un solo segundo más para comprender que aquello era lo peor que podría haberme dicho nadie aquella noche.

—No puedes hacerme esto —y busqué en su mujer una dudosa aliada—, díselo tú, madre, tú, que dices que estás tan orgullosa de mí, dile que no me haga esto, que no puede, que no…

—Lo que no podemos es hacer otra cosa, hijo —pero ella no quiso ponerse de mi parte.

—Padre —por eso me volví hacia él—, por favor, puedo dar menos horas a la semana, buscarme un trabajo para después de la escuela, puedo…

—A mí me gustaría, Nino —él seguía estando sereno, y sonrió, aunque no se esforzó en disimular que mis palabras le estaban haciendo daño—. Me gustaría que hablaras francés, inglés, que fueras a la Universidad, que le dieras la vuelta al mundo, que te leyeras todos los libros que se han escrito. Me encantaría, de verdad, pero no puedo. No puedo gastarme en ti más dinero que en tus hermanas, porque si dentro de cinco o de seis años, Dulce me dice que quiere casarse… ¿Qué le voy a contar yo? ¿Que ha habido dinero para que tú dieras clase de lo que se te antojara, pero que no queda ni una peseta para su ajuar? Eso no sería justo, ¿verdad? Y no va a hacer falta esperar tanto. El 26 de marzo, Marisol se casa con Pedrito, el de don Justino. El teniente nos ha hecho la faena de invitarnos a la boda, así que tu madre tendrá que comprarse un corte para un vestido nuevo, tendremos que hacer un buen regalo, y… Tienes que comprenderlo, Nino, ya sé que no es fácil, pero… Yo, a tu edad, ni siquiera iba a la escuela, las cosas son así y no tienen remedio. Febrero ya lo hemos pagado, marzo podemos pagarlo todavía, pero en abril… En abril, las deudas nos van a llegar hasta el cuello. Díselo a doña Elena. Dile que lo siento mucho, pero que, de momento, en abril dejarás las clases. Y cuando pase el tiempo, pues… Ya veremos.

Asentí con la cabeza, me froté los ojos con los dedos y le miré. Me habría gustado creer que no me estaba diciendo la verdad, que había vuelto a enfadarse conmigo sin motivo, que sólo quería alejarme de la mala influencia del cortijo, intentar que volviera a ser como antes, cuando no leía libros y estaba todo el día jugando al fútbol con Paquito. Me hubiera gustado creerlo, pero no pude, no pude desconfiar de él, no pude consolarme pensando que me mentía, que estaba siendo injusto conmigo por un capricho, para vivir más tranquilo, para no tener que oír chismes que no le hacían ni puta gracia, para no pasar miedo por mí, ni por sí mismo. Eso habría sido mejor, y no se habrían apagado de un soplo todas las luces, no se habrían cerrado a la vez todas las puertas, y yo estaría furioso, no vencido, furioso, no desolado, furioso, no conmovido por la expresión de aquel hombre vestido de verde aceituna que había tenido menos oportunidades que yo y que me estaba diciendo la verdad, la única verdad que podía contarme, la única que me privaba hasta del pobre consuelo de la furia y me abocaba a una ternura extraña, una compasión torpe, indeseable, lástima por mí y por él, lástima por él y por mi madre, lástima por sus padres, por sus hijas, por el hermano que me iba a nacer, tanta lástima, demasiada lástima y toda inútil, tan mezquina como mis ambiciones e igual de inservible, el miserable patrimonio de un hombre al que todo le había salido mal, la herencia que acababa de descargar sobre mis hombros y que ya no podría ignorar nunca, porque al final, después de todo, iba a dar la talla y ya no haría falta que hablara francés, ni que escribiera a máquina, ni que trabajara en una oficina para que nadie se riera de mí.

—¿Puedo irme a la cama, padre?

—No —y su voz tembló mientras tendía sus manos abiertas hacia mí—. Dame un abrazo primero.

Le abracé como no le había abrazado nunca, como nunca había abrazado a nadie, como si fuera de aquel abrazo no hubiera nada, sólo el vacío, y tras él, el mundo de los que habían nacido con suerte, de los que podían escoger su propia vida, los que no tenían que vivir en la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en Jaén, en 1949. Ese mundo no era el mío, nunca sería para mí, jamás podría llegar hasta él, salvar de un salto el vacío que lo aislaba de mis brazos, fundidos con los brazos de mi padre en un nudo apretado y caliente, una tristeza sin luz y sin remedio. Eso fue lo que intenté que entendiera el Portugués tres días después, pero tampoco lo conseguí del todo.

—Pero bueno, Nino, tampoco es para ponerse así —me dio una palmada en el hombro y le miré, y vi que sonreía, pero no fui capaz de imitarle—. Anímate, hombre, que ya encontraremos una solución. Seguro que a Elena no le importa seguir dándote clases sin cobrar.

—Sí, pero ya nada será lo mismo.

Eso fue verdad. Todo estaba a punto de cambiar, y cambió en muy poco tiempo para que ya nada fuera lo mismo, ni en mi vida ni en la de los demás, porque antes de que se cumpliera el plazo de mi última clase de francés, nuestro mundo pequeño y miserable se puso del revés por última vez, y Fuensanta nunca volvió a ser el pueblo que había sido.

El 26 de marzo, cuando se paseó ante nosotros para que la viéramos con su vestido nuevo, ya era evidente que madre estaba embarazada. Pastora, que nunca lo había conseguido, la miró con envidia cuando vino a casa, vestida también de punta en blanco, para ir con ellos a la boda de Marisol, que iba a celebrarse en un hotel de la capital porque su suegro había tirado la casa por la ventana. Sanchís insistió en que no le importaba quedarse solo en el cuartel, de guardia, así que todos los demás fueron a la boda, los hombres de uniforme, para ahorrar, las mujeres más elegantes que nunca. Y aquella madrugada, mientras todos bailaban y brindaban por los recién casados, un coche que después nadie lograría identificar, porque sólo lo vio un cortijero analfabeto, que no sospechó nada y tampoco habría sabido leer la matrícula si hubiera querido, llegó hasta Fuensanta de Martos de vacío y con las luces apagadas, para marcharse cargado con cuatro mujeres, Filo la Rubia, Fernanda la Pesetilla, que se llevó con ella a sus dos hijos, María Cabezalarga e Isabel Mariamandil, aquella especie de voluntaria monja de clausura por la que Curro había suspirado en vano durante tanto tiempo, y que quizás fuera la única chica del pueblo de quien jamás nos habríamos atrevido a esperar algo parecido. La boda fue un éxito, la fuga también, porque los Mariamandiles, como otros parientes ricos de don Justino, se quedaron a dormir en Jaén, en el mismo hotel donde se celebró el banquete, y no echaron de menos a su hija hasta el lunes, día 28.

Por la mañana temprano, la muchacha que ayudaba a Isabel a cuidar de su abuela, fue a verlos para avisar de que no había podido entrar en la casa. Se había encontrado la puerta cerrada con llave y a la anciana en camisón, aporreando la ventana con los nudillos mientras lloraba como una Magdalena. Doña Felisa, más asustada por su hija que por su suegra, fue corriendo pero no encontró ni rastro de Isabel, sólo la casa recogida, varias fuentes con comida sobre la mesa de la cocina y una nota escrita a mano que decía, papá, mamá, me voy, no me busquéis, siempre habéis sido muy buenos conmigo pero tengo que vivir mi propia vida, vuestra hija que os quiere, Isabel.

Other books

Early Warning by Michael Walsh
Five Women by Robert Musil
Supreme Justice by Phillip Margolin
lost boy lost girl by Peter Straub
Extinction Age by Nicholas Sansbury Smith
Citizens Creek by Lalita Tademy
Better Read Than Dead by Victoria Laurie