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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (33 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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No quiso decirme nada delante de su nieta, y la mandó a la casa grande, a por un poco de pan y de chocolate para que pudiera invitarme a merendar, como la había invitado yo a ella el día anterior. Cuando Elena nos dejó solos, me contó el viaje a su manera, sonriendo al principio, muy animosa mientras me explicaba que ella ya había criado a sus hijas y que lo había hecho muy a gusto, pero que no estaba dispuesta a irse a Oviedo a criar a sus nietos, a vivir en casa de su yerno, a su costa, como si la hubieran recogido de caridad, para hacerles de niñera mientras ellos se dedicaban a pintar la mona. Lo que a Elena le había impresionado tanto, las tiendas, los teatros, la elegancia de la gente, sólo la afectaban por el impacto que habían causado en la niña, pero también se había dado cuenta a tiempo de que los vestidos, los lazos, los sombreros nuevos con los que volvía cada vez que su tía la sacaba de paseo, formaban parte de una estrategia diseñada para convencerla de que nunca volviera a Fuensanta, a su casa. Entretanto, su alegría se había ido apagando poco a poco, hasta desaparecer del todo en mitad de una frase cualquiera que ya no quiso terminar. No me apetece hablar de eso, ¿sabes?, porque he tenido unas discusiones muy desagradables con mi hija, con mi yerno, que ahora me sale con que soy un problema para él, nada menos, que dice que viviendo aquí no hago más que perjudicarle en su carrera, y… No sé, ni siquiera estoy segura de haberme portado bien. Yo sí estaba seguro de que se había portado bien, y se lo dije, y que me alegraba mucho de que hubiera vuelto, porque la había echado muchísimo de menos. Ya, ya, ella me dedicó una mirada zalamera con el rabillo del ojo, será por los libros. Qué va, contesté, si los libros los he seguido cogiendo…

Cuando terminó noviembre y doña Elena no volvió, cuando empezó diciembre y el Portugués me dijo que en el cortijo no tenían noticias de ella, me arriesgué a subir a la casilla otra vez, y no me pasó nada más grave que descubrir, al dejar en su lugar
Miguel Strogoff
, que estaba liquidando a Julio Verne. Ya sólo podía escoger entre el capitán Hatteras y un excéntrico apasionado por el juego de la Oca, entre el Polo Norte y los Estados Unidos de América, entre la identidad anónima de un millonario que quería situar a Inglaterra a la cabeza de la exploración del Ártico, y la anónima identidad de un millonario dispuesto a dejar en herencia toda su fortuna al ganador de una partida de su juego favorito. Me incliné por este último porque pensé que aquel año, en mi pueblo, hacía demasiado frío como para navegar entre icebergs, pero todavía tuve tiempo de subir otra vez por la cuesta de atrás para coger los dos tomos que me faltaban, y estaba a punto de terminar el primero cuando volví a ver a doña Elena.

—¿Y las clases de francés? —le pregunté cuando nos acabamos el pan, el chocolate—. Podríamos aprovechar las vacaciones de Navidad para empezar.

—Si quieres… —aceptó mi proposición con una sonrisa, y se volvió hacia su nieta—. Habrá que consultarlo con Mariquita Pérez, que acaba de enterarse de que para llegar a ser toda una señorita tiene que aprender a hablar en francés.

—¡Abuela! —y antes de decirlo, ya se había puesto colorada—. Primero, no lo cuentes así porque no es verdad. Quiero aprender francés, sí, pero… Bueno, porque quiero. Y segundo, no me llames Mariquita Pérez, que sabes que me molesta.

—Pues a mí me apetece mucho —intervine para apaciguar la discusión—. Quiero decir que… Me parece muy bien que estés en clase conmigo.

Ella me sonrió, y su sonrisa me acompañó durante todo el camino, hasta que se estrelló con el gesto de cólera que contrajo el rostro de mi padre cuando me vio aparecer por la puerta. Antes de que abriera la boca, ya me había dado cuenta de que nunca en mi vida le había visto tan furioso conmigo, pero repasé a toda prisa lo que había hecho aquel día, y el anterior, y el otro, miré a mi madre, que estaba planchando sin levantar los ojos de la mesa, y no fui capaz de presentir lo que estaba a punto de pasar, ni siquiera después de haber escuchado las opiniones del yerno de doña Elena.

—Tú eres un mico, ¿entendido? —y me señaló con el dedo como todo saludo—. Y los micos como tú, ni entran solos en los bares, ni invitan a nada a ninguna chica, ni tienen por qué llevar dinero en el bolsillo. Así que, cuando seas un hombre, te portas como un hombre, pero mientras no lo seas, que no me vuelva a enterar yo de que se repite lo de ayer.

—Pero… —y ni siquiera después de aquella declaración entendí el motivo de su enfado—. Pero si yo no hice nada malo. No era un bar, era la churrería, y no sé lo que te habrá dicho Sanchís, pero te prometo…

—¿Sanchís? —aquel nombre pareció desconcertarle tanto como me desconcertó a mí su pregunta—. Sanchís no me ha dicho una palabra, pero María se lo ha contado a todo el mundo. Está muerta de risa, el hijo del guardia civil invitando a merendar a la nieta de una roja, pero a mí no me ha hecho ni puta gracia, ¿te enteras?

—No es la nieta… —pero sí lo era—. Es sólo una niña, como otra cualquiera.

—¡No! Como otra cualquiera, no. Tú vas al cortijo de las Rubias para dar clase, única y exclusivamente para eso. Que no me entere yo de que haces nada más. ¿Está claro?

No, no está claro, me contesté a mí mismo, porque yo jamás había sospechado que pudiera llegar a vivir una escena como aquella, porque ni siquiera se me había ocurrido que lo que estaba haciendo estuviera prohibido, porque no comprendía, y por tanto no podía aceptar, que no pudiera sentarme con quien yo quisiera en un banco de piedra a comer churros, una tarde de domingo, por eso nunca estaría claro.

Mi padre me miraba, yo le miraba a él, y el suelo no temblaba debajo de mis pies, pero sentía que el mundo entero estaba a punto de derrumbarse, que iba a venirse abajo de un momento a otro, igual que el portal de Belén del Ayuntamiento, mientras seguía pensando, construyendo frases que no me atrevía a pronunciar en voz alta.

No puede estar claro, padre, porque no tiene sentido, porque es estúpido decirlo, estúpido pensarlo, porque no lo puedes evitar, nadie puede evitarlo a no ser que los matéis a todos, a todos sus hijos, a todos sus nietos, a tus hermanos, y a tus primos, y a tus sobrinos, y a los de madre. Eso tendríais que hacer, matar a tanta gente que sus cadáveres lo cubrieran todo, lo pudrieran todo, y en España no se pudiera respirar, nadie podría volver a andar por las calles ni a cultivar los campos, y cuando las aguas de los ríos tiñeran el mar de rojo, y sólo entonces, por fin estaría claro, pero de momento aquí estamos todos, ellos y nosotros, de momento, aquí vivimos todos, ellos y nosotros, aquí vives tú y aquí vivo yo, que ya no sé de quién soy, pero sé que haré lo que me parezca, lo que yo crea que tengo que hacer, porque Elena no tiene la culpa de nada, porque yo no tengo la culpa de nada y bastante he hecho cargando con la tuya, con haber renunciado a mirarte a los ojos y decirte que sé que eres un asesino, para que tú ahora conviertas una docena de churros en un delito.

—Bueno, Antonino —mi padre me miraba y yo le miraba a él, nos mirábamos el uno al otro como si estuviéramos a punto de batirnos en duelo, hasta que mi madre decidió que ya no podía más—. Tampoco es que el niño haya hecho…

—¡Que no me des consejos, Mercedes! —el segundo grito fue para mí—. ¡Que sí está claro!

Tú tienes la culpa, padre, tú, con esa idea absurda de convertirme en oficinista de la Diputación, en secretario del Ayuntamiento, todo es culpa tuya, yo no quería escribir a máquina, padre, yo no quería llegar más lejos, no quería que me llamaran don Antonino, pero tú te empeñaste, tú me obligaste, y ahora ya no tiene remedio.

—Sí, padre.

También fue culpa suya que le mintiera, porque no podía arriesgarme a que me castigara, aquel día no, al borde de las vacaciones no, y añadí que podía estar tranquilo, que nunca volvería a enterarse de nada parecido, y mi propio cinismo me congeló por dentro mientras sacaba mi libro escolar de la cartera para ponerlo encima de la mesa.

—Don Eusebio me ha dado las notas. He sacado sobresaliente en todo menos en francés, que me ha puesto un aprobado, porque como hemos empezado este año y yo creo que él no sabe enseñarlo bien…

Cuanto menos sepan, menos chismorrearán. Cuando escuché aquellas palabras, no les di mucha importancia, pero a partir de aquella noche, no las pude olvidar. Así empezó 1949, un año que parecía igual que todos los demás pero fue diferente desde antes de empezar. Porque antes de que el regreso de Elena trastocara por completo el orden de mi vida, el último mes de 1948 ya trajo consigo algunos acontecimientos asombrosos, en los que nadie alcanzó a ver, sin embargo, los primeros indicios de una mudanza definitiva. Los peones ordenados en el tablero, a la espera de una partida aplazada sin ninguna fecha, decidieron ponerse en movimiento por su cuenta, y aunque en la casa cuartel ninguna sorpresa provocó tanto gasto de saliva como el noviazgo de Sonsoles con Curro, que tuvo a mi madre y a sus amigas entretenidas durante meses, en el pueblo, el embarazo de Filo, soltera sin novio conocido, causó un revuelo mucho mayor.

Aunque mis amigos se partían de risa al verles salir de paseo, porque en Fuensanta de Martos no se había visto jamás una pareja tan remilgada, yo me alegré mucho por Media- mujer. La pobre Sonsoles, que estaba a punto de cumplir veintiséis años, dos más que el único hombre soltero al que podía aspirar, se merecía un poco de felicidad real, después de haberse emborrachado hasta las lágrimas de tanto amor iluso y mal escrito, esas paginillas de papel amarillento, casi transparente e impreso de cualquier manera, donde ninguna sonrisa fue nunca tan radiante como la que iluminó su rostro cuando bajó la cuesta del brazo de Curro para enterarse del resultado del sorteo de Navidad. Ella había ganado ya el premio gordo, y él, que debía de estar harto de que Isabel Mariamandil le rechazara una y otra vez con la misma sonrisa y ninguna palabra de esperanza entre los labios, parecía contento de haber tenido éxito al fin, aunque fuera a costa de que su novia amenazara a su madre con quedarse embarazada para casarse de todas formas si insistía en oponerse a sus proyectos.

Curro era el cuarto de seis hermanos, huérfanos todos de un cabo del Cuerpo, y aparte del sueldo, no tenía donde caerse muerto, pero Sonsoles ya había perdido demasiado tiempo, y desde que el noviazgo de Marisol la obligó a quedarse en casa, mirando la calle desde detrás de un visillo, estaba claro que, si no era él, no iba a ser ninguno. Yo, que la había visto cerrar los ojos tantas veces, mientras apretaba un libro contra su pecho como si estuviera a punto de explotar de la emoción, sabía que Mediamujer era cursi, pero no tonta, y sus alardes de determinación debieron resultar tan convincentes que su novio despidió el año aposentando sus ciento setenta y ocho centímetros de altura en una de las sillas de caoba del comedor de doña Concha, justo enfrente de Pedrito, el hijo de don Justino, quien, las cosas como son, reconocería después su común anfitriona y futura suegra, iba a heredar una fortuna, pero era mucho más bajo que el subordinado de su marido y, además, se iba a quedar calvo antes de cumplir cuarenta.

Cuando la Michelina se resignó a tirar en público la toalla del buen partido, Filo ya había vomitado dos de los cafés con leche que solía tomar en la taberna de Cuelloduro a media mañana, cuando su ruta de recogida la obligaba a atravesar el pueblo. Matilde la Piriñaca, que siempre estaba allí a esas horas, se limitó a fruncir el ceño la primera vez que la vio cruzar para salir a la calle a toda prisa, con la mano derecha en la garganta y el rostro sudoroso, tan pálido como si se hubiera quedado sin sangre, y no abrió la boca cuando volvió a entrar para pagarle a Cuelloduro el café que dejó casi intacto sobre el mostrador. Pero tres días después, la escena volvió a repetirse con tanta exactitud que ya no fue capaz de estar callada.

—Tú estás preñada, Rubia —contaron que le dijo, y que Filo se volvió a mirarla con tanta violencia como si pudiera deshacerla con los ojos.

—Métete la lengua en el culo, Piriñaca.

Luego pagó y se fue a toda prisa, pero todavía tuvo que escucharlo otra vez.

—Estás preñada, no hay más que verte —y después de afirmarlo con la rotundidad de una sentencia inapelable, se volvió hacia la concurrencia—. Yo no me equivoco nunca, ya lo sabéis. Esa está preñada, pero bien preñada, y si no, al tiempo.

Filo no volvió a la taberna de Cuelloduro en lo que quedaba de año, pero su ausencia sólo sirvió para disparar un rumor cuyos principales beneficiarios fueron los flamantes novios de la casa cuartel, todos esos sí, cielo, claro, mi amor, por supuesto, mi vida, yo también, y yo a ti más, que nadie se molestó en seguir parodiando. El empalagoso almíbar de las palabritas que Mediamujer derramaba sobre Curro como un bálsamo perfumado a la menor ocasión, y que a él, a juzgar por la cara de tonto que ponía al escucharlas, le complacían más de lo que le abochornaban, no podía competir con la rabiosa declaración de independencia que la hija pequeña de Catalina lanzó al aire el día de Reyes, cuando apareció en la taberna a media mañana, con sus dos hermanas como escuderas.

—¿Qué? —se acodó en el mostrador y los fue mirando a todos, uno por uno, antes de empezar—. Estoy preñada, sí, de cuatro meses y medio. ¿Pasa algo? No me da vergüenza. Es asunto mío y de nadie más. El padre no vive en este pueblo, no es el marido de ninguna de vosotras, ni os importa una mierda saber cómo se llama. ¿Está claro?

Nadie se atrevió a decir nada. Algunos se miraron en silencio, otros disimularon una sonrisita, pero la mayoría se limitó a abrir mucho los ojos, con los labios tan cerrados como si el pasmo se los hubiera cosido para siempre. Entonces, Paula sonrió de verdad, enseñando todos los dientes.

—Pues sí, parece que está claro —y se dio la vuelta para dar una palmada en el mostrador—. Tres cafés con leche, Antonio. Y pon una copa de sol y sombra, también.

—Eso —remató Chica, igual de sonriente—. Que tenemos que celebrarlo.

Aunque ellas insistieron en pagar, Cuelloduro no sólo no quiso cobrarles, sino que sacó de debajo del mostrador una caja que nadie había visto nunca. Estaba llena de unos polvorones muy ricos que su mujer hacía todos los años con almendras y chocolate, en Navidad, para repartirlos sólo entre su familia. Sin embargo, aquella mañana, él sacó tres, colocó cada uno en un plato y se los puso a las Rubias delante.

—A esto os invito yo —dijo en voz alta, con una sonrisa elocuente de que había calculado muy bien el asombro que su gesto iba a sembrar entre la clientela—. Y a lo demás también, qué coño, que no disfrutaba tanto desde que Cencerro atracó al alcalde de Alcaudete.

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