—Escuchad, ¿creéis que podemos perder el tiempo de esta manera? —preguntó Scylla—. Deberíais llevar la espada a un lugar seguro.
—Sí —asintió Eliza—. Un lugar seguro. Eso es con mi padre. Me voy a casa. —Levantó la espada o al menos intentó levantarla. Parecía más pesada que nunca.
Scylla contempló a la muchacha, estudiándola, tal vez; intentando saber si hablaba en serio. Una mirada al rostro pálido, tenso y serio de Eliza no podía dejar la menor duda, como la mujer sin duda había podido comprobar.
—Mira, si estás decidida a hacerlo, mi transporte aéreo está ahí atrás, no muy lejos —indicó—. Os llevaré hasta allí. Será más rápido.
Eliza se sintió tentada. No creo que hubiera podido dar otros tres pasos con la espada, aunque lo habría intentado hasta caer desplomada sobre ella; y estaba desesperada por llegar junto a sus padres. Yo, por mi parte, estaba desesperado por llegar junto al Padre Saryon. Hice un gesto de asentimiento.
—Muy bien —concedió Eliza a regañadientes.
Scylla me dio una palmada aprobadora en la espalda, haciéndome dar dos o tres pasos ladera abajo. Tuve la impresión de que lo había hecho a propósito para demostrar su fuerza, para intimidarnos. Dio media vuelta y se alejó con pasos ligeros en dirección a la carretera, alumbrándose con la linterna.
Eliza y yo nos quedamos solos en la oscuridad, que empezaba a aclarar. Sorprendido, me di cuenta de que no faltaba mucho para el amanecer.
—Podríamos irnos, antes de que regrese —dijo la joven.
Sólo era un deseo, nada más. Sí, podíamos marcharnos; pero no lo haríamos. Estábamos muy cansados, la espada pesaba demasiado y, nuestro miedo y ansiedad eran demasiado grandes. No tuvimos que esperar mucho. El vehículo aéreo, una mancha oscura recortada en la noche, apareció enseguida.
El vehículo pasó por encima del muro, sobre los árboles situados junto a la carretera, y se deslizó silencioso como un susurro hacia nosotros. Cuando estuvo cerca, se posó en el suelo.
—Subid —dijo, girándose para abrir la portezuela posterior.
Así lo hicimos, llevando con nosotros la Espada Arcana. Instalada en el asiento trasero, Eliza colocó el arma sobre las rodillas de ambos y la sujetó con fuerza, para impedir que cayera al suelo. Me sentí incómodo, sujetando la espada; su contacto resultaba inquietante, aterrador, como si fuera una sanguijuela pegada a mi piel que me chupaba la sangre. Tenía la sensación de que estaba absorbiendo algo de mi interior, algo que hasta ahora no era consciente de poseer y, por lo tanto, estaba ansioso por deshacerme de ella, pero no podía hacerlo sin perder la confianza y el respeto de Eliza. Si ella podía soportar el contacto con este íncubo, también yo podía hacerlo.
Scylla hizo que el vehículo iniciara una pronunciada escalada y se lanzara colina arriba veloz y ligero como el viento. Eliza tenía la vista fija en la ventana delantera, esforzándose en divisar su casa.
Tan pronto como llegamos al jardín, avistamos el edificio. La mujer apagó los motores y nos quedamos flotando sin hacer ruido sobre el muro del jardín, cerca del lugar donde yo había caído cuando intentaba trepar por él.
No sé qué era lo que había esperado; cualquier cosa, desde ver el edificio rodeado por Tecnomantes hasta contemplar cómo las llamas surgían del tejado. Lo que desde luego no había esperado era encontrar la vivienda oscura y silenciosa y en apariencia tan tranquila, como cuando la había abandonado.
El vehículo aéreo se adelantó despacio, flotando sobre las flores blancas con sus pesadas e inclinadas cabezuelas. Nos detuvimos no muy lejos de la puerta trasera.
—¡No hay absolutamente nadie! —exclamó Eliza, apretando mi mano presa de excitación—. ¡No han venido! ¡O a lo mejor los hemos adelantado! ¡Abre la puerta, Reuven!
Mi mano se posó sobre el pulsador.
—Han estado aquí —dijo Scylla—. Han estado y se han ido. Todo ha terminado.
—¡Te equivocas! —gritó la joven—. ¿Cómo lo sabes? No puedes saberlo... ¡Reuven, abre esa puerta!
Estaba fuera de sí. Oprimí el botón; la puerta se abrió a un lado, y Eliza entró. Se volvió para recuperar la Espada Arcana, que todavía sujetaba yo.
—Deberías dejar la espada en el coche —le aconsejó la mujer, saliendo del vehículo—. Estará más segura aquí. La necesitaréis más adelante... para negociar.
—Negociar... —Eliza repitió la palabra, y se humedeció los resecos labios con la lengua.
Me deslicé hasta el otro extremo del asiento, saliendo de debajo de la espada, e incluso en medio de mi inquietud y temor me sentí aliviado al quedar libre de su repugnante contacto. Eliza miró a Scylla con desconfianza, e hizo ademán de agarrar el arma por la empuñadura.
—¡Si la dejo, la cogerás! —exclamó, forcejeando para levantar la Espada Arcana.
—Puedo cogerla cuando quiera —repuso Scylla haciendo un gesto de indiferencia. Con las manos en las caderas, nos sonrió y su sonrisa pareció amenazadora—, no creo que vosotros dos pudierais impedírmelo.
Eliza y yo intercambiamos una mirada y de mala gana reconocimos que tenía razón; ninguno de nosotros estaba en condiciones de luchar contra esa mujer, aunque no había visto que llevara ninguna arma ni encima ni en el vehículo.
—Pero no la cogeré —continuó Scylla, y cerró de un portazo la puerta de su lado. Ante mi asombro, me tiró las llaves.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Eliza.
—Bueno, eso es un poco más difícil de explicar —replicó la mujer.
Dando media vuelta, atravesó el jardín, dejándonos con las llaves del vehículo volador. Podíamos hacer lo que quisiéramos con la Espada Arcana.
Saqué mi agenda, y escribí:
«¡Los Tecnomantes podrían estar esperándonos en el interior! Deja aquí la espada».
—¿Confías en ella? —inquirió Eliza, angustiada.
—Tal vez —contesté con evasivas—. Lo que dijo tiene sentido. Podría habernos quitado la espada cuando nos encontró en la carretera. Habría sido como quitarle un caramelo a unos niños.
—Espero que no te equivoques —repuso la joven. Cerró la puerta y dio la vuelta a la llave. La Espada Arcana, envuelta en la tela, se quedó en el asiento trasero.
Me alegré de librarme de ella. Me sentí más fuerte, mi agotamiento se desvaneció. Me sentía más animado. También Eliza parecía aliviada por no llevar consigo aquella carga. Corrimos tras Scylla y la alcanzamos justo cuando entraba por la puerta por la que yo había salido.
El corredor estaba oscuro y silencioso. Quizá se trataba de mi sobreexcitada imaginación, pero el silencio me pareció escalofriante; no era el venturoso silencio de una casa dormida. Era el silencio de una casa desierta. Un vestigio de humo flotaba en el ambiente. Llegamos a mi dormitorio; la puerta estaba parcialmente abierta y yo estaba seguro de que la había cerrado al salir.
Entré, miré al interior y me quedé inmóvil, paralizado. La cama estaba desgarrada por lo que parecían zarpas gigantescas. Largas cuchilladas se hundían en ella hasta llegar al colchón. Montones de plumas yacían por el suelo. Habían destrozado mi mochila, y las ropas desparramadas por toda la habitación; mis otras posesiones: el equipo de afeitar, el peine, el cepillo..., estaban tiradas por todas partes.
—¿Lo veis? —dijo Scylla—. Buscaban la Espada Arcana.
La desesperación me quitó el aliento. Corrí a la habitación de Saryon, mientras Eliza se quedaba aturdida en el pasillo, contemplando aquella destrucción con incredulidad.
La puerta del dormitorio de mi señor estaba abierta de par en par. También habían destrozado su cama, y sus objetos personales pisoteados y arrojados por doquier. Él no estaba allí, aunque ignoraba si eso era una buena o mala señal.
Con un grito salvaje e incoherente, Eliza echó a correr pasillo abajo, en dirección a la vivienda principal. La seguí, bombeando adrenalina, instando a mis cansadas piernas a realizar un nuevo esfuerzo.
Scylla, moviendo la cabeza apenada, nos siguió más despacio.
Llegamos a la puerta que conducía a la habitación de descanso, y Eliza profirió un gemido, como si la hubieran golpeado, y su cuerpo se dobló; por suerte yo estaba allí para sostenerla, aunque apenas si podía mantenerme en pie. Me sentí horrorizado.
La luz del alba se filtraba por la ventana, se filtraba por entre una débil cortina de humo que se disipaba veloz. Al recordar la explosión, mi primera idea fue que había estallado una bomba. El suelo estaba cubierto de restos destrozados y humeantes de mobiliario; las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas; los cristales estaban agrietados y rotos. Más allá de la zona de descanso, en la cocina, la mesa estaba volcada y las sillas hechas pedazos.
—¡Padre! ¡Madre!
Tosiendo a causa del humo, me empujó a un lado y se dirigió a la puerta de enfrente, que conducía a las habitaciones de sus padres.
Una figura cubierta con una túnica negra, adquirió forma y solidez en el humo. Eliza se detuvo, horrorizada y aterrada.
—No los encontrarás —dijo el hombre—. Se han ido.
—¿Qué has hecho con ellos? —gritó ella.
El hombre se apartó la capucha del rostro y reconocí a Mosiah.
—Yo no los he cogido —repuso, cruzando las manos ante él—. Intenté detener a los Tecnomantes, pero eran demasiados. —Se volvió para mirarme—. También se llevaron al Padre Saryon, Reuven. Lo siento.
No pude articular una sola palabra. Mis manos colgaban inertes a los costados. En el suelo, cerca del dobladillo de la negra túnica de Mosiah, se veía una mancha de sangre, y temí que Eliza la viera. Acercándome al Ejecutor, empujé una silla rota hasta colocarla sobre la mancha. No obstante, o era ya demasiado tarde o ella adivinó mi pensamiento.
—¿Están bien? —preguntó, enfrentándose a Mosiah—. ¿Están heridos?
El otro vaciló, antes de responder a regañadientes.
—Tu padre resultó herido.
—¿Muy... muy malherido? —titubeó la joven.
—Eso me temo. Pero el Padre Saryon está con él. No creo que tu madre resultara herida.
—¿No crees? ¿No lo sabes? —gritó Eliza. Su voz se quebró; volvió a toser. El humo se pegaba a nuestras gargantas, hacía aflorar lágrimas a nuestros ojos. Los dos tosíamos, pero no así Mosiah.
—No, no estoy seguro de lo que le sucedió a tu madre —respondió él—. Todo resultó muy confuso. Al menos no encontraron lo que buscaban. No encontraron la Espada Arcana. Hiciste bien al llevártela contigo. —La mirada de Mosiah pasó de Eliza a mí; sus ojos se estrecharon y su voz se suavizó—. ¿Dónde está?
—A salvo —respondió Scylla, surgiendo de las sombras del corredor.
—¿Quién demonios eres tú? —Mosiah volvió la cabeza con brusquedad.
—Scylla —respondió, como si eso fuera todo lo que cualquiera necesitara saber. Entró en la estancia y echó una ojeada; de nuevo volvió a sacar su carné.
Mosiah lo examinó con atención, y su frente se arrugó.
—No he oído hablar de esta organización. ¿Eres de la CIA?
—Si lo fuera, no podría decírtelo ahora, ¿verdad? —respondió ella, guardando el carné—. Creía que vosotros, los
Duuk-tsarith
, protegíais a Joram. ¿Qué ha sucedido? ¿Os habéis tomado la noche libre?
Mosiah se enfureció; sus labios se crisparon.
—No esperábamos que atacaran a Joram. ¿Por qué iban a hacerlo, cuando era probable que obtuvieran lo que querían?
—Pero ellos sabían que no sería así —repuso Scylla—. Kevon Smythe estuvo de visita aquí en una ocasión. Se sentó en esa misma silla, o lo que queda de ella. ¿No te da eso una idea?
—¡Un aparato de escucha! Claro. —La expresión de Mosiah era sombría—. Deberíamos haber previsto esa posibilidad. Entonces sabían que Joram se había negado a entregar la espada. —Contempló a la mujer con suspicacia—. Sabes muchas cosas sobre los D'karn-darah.
—También sé muchas cosas sobre vosotros —replicó ella—, y eso no me convierte en
Duuk-tsarith
.
—¿Perteneces al gobierno?
—En cierto modo. Pongamos las cartas sobre la mesa. No puedo hablar sobre mi trabajo al igual que tú no puedes hablar sobre el tuyo. No confías en mí. Lo acepto. Me esforzaré en corregir tu error. Yo confío en ti, pero claro, yo he leído tu ficha. —Le miró con mayor interés—. Eres más apuesto de lo que apareces en la foto de tu ficha. ¿Qué ha sucedido aquí?
Mosiah pareció algo sorprendido por aquella forma tan directa de abordarlo, aunque me di cuenta de que le disgustaba la referencia a su ficha personal.
—El general Boris te envió —dijo.
—Conozco al general. Es un buen hombre —sonrió Scylla—. ¿Qué ha sucedido?
—Todo ocurrió en un instante, demasiado rápido para que pudiera pedir ayuda. —La voz del Ejecutor era fría, puede que para no dar la sensación de que estaba a la defensiva—. Me encontraba solo, montando guardia invisible, permaneciendo oculto en los Corredores, como teníamos por costumbre, para no molestar a Joram y a su familia.
—¿Y dónde estaban los demás
Duuk-tsarith
? —inquirió la mujer—. Quizá te dejaran solo montando guardia, pero no estabas solo en El Manantial.
El rostro de Mosiah se ensombreció. No respondió, pero yo conocía la respuesta a la pregunta tan bien como la conocía Eliza, aunque ella empezaba ahora a comprender poco a poco. Los otros
Duuk-tsarith
estaban buscando la Espada Arcana. Ellos sabían tan bien como los Tecnomantes que Joram se había negado a entregarla. Pensé en todas aquellas temibles fuerzas, con sus aterradores poderes, mundanos y arcanos, buscando la espada, y en Eliza y en mí que, en nuestra inocencia, nos habíamos ido con ella, arrebatándosela ante sus propias narices. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Había imaginado que podríamos correr peligro, pero no había comprendido la magnitud de ese peligro. Ellos necesitaban a Joram y la Espada Arcana. Todos los demás éramos prescindibles.
—De modo que los otros
Duuk-tsarith
estaban enfrascados en su propia búsqueda del tesoro, y te dejaron solo para montar guardia. Qué les hizo pensar... ¡espera! Lo sé. —Scylla miró a Eliza—. La Espada Arcana había sido movida. Percibisteis su ausencia, aunque no podíais detectar su presencia. Muy bien. Estabas solo. Y luego llegaron los Tecnomantes.
—Sí, llegaron —respondió él lacónico—. No hay mucho que contar después de eso. —Hablaba a Eliza, dejando de lado intencionadamente a Scylla, lo que parecía proporcionar a ésta un cierto regocijo—. Nunca creí que diría esto, pero hemos de dar las gracias a ese idiota de Simkin, porque fue él quien nos advirtió.