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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (47 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Podría haberle contado más cosas. Que mi padre era guardia civil, por ejemplo. Que cada vez que iba al pueblo me recordaba lo bien que estaba Paquito en el cuartel de Castillo de Locubín, total, a dos pasos, y ganando un sueldo mucho mejor que el mío, y Alfredo ya no digamos, porque había tenido la suerte de que lo mandaran a Ceuta, y allí cobraban todavía más, un dineral, y con todo más barato porque era puerto franco. Podría haberle contado que para él, para mi madre, yo era una precoz especie de fracasado, que ninguno de los dos sabía deletrear correctamente el nombre de la carrera que había escogido, ni explicarse para qué servía, ni por qué tenía que dejarme casi la mitad del sueldo en el alquiler de un cuarto diminuto en un piso compartido, en el Zaidín, cuando podría estar tan ricamente, con tres habitaciones para mí solo, en cualquier pueblo de la Sierra Sur, vestido de verde aceituna.

Podría haberle contado todo eso, pero no me convenía, y además, estaba disfrutando de su sonrojo, la marea turbia, caliente, que ya había colonizado sus orejas, su garganta, y empezaba a extenderse por su escote cuando se atrevió a hablar por fin.

—No lo estoy haciendo nada bien, ¿verdad?

—No —la miré y sonreí, pero escogí un acento suave, pacífico, para regañarla—. Lo estás haciendo muy mal.

—Ya… —volvió a apretar los párpados, a morderse el labio inferior, y terminó sacudiendo varias veces la cabeza, como si quisiera borrar todo lo que había dicho hasta entonces—. Lo siento.

—Eso ya lo has dicho antes.

—Sí —y por fin sonrió ella también—, ya lo sé, pero…

—Mira, vamos a hacer una cosa. Entramos en un bar, nos sentamos tranquilamente, nos tomamos una copa y empezamos otra vez, desde el principio, ¿de acuerdo? Yo invito. Hasta las ocho no tengo clase.

Mi flamante responsable política se dejó guiar como una corderita desorientada hasta la penumbra de un piano-bar, y allí todo le salió mejor.

—Necesitarás un nombre nuevo —me dijo al final—. ¿Cómo quieres que te llamemos?

—Carajita —contesté, y ella se echó a reír.

—¿Carajita? Eso no puede ser… Te hace falta un nombre normal, Juan, Pedro, Miguel…

—No —hice una pausa para que comprendiera que había vuelto a hablar en serio—. Mira, no es la primera vez que trabajo para el Partido, ¿sabes? Siempre me he llamado así y nunca he tenido problemas, ni siquiera en Jaén, donde a todo el mundo le conocen con otro nombre. Carajita era el mote de mi abuelo, pero mi padre nunca lo usó, para que no le relacionaran con un fusilado.

—Bueno —y volvió a ruborizarse, como si ella tuviera la culpa de que en su familia no hubieran fusilado a nadie después de la guerra—, pues Carajita, si te empeñas… Aunque la verdad es que…

Se echó a reír y se calló de pronto.

—La verdad es que ¿qué? —le pregunté, porque sabía de sobra lo que iba a decir y me apetecía escucharlo.

—No, nada, nada… Bastante he metido ya la pata contigo.

—Pues por eso —y me eché a reír—. Dímelo, mujer, total, por una más…

—Bueno, iba a decir que… No sé, pero me parece que ese nombre, aparte de raro, pues… El diminutivo no te favorece nada, la verdad.

—No creas —me levanté para ir a pagar y ella me siguió hasta la barra—. En mi pueblo somos así de chulos, ¿sabes? A mí siguen llamándome el Canijo —y la miré desde arriba—, porque era muy bajito de pequeño, así que cuando quieras probar… No tienes más que decirlo.

No tardó mucho en querer, ni en contarme que se llamaba Maribel. Tampoco en descubrir que mi padre era guardia civil, pero siguió queriendo. Yo también quería, y la quería. Nos casamos en 1964. Diez años después, en la cárcel, oí hablar de Camilo por primera vez.

Cuando yo caí, por un mínimo, desgraciado error de cálculo, ya era profesor en la Universidad, ganaba más que Paquito, Maribel me había pillado con otra, se había ido de casa, yo le había repetido un millón de veces que no, que no, que no y que de ninguna manera, me había dejado manejar como un muñeco, hasta que conseguí hacerla volver, estaba mucho más enamorado de ella que el día que nos casamos, y habíamos tenido un hijo. Había llegado, además, a ocupar un cargo importante en la dirección del Partido en Granada, en parte por mi propio y peculiar prestigio, en parte porque todos los secretarios de Organización que habíamos tenido antes, habían ido cayendo como moscas, uno detrás de otro. Faltaban pocos días para la Navidad de 1973, y desde hacía más de trece años, trabajaba en la clandestinidad sin haber tenido ni un solo tropiezo. Habían estado a punto de cogerme varias veces, pero siempre me había salvado un sexto sentido, una intuición inexplicable para todos los que no se hubieran criado en un pueblo como Fuensanta de Martos, en una época como la segunda mitad de los años cuarenta.

Yo había abandonado el monte, pero el monte nunca me había abandonado a mí. Su memoria seguía viviendo en mi cabeza y en mis tripas, me protegía, me amparaba, afilaba mis instintos, mis reflejos, congelaba mi sangre dentro de las venas y me recordaba siempre a tiempo el número y el nombre, los rostros y los hechos de los traidores. Era el monte quien me hacía agacharme para atarme un zapato cincuenta metros antes de llegar al lugar de una cita, el monte quien me convencía de que aquel tío barbudo, con pinta de estudiante progre y trenca azul, que estaba a la izquierda, miraba demasiado el reloj para no ser policía, el monte quien me susurraba que ni se me ocurriera darme la vuelta, que entrara en la primera tienda a preguntar el precio de cualquier cosa, que comprara algo barato y saliera despacio, con la bolsa bien visible en la mano y sin correr.

Después, cuando volvía a casa, tres o cuatro horas después de lo habitual, Maribel, tan despierta, tan desencajada y llorosa como había visto tantas veces a mi madre en la cocina de la casa cuartel, me contaba que habían detenido a mi contacto, que habían caído cinco o seis más, que era un milagro que no me hubieran cogido a mí. ¿Cómo lo haces?, me preguntaba mientras me desnudaba con dedos veloces, ansiosos, y yo la desnudaba a ella con la misma ansiedad mientras le contestaba que no lo sabía, un instante antes de que los dos dejáramos de hablar a la vez para embarcarnos en otro de los polvos furiosos, memorables, que brindábamos a la eficacia policial de la Brigada Político-Social.

Aquella tarde de diciembre de 1973, el monte también me avisó. Y sin embargo, y aunque nunca me había encontrado con una chapuza comparable a aquella reunión, cuando ya había cruzado la calle y avanzado unos metros, me di la vuelta, entré en aquella ratonera de portal, y subí hasta arriba, porque creí que todavía estaba a tiempo de desconvocarla. Santi era alumno mío, yo le había metido en el Partido y no quise dejarle solo aunque no hubiera cumplido ni una sola de las normas de seguridad que le había estado machacando obsesivamente desde hacía meses. No pretendía hacer nada más que eso, subir, llamar al timbre, decirles que renunciaran, que fueran bajando de uno en uno para salir en direcciones distintas, pero apenas tuve tiempo de decirlo. La Social nos había metido a un hombre dentro y fue él quien me esposó, joder, así que tú eres el Carajita, me dijo, anda que no teníamos ganas de verte la cara… Luego me advirtió que podía irme preparando, pero eso se lo podría haber ahorrado. Primero, porque llevaba muchos años preparado y porque, hasta cierto punto, aquella detención era un alivio para mí. Después, porque cuando sus superiores descubrieron que mi padre era cabo de la Guardia Civil, se limitaron a preguntarme si no me daba vergüenza, y no me tocaron un pelo ni siquiera al escuchar que no.

Cuando ingresé en la cárcel, mis camaradas todavía estaban sobrecogidos por la detención de Camilo, un militante legendario, todo un héroe de la clandestinidad, desconocido incluso para la mayoría de los dirigentes del interior, al que la policía había capturado unos meses antes que a mí. Dicen los de Carabanchel que el tío está hasta contento de haber caído, contaban, porque se sentía fatal por llevar tantos años salvándose siempre, y tenía miedo de que pensaran que era un traidor, un infiltrado, o algo parecido. Eso lo entendí muy bien, aunque no lo dije en voz alta. Tampoco sospeché que aquel hombre y yo pudiéramos tener algo más en común, porque nunca supe de dónde había salido la noticia que me dio un camarada en el patio, en la primavera de 1974.

—Oye, Nino, ¿tú eres de un pueblo de Jaén? —asentí con la cabeza—. Entonces debes ser tú, sí…

—¿Yo? —no le entendí—. ¿Yo, qué?

—Nada, que esta mañana he visto a mi abogado y me ha pedido que te diga que la semana pasada, un hombre que se llamaba Toribio no sé qué, amaneció asesinado en un olivar, a más de cien kilómetros de su casa. Por lo visto le habían ahorcado, pero no sé… ¿Eso significa algo para ti?

—Sí —asentí con la cabeza y sonreí, porque nadie llora nunca jamás por un traidor—. Le llamaban Carambita, y significa mucho para mí.

En el juicio me cayeron veinte años pero, a pesar de que tuve que celebrar la muerte de Franco en una celda, en total no cumplí más que dos y medio, porque en julio de 1976 me aplicaron la amnistía parcial por delitos políticos. En aquella época ya me había olvidado de Camilo, y una de las primeras noches de abril de 1977, cuando me senté delante de la televisión con Maribel, después de cenar, porque nos habían avisado de que en un programa de reportajes de la segunda cadena iban a emitir imágenes de la salida de los últimos de Carabanchel, me costó trabajo entender lo que veía.

Al principio, no quise reconocer a Paula la Rubia entre las señoras que esperaban de pie, tensas y concentradas, con un gesto serio, emocionado, muy diferente de los gritos, el júbilo de los jóvenes militantes que las habían acompañado hasta la puerta de la cárcel. Pero la cámara volvió a enfocarlas en planos sucesivos, más cortos, y la más alta era Paula, y hasta dos veces Paula, porque a su lado había una chica joven, que debía de ser su hija y era igual que ella, con la misma edad que tenía su madre cuando la conocí.

—No puede ser —murmuré, reconociendo también, sin haberle visto nunca, los rasgos del adolescente que la flanqueaba por el otro lado, y en ese instante, Maribel empezó a chillar.

—Mira, Simón… —era Simón, pero yo ni siquiera podía decir que sí—. ¡Es Simón! Y ese debe de ser Lobato, ¿no? ¡Nino!

Me dio un codazo y tampoco respondí, no logré reaccionar de ninguna manera. Ni siquiera la miraba, no podía mirarla, no podía hablar, ni moverme, apenas respirar, porque allí, ante la cámara, también estaba él, Pepe el Portugués, porque le estaba viendo en el televisor de mi casa, treinta años más tarde, un primer plano en blanco y negro donde cabían todos los colores del mundo, sus dientes blanquísimos, una paleta partida, quebrada todavía en diagonal como un cuchillo, y hebras blancas donde antes el sol las pintaba de amarillo, la piel pálida, arrugada, el brazo derecho en alto y el puño cerrado al fin, para que lo viera todo el mundo. Todo eso veía yo, y Fuensanta de Martos, el molino viejo, los olivos, el río, los cangrejos, las truchas, los libros de Julio Verne, un amor más fuerte que el amor, y a aquel niño que se había convertido en mí, aunque entonces no supiera qué clase de hombre llevaría algún día su nombre, sus apellidos. Todo eso pude ver, todo eso sentí mientras la voz impersonal del locutor hablaba de Camilo, de su larga trayectoria de luchador por la libertad.

—Nino, ¿qué te pasa? —en la pantalla ya no había más que anuncios de coches, de electrodomésticos, de detergentes, de colonias, pero ni así podía yo dejar de mirarla—. ¿Por qué lloras, Nino? Háblame, dime algo, por favor…

Aquella misma noche hablé con Pepe por teléfono por primera vez en mi vida. En la sede de Madrid me dijeron que estaba descansando, que sería imposible, que no estaban autorizados a darme su número, pero les dejé el mío y mi nombre, Nino, y me llamó enseguida.

—Estoy muy orgulloso de ti, Carajita —me dijo, y a punto estuve de echarme a llorar otra vez porque lo sabía todo, seguía sabiéndolo todo, después de tantos años.

Aquella noche, la emoción no me dejó dormir. Intenté explicarle a Maribel durante horas lo que aquel hombre había representado para mí y tuve la sensación de no haberlo conseguido, pero me dijo que quería ir conmigo a Madrid para conocerle, y creo que entonces, mientras nos escuchaba hablar de los vivos y de los muertos, lo entendió mejor.

En las primeras elecciones democráticas, José Moya Aguilera, alias Pepe el Portugués, alias Francisco Rojas, alias Juan Sánchez, alias Miguel Montero, alias Jorge Martínez, alias Camilo, ocupó el primer lugar de la lista que presentó el Partido Comunista de España por la provincia de Jaén, y en la que mi nombre ocupaba el último lugar.

Fue una manera de honrar la presencia de los vivos y la memoria de los muertos, una corona de laurel simbólica para el monte y para el llano, el definitivo final feliz que merecían los que se fueron, y aún más los que se quedaron.

Debió de ser, también, un grave error estratégico, porque ninguno de los dos llegamos nunca a ser diputados.

La historia de Nino

Nota de la autora

En la primavera de 2004, unos meses antes de empezar a escribir
El corazón helado
, hice un viaje en coche por el norte de Marruecos —el territorio del antiguo Protectorado español—, con mi marido, Luis García Montero, y un viejo, excelente amigo suyo, después también mío, Cristino Pérez Meléndez.

Cristino, catedrático de Psicología de la Universidad de Granada y enamorado de aquella zona, fue nuestro chófer y nuestro guía a lo largo de unos días memorables de los que yo sólo esperaba la emoción de conocer Asilah —o Arcila, como decían en mi casa—, una ciudad norteafricana, entonces también española, que tiene mucho que ver con mi propia historia.

En Asilah se crió mi abuela Francisca, a la que su madre, mi bisabuela Isabel García, llevó hasta allí cuando era una niña desde un pueblo de Málaga, Alhaurín el Grande, por motivos que nunca en mi vida he logrado averiguar, por más que lo haya intentado, y sin mi bisabuelo Rafael Martín, una brumosa ausencia de quien apenas conozco el nombre y una leyenda dudosa, susurrada con medias palabras y quizás por eso cierta, que sostiene que se ganaba la vida con el contrabando. Y mucho tiempo después, esta vez por el abrumador motivo de la guerra civil, en Asilah se crió también mi madre, Benita,
Moni
, Hernández, que abandonó a pie Madrid, la ciudad donde había nacido y a la que volvería años más tarde para no abandonarla durante el resto de su vida, con sus seis hermanos, su abuela Isabel, experta ya en esta clase de viajes, y su madre. Mi abuela Paca dejó a su marido preso en España con la intención de instalarse en Casablanca, en casa de su suegra, la formidable e imponente aventurera que fue mi bisabuela Benita Alonso de la Iglesia, todo un regalo de personaje para una bisnieta novelista. Cuando esta posibilidad se frustró —por razones que no conozco del todo, y aun así, apenas podría contar en otra novela que seguramente escribiré algún día—, Francisca cogió a su madre y a sus siete hijos, y se cruzó medio Marruecos, desde Casablanca hasta Asilah, para buscar refugio en casa de una amiga de su infancia.

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