Ella sabía adónde iba; yo no. Ella estaba acostumbrada a trepar y andar por estas empinadas colinas; yo no. Tampoco la podía llamar a gritos, aunque no lo habría hecho de haber podido. Lo último que deseaba era llamar la atención sobre ella y sobre lo que transportaba, pues esperaba poder persuadirla de regresar a casa antes de que sucediera nada malo. Pero tenía que alcanzarla.
A la larga tardaría más, me dije, si me dedicaba a correr a ciegas colina abajo. Tenía que haber un sendero; ella no podría moverse con tanta rapidez si no fuera así. Dediqué un tiempo a buscar con las rodillas entumecidas y las palmas de las manos ardiendo, pero mi paciencia se vio recompensada. No muy lejos del lugar en el que había caído descubrí un tosco sendero, medio abierto por la naturaleza, medio abierto por el hombre, que discurría por la ladera. Era un sendero viejo; los pies de innumerables catalistas lo habían pisado antes que yo. El camino estaba formado por profundas hendiduras en la pendiente, reforzadas aquí y allá por enormes rocas incrustadas o raíces dejadas al descubierto.
Las piedras brillaban blancas bajo la luz de las estrellas; las raíces de los árboles, desgastadas por el paso de muchos pies, eran resbaladizas y brillantes. Descendí por allí, preguntándome mientras lo hacía adónde conduciría.
El descenso era empinado, y a pesar de la ayuda de las rocas y de otros asideros para los pies y las manos, mi marcha era difícil y lenta. Ya no oía las pisadas de Eliza y comprendí que debía llevarme mucha ventaja; había sido una estupidez tomar esta ruta. Si resbalaba y caía, me rompería una pierna o un tobillo, y me vería obligado a permanecer en este lugar toda la noche sin la esperanza de ser rescatado.
¡Si pudiera avanzar más deprisa! Mentalmente contemplé a los catalistas que habían creado este sendero y lo recorrían diariamente, descendiendo por él con la velocidad de las cabras...
Me vi descendiendo entre saltos, si no como una cabra, al menos veloz y sin problemas. Con los bajos de la túnica marrón doblados hacia arriba y sujetos a la cintura, las sandalias chasqueando contra el suelo, una bolsa de pergaminos colgada al hombro, me deslizaba por el sendero bajo la brillante luz del sol de una magnífica mañana. Todos los catalistas jóvenes, y de vez en cuando alguno de los ancianos, tomaban esta ruta cuando llegaban tarde a las clases, pues este sendero conducía directamente a la Universidad.
La visión resultaba fantasmagórica y sorprendente, igual que la otra visión que había tenido antes... de mí mismo con túnica marrón, de Eliza mi reina... Desde luego, como autor literario, estaba acostumbrado a vivir en mi imaginación, y mis fantasías y sueños me parecían muy reales. Pero no tan reales como esto. Una vez más, alcé una cortina para mirar por una ventana y me vi a mí mismo en el otro lado, mirando al interior.
Pero ¿podía usar esto en mi beneficio? ¿Me atrevería a hacerlo?
Me sentía mareado por el cansancio y la falta de aire a aquella altitud. Además estaba desesperado, temía por la seguridad de la muchacha. De lo contrario no creo que pudiera haber hecho lo que hice. Me liberé de esta vida y me entregué a la otra, si es que era eso realmente lo que sucedió; me convertí en un catalista que llegaba tarde a clase, y que tendría problemas con su maestro si se retrasaba, y me lancé ladera abajo.
Mis pies sabían dónde estaban las piedras y mis manos dónde agarrarse. Yo sabía dónde podía resbalar sin problemas y en una ocasión incluso salté de una repisa a otra. Era una locura, era estimulante. Si me detenía a pensar en lo que hacía, me quedaría paralizado e incapaz de dar otro paso.
Cuando por fin llegué abajo, tomé aliento y levanté la mirada para contemplar el lugar por el que había bajado y el catalista que había sido, desapareció. Me di cuenta de lo que había hecho y se me hizo un nudo en el estómago. Desvié la mirada rápidamente y empecé a buscar a Eliza. Tuve una última imagen del catalista corriendo en dirección opuesta a la que yo tomaba y una parte de mí lamentó dejarlo marchar.
Había llegado a un camino ancho y llano de losas de piedra. Sin duda era el camino principal, que descendía desde El Manantial a las estribaciones y de allí a la largo tiempo abandonada ciudad situada a sus pies, una ciudad cuya única razón para existir había sido sustentar El Manantial y la Universidad. Esta carretera debía de haber estado repleta de carretas sin ruedas que flotaban mediante la magia y de los exóticos y extravagantes carruajes de la nobleza que venía a presentar sus respetos o a solicitar favores o a visitar a hijos e hijas que estudiaban en la Universidad.
Contemplé con atención el serpenteante tramo de carretera que relucía como una cinta blanca en la noche, y tras unos instantes distinguí una sombra oscura que caminaba por ella, manteniéndose junto a la montaña, pero sin ninguna otra precaución. La joven no estaba demasiado lejos y se movía despacio. Imaginé que su carga debía pesar más de lo que había creído cuando empezó; también me alegró comprobar que seguía sola, sin contar a Teddy, claro.
Corrí tras ella, con paso relativamente tranquilo ahora; Eliza oyó mis pisadas, cuando me acerqué, y realizó un poco entusiasta intento de aumentar la rapidez de sus pasos, pero no por mucho tiempo. Al comprender la inutilidad de su esfuerzo, se detuvo y se volvió para mirarme. La extrema palidez de su rostro daba un aspecto fantasmal a su rostro bajo la luz de las estrellas; sus negros ojos bajo las gruesas cejas relucían furiosos y desafiantes. Pero también vi que estaba cansada, y puede que un poco asustada, y que había algo en su interior que se alegraba de no estar sola.
Sujeté su brazo, oculto bajo la capa, y empecé a arrastrarla bajo las sombras de los árboles que bordeaban la carretera.
—¿Qué haces? —preguntó, soltándose.
Señalé a las sombras, luego a la reluciente y blanca carretera, y sacudí la cabeza.
—Intenta decirte que destacamos como un lunar en el trasero de la condesa D'Arymple, que por cierto poseía un trasero muy blanco y suave —añadió Teddy servicial.
—No veo qué puede importar eso —repuso ella irritada. Sujetaba al oso bajo un brazo y el pesado fardo torpemente bajo el otro—. De todos modos, no hay nadie que pueda vernos.
—De tu boca al oído de Almin —dijo Teddy, que era, más o menos, exactamente lo que yo pensaba.
Volví a coger a la joven del brazo y esta vez ella dejó que la apartara del brillante sendero y la condujera bajo las sombras de los árboles. Siguió sujetando el fardo, y yo no intenté quitárselo.
Una vez bajo las profundas sombras, soltó el paquete sobre un montón de hojas del suelo; luego se dejó caer sobre un muro bajo y semiderruido, contempló el fardo a sus pies, y suspiró.
—No sabía que pesaría tanto —dijo—. No parecía pesado al principio, cuando lo cogí. Pero ahora cada vez pesa más. Y resulta incómodo y difícil de transportar.
Saqué mi agenda electrónica del bolsillo de mi chaqueta; dando gracias a Almin por haberla puesto yo antes allí, pues tan precipitada había sido mi salida que no había pensado en cogerla, y escribí en ella lo siguiente:
«La Espada Arcana.»
—Sí —respondió Eliza, leyendo lo que había escrito.
«¿Qué haces con ella? ¿Adónde la llevas?», pregunté.
—A la base del ejército.
Me quedé tan atónito, que la contemplé fijamente y me olvidé de escribir.
—Mi padre está equivocado —siguió ella en voz baja y decidida, mirando a la espada que tenía a los pies—. No es culpa suya. —Le defendió con lealtad, lanzándome una mirada desafiante, como si yo le hubiera acusado—. ¡No lo conoces! Si le resulta difícil confiar en la gente, ¿puedes culparlo? Ha sido traicionado una y otra vez por aquellos en quienes confiaba.
No era tan sencillo como eso, pero la honré por defenderlo.
—Voy a llevar la espada a la base del ejército, para entregársela a la Patrulla de la Frontera y que se la lleven a la Tierra. Entonces la gente nos dejará tranquilos y nuestras vidas volverán a ser pacíficas. Y cuando la espada haya desaparecido, nadie volverá jamás a hacer daño a mi padre.
Vi brillar las lágrimas en los negros ojos que contemplaban con anhelo aquella vida, una vida que estaría vacía para ella, aislada y sola en este mundo desierto. Descubrí su generoso y noble espíritu en ese momento y la amé. No podía decírselo. No sería justo aprovecharme de ella; pero en silencio puse mi corazón y mi alma a su servicio, como sabía que en aquella otra vida el catalista había puesto su corazón y su alma al servicio de su reina.
«¿Cómo conoces la existencia de la base del ejército?», escribí.
—He estado allí —dijo, sonriendo ante mi sorpresa—. Simkin me la enseñó. Fue idea suya llevar la espada allí esta noche.
Abrazó al oso, acariciándole la cabeza.
—Nadie de la base me vio —afirmó—. Me aseguré de ello. Simkin usaba su magia para mantenerme invisible. Me sentaba en cajones de embalaje y observaba las idas y venidas de la gente, y escuchaba sus conversaciones. Podía estar así horas, mientras mamá y papá pensaban que estaba en la biblioteca estudiando. —Rió con picardía—. Contemplaba el despegue de las naves espaciales, arrojando fuego y rugiendo como el trueno. Simkin decía que viajaban hacia la Tierra, y yo me imaginaba cómo sería estar en una. Ayer, cuando tú y el Padre Saryon llegasteis, pensé...
Suspiró, y su sonrisa se apagó. Enterró su sueño con decisión.
—Me equivoqué —afirmó, y empezó a incorporarse.
La detuve. Tenía muchas preguntas que hacerle, la mayoría referentes a Simkin. Me parecía muy extraño, e incluso siniestro, que él le hubiera sugerido que entregara la Espada Arcana. Pero aquellas preguntas podían esperar.
«La base del ejército está muy lejos de aquí», escribí. «A muchos kilómetros. No podrías llegar esta noche, ni siquiera mañana, andando. Desde luego no transportando esa espada tan pesada.»
—No pensábamos andar todo el camino —repuso ella, evitando mi mirada—. No podemos usar las rutas mágicas por las que viajamos normalmente, debido a que la Espada Arcana destruye toda magia. Pero Simkin dijo que vosotros... mm... teníais un vehículo aéreo. Sólo íbamos a cogerlo prestado. Yo lo habría traído de vuelta. Sé cómo funcionan. Incluso monté en uno, aunque nadie sabía que yo estaba allí.
Vaya con la hija de Próspero. El espléndido y nuevo mundo era una antigualla para ella.
«Por favor regresa a casa», insistí. «Esta carga no es la tuya. Por eso te parece tan pesada. Es de tu padre y sólo él puede deshacerse de ella o decidir cargar con ella. Además, podrías correr peligro.»
—¿Qué? —Me miró fijamente, sorprendida e incrédula—. ¿Cómo? ¡No hay nadie aquí al otro lado de la Frontera excepto el Padre Saryon, mis padres y nosotros!
No me consideré capaz de ofrecer una explicación adecuada, de modo que volví a mecanografiar:
«Regresa. Habla con el Padre Saryon. Además», añadí, «tu madre nos dijo que, por la mañana, Joram habría reconsiderado su decisión. Reacciona así porque se siente herido y furioso. Cuando recapacite, hará lo que sea necesario. No deberías privarle de esa decisión».
—Tienes razón —repuso Eliza, tras reflexionar un instante—. Encontré la espada por pura casualidad. Una tarde echamos en falta a papá... fue el día siguiente al de la aparición de ese horrible Smythe. Mamá estaba preocupada y me envió a buscarlo. Lo registré todo y no encontré ni rastro de él. Cuando por fin lo hallé, ¿dónde crees que fue?
Hice un gesto negativo.
—En la capilla —contestó—. Me detuve en la puerta y allí estaba él. No rezaba, como yo creí al principio. Estaba sentado en las escaleras situadas bajo el altar y esto, la Espada Arcana, estaba sobre sus rodillas. La contemplaba como si la odiara y despreciara, pero al mismo tiempo como si la amara y se sintiera orgulloso de ella.
Eliza se estremeció y se envolvió mejor en la capa. Apreté un poco más mi cuerpo contra el de ella, para darle calor y también para darme calor a mí mismo. La imagen que dibujaban sus palabras no era agradable.
—La expresión de su rostro me asustó. Yo tenía miedo de decir nada, porque sabía que se enfurecería. Quería irme.
Sabía
que debía irme, pero no podía. Me escondí en un pequeño hueco cerca de la puerta y le vigilé. Permaneció allí sentado mucho, mucho tiempo, con la mirada fija en la espada. Y luego lanzó un sonoro suspiro y sacudió la cabeza. Envolvió el arma en esta tela y abrió una pequeña puerta oculta en el interior mismo del altar. Colocó la espada dentro, en el interior del altar, cerró la puerta y se fue. Esperé a que se fuera antes de atreverme a hacer un movimiento. Me sentía avergonzada. Sabía que había visto algo que no debería haber visto. Algo que era secreto y privado. Y ahora lo sabrá. —Dejó caer la cabeza sobre el pecho—. Descubrirá que le espiaba. Se sentirá muy desilusionado...
«Tal vez no», escribí. «Devolveremos la espada a su escondite y nunca sabrá que había desaparecido.»
—¿Estás seguro de que eso es lo correcto? —inquirió ella, preocupada—. ¿No sería eso mentir, en cierto modo?
«La verdad no servirá para nada», manifesté mediante el teclado, «y no hará más que herirle. Más adelante, cuando todo esto haya pasado, podrás confesarle lo que hiciste.»
Eso le gustó. Aceptó regresar a El Manantial conmigo, aunque se negó a dejar que llevara la espada.
—Es mi carga —replicó con una forzada sonrisa—. Al menos durante un rato.
A mí se me concedió el honor de transportar a Teddy. Intentando hacer caso omiso del guiño que el oso me dedicó cuando lo cogí, estaba a punto de preguntar a Eliza cuánto tiempo hacía que sabía que Teddy era Simkin o viceversa, cuando de improviso el oso dijo, en un tono bastante distinto, un tono serio y alarmado:
—No estamos solos.
—¿Qué? —inquirió Eliza, deteniéndose y mirando a su alrededor—. ¿Quién está ahí? ¿Es papá?
—¡No, no es papá! ¡Callaos! ¡No os mováis! ¡Ni siquiera respiréis! Demasiado tarde —gimió Teddy—. Nos han oído.
Un brillo plateado apareció en la noche. Dos figuras vestidas con ropas plateadas, y los rostros encapuchados y enmascarados subían por la carretera. Se encontraban a unos veinte pasos de nosotros y se acercaban rápidamente. Eliza abrió la boca, y yo le puse los dedos sobre los labios, para advertirle que se mantuviera en silencio. Permanecimos en las sombras, sin apenas atrevernos a respirar, tal y como Teddy nos había pedido. Las figuras siguieron andando y se detuvieron, justo frente a nosotros. Sus rostros sin cara giraron despacio hacia donde nos encontrábamos.