Joram se sintió furioso, tan furioso que la rabia no le permitió articular palabra y no consiguió hablar; de modo que mi señor pudo continuar.
—Sé que has hecho la espada, Joram... para protegerte a ti y a los que amas de la magia. Y es por esa razón que te aferras a ella. Y, sí, admito que quieren la Espada Arcana y sus secretos. El Patriarca Radisovik... ¿le recuerdas? Sabes que es un hombre bueno e inteligente. El Patriarca Radisovik recibió un mensaje que cree que procedía de Almin sobre la Espada Arcana y a cómo podía usarse para salvar a nuestro pueblo. Si llevas o no contigo la espada a la Tierra, es decisión tuya. Yo no intentaré influirte. Sólo me preocupa tu seguridad y la de tu familia. ¿Te importa tanto la Espada Arcana, hijo mío, que sacrificarías a tu familia por ella?
Joram se puso de pie, y tras soltar la mano de su esposa, se alejó de su apaciguador contacto.
—¿Cómo puedo confiar en ellos? ¿Qué he encontrado yo en esta gente en el pasado, Padre? Traición, engaño, asesinatos...
Su voz estaba llena de cólera.
—Honor, amor, compasión —replicó Saryon.
El rostro del otro se oscureció. No estaba acostumbrado a que le contradijeran. No sé qué habría añadido, pero entonces Gwendolyn intervino.
—Padre, decidnos qué planes tiene el rey Garald para nosotros —dijo.
Saryon así lo hizo. Contó que una nave estaba esperando en el puesto fronterizo. La nave los llevaría de regreso a la Tierra, donde se les había preparado alojamiento. Habló con pena de las cosas que deberían dejarse atrás, pero no había espacio suficiente en la nave para guardar muchos objetos personales.
—Sólo espacio suficiente para la Espada Arcana —masculló Joram, e hizo una mueca irónica.
—¡Al infierno con la Espada Arcana! —replicó mi señor, enojado, perdiendo la paciencia—. ¡Deshazte de ella! ¡No quiero verla! ¡No quiero saber nada de ella! ¡Déjala! ¡Entiérrala! No me importa lo que hagas con ella. ¡Eres tú, Joram! Tú y tu esposa y tu hija. Sois vosotros todo lo que me importa.
—¡A vos! —replicó él—. ¡Y por eso os enviaron a vos! ¡Para que hicierais esta súplica y de este modo! Para que nos hicierais huir aterrorizados. ¡Y cuando ya no estemos, entonces serán libres de venir y registrarlo todo y apoderarse de aquello por lo que saben que yo moriría antes que entregarlo!
—¡No puedes decirlo en serio, padre! —Eliza tomó entonces la palabra. Se puso de pie y le miró con fijeza—. ¿Y si ellos tienen razón? ¿Y si el poder de la Espada Arcana pudiera salvar vidas? ¡Millones de vidas! No tienes derecho a retenerla. ¡Debes entregársela a ellos!
—Hija —intervino Gwendolyn con severidad—, ¡cállate! ¡Tú no puedes comprenderlo!
—Comprendo que mi padre se muestra egoísta y obstinado —replicó ella—. ¡Y que nosotras no le importamos! ¡Ninguna de nosotras! ¡Sólo piensa en sí mismo!
Joram lanzó una mirada furibunda a Saryon.
—Habéis cumplido vuestra tarea, Padre. Habéis vuelto a mi hija contra mí. Sin duda, también esto formaba parte del plan. Puede irse con vos a la Tierra, si lo desea. No la detendré. Podéis quedaros a pasar la noche aquí, vos y vuestro cómplice. Pero os iréis por la mañana.
Dio media vuelta y se dispuso a abandonar la habitación.
—¡Padre! —suplicó Eliza, con el corazón desgarrado—. ¡Yo no quiero irme! Padre, no era mi intención... —Extendió las manos hacia él, pero él pasó junto a ella sin mirarla y desapareció en la oscuridad—. ¡Padre!
No regresó.
Con grito desgarrado, Eliza abandonó la estancia corriendo, para perderse en otra parte de la vivienda. Oí el sonido de sus pasos y luego, a lo lejos, un portazo.
Gwendolyn se quedó sola, encogida y pálida como una flor cortada.
Saryon empezó a balbucear una disculpa, aunque Almin sabía que no tenía nada por lo que disculparse.
—Son muy iguales —dijo ella, alzando los ojos para fijarlos en los de él—. Pedernal golpeando pedernal. Las chispas saltan. Pero se quieren... —Se llevó la mano a la boca y luego a los ojos; aspiró con fuerza con un estremecido suspiro—. Lo reconsiderará. Meditará sobre ello durante la noche. Su respuesta será distinta por la mañana. Hará lo que es correcto, Padre. Vos lo conocéis.
—Sí —repuso él con suavidad—, lo conozco.
Tal vez, pensé. Pero entretanto será una noche muy larga.
Gwendolyn besó a Saryon en la mejilla, y me deseó buenas noches. Incliné la cabeza en silencio, y ella nos dejó solos.
El fuego se había convertido en rescoldos. La habitación estaba oscura y empezaba a quedarse helada. Me asustó mi señor, que parecía muy enfermo. Sabía lo agotado que debía estar, pues había sido un día muy largo, y la desagradable y tensa escena de la noche lo había dejado exhausto y estremecido.
—Señor —le dije por señas, acercándome—, venid a la cama. No hay nada más que podamos hacer esta noche.
No se movió, no pareció ver el movimiento de mis manos. Sus ojos estaban fijos en los relucientes carbones, y por las palabras que decía para sí, compartí su visión. Contemplaba el fuego de la forja, la creación de la espada.
—Yo le di vida a la primera Espada Arcana —dijo—. Algo diabólico, que absorbía la luz del mundo y la convertía en oscuridad. Él tiene razón. Todavía busco redención.
Temblaba. Paseé la mirada por la habitación, descubrí una colcha de lana sobre un taburete cerca de la chimenea. Cuando fui a cogerla, un tenue centelleo naranja llamó mi atención, en una esquina entre la chimenea y la pared. Pensando que pudiera tratarse de una chispa que había encendido la madera, le di un manotazo, para apagarla.
En cuanto mi mano la tocó, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era suave y de plástico, aquello no pertenecía a este mundo. No debería estar aquí. Rememoré los relucientes objetos verdes de escucha que Mosiah había encontrado en nuestra casa; sólo que, ¿por qué brillaba éste con tonos naranja...?
—No hay un motivo —dijo una voz peluda, junto a mi codo—. Es sólo que a mí me gusta el color naranja.
Teddy estaba sentado en el taburete con el resplandor anaranjado del aparato de escucha reflejándose en los botones que le servían de ojos.
Podría haber preguntado cómo sabía Simkin lo que era aquel aparato, o incluso si en realidad sabía lo que era. Podría haber preguntado por qué había esperado a mostrárnoslo ahora, ahora que era demasiado tarde. Podría haber hecho preguntas, pero no las hice. Creo que temía la respuesta. Puede que eso fuera un error.
Y no le conté a Saryon que todo lo que habíamos dicho lo habían escuchado los Tecnomantes. Tal vez también esto fue un error, pero yo temía que no hiciera más que aumentar su aflicción. En tanto que si Gwen estaba en lo cierto —y sin duda ella conocía bien a Joram—, por la mañana éste habría reconsiderado su posición. Por la mañana, todos habríamos abandonado este lugar y los Tecnomantes no oirían más que silencio.
Recogí la colcha, la coloqué sobre los hombros de Saryon, y tras sacarlo de sus lúgubres ensoñaciones, lo convencí de que debía irse a la cama. Recorrimos juntos el oscuro corredor, con tan sólo la macilenta luz de las estrellas para guiarnos. Le dije que prepararía su té, pero dijo que no, que estaba demasiado cansado. Se iría directamente a la cama.
Cualquier duda que yo tuviera sobre ocultarle la presencia del aparato de escucha se desvaneció. No haría más que preocuparle inútilmente, cuando necesitaba reposar.
Y si esto fue un error, fue el primero de los muchos que cometí esa noche. Otro error más, y es posible que el mayor, fue que dejé de vigilar a «Teddy».
—Envolved la espada en esos trapos. Si alguien os detiene, decidle que lleváis un niño. Un niño muerto.
La Forja
Desperté, pensando que había oído un ruido, pero fui incapaz de identificarlo. Tumbado en la cama, mientras intentaba recordar qué había sido y sin hacer demasiados progresos, escuché el chirrido de las bisagras, de una puerta que se abría o se cerraba muy despacio, para no despertar a nadie.
Pensé que tal vez sería Saryon y que podría necesitarme, de modo que salté de la cama, me puse la camisa y los vaqueros, salí al pasillo y me dirigí a su dormitorio. Pero al acercar el oído a la puerta le oí roncar con suavidad. Quienquiera que estuviera levantado y dando vueltas en plena noche, no era mi señor.
«Joram», pensé, y si bien me había enojado su terquedad y su muestra de falta de respeto hacia Saryon, me apiadé de él. Se veía obligado a abandonar un hogar que amaba, una vida que se había creado para sí.
«Que Almin lo guíe», recé en silencio, y regresé a mi habitación.
Inquieto, sabiendo que no conseguiría volver a conciliar el sueño me dirigí a la ventana y aparté las cortinas para mirar a la noche.
Mi ventana daba a uno de los muchos jardines que rodeaban a El Manantial. No tengo ni idea del nombre de las flores que allí crecían; una especie de grandes flores blancas que se doblaban pesadamente sobre sus tallos y que daban la impresión, en mi imaginación, de tener las cabezas inclinadas en señal de pesar. Me estaba diciendo que aquello era una buena metáfora para un nuevo libro que planeaba en aquellos momentos, y estaba a punto de dar la vuelta para anotarlo, cuando vi que alguien entraba en el jardín.
«Eso era, Joram ha sacado sus preocupaciones al exterior», pensé. No me gustaba la idea de alterar su intimidad y tampoco la posibilidad de que me descubriera espiándolo por la ventana, de modo que estaba a punto de correr las cortinas cuando la figura salió a un corredor al descubierto, casi frente a mí, y descubrí que no era Joram.
Era una mujer, que llevaba una capa y una capucha y sostenía un bulto en los brazos.
«¡Eliza!», pensé. «¡Está huyendo de casa!»
Me quedé helado. Se me encogió el corazón. Permanecí inmóvil, clavado en el suelo presa de la terrible indecisión que a veces se apodera de nosotros en momentos de crisis. Tenía que hacer algo, pero ¿qué?
¿Ir corriendo a despertar a Saryon para que hablara con ella? Recordé su cansancio y el aspecto enfermizo que tenía y decidí no hacerlo.
¿Despertar a sus padres?
No. No traicionaría a Eliza. Iría yo mismo tras ella, intentaría convencerla de que debía quedarse.
Cogí la chaqueta, me la puse y salí como una exhalación al pasillo. No tenía más que una muy vaga idea de adónde me dirigía, pero después de pensarlo, creí recordar haber atravesado un jardín de camino hacia las dependencias exteriores. Encontré la puerta tras equivocarme una sola vez y salí a la noche. El chirrido de las bisagras, cuando salí, fue el mismo que había oído antes.
Era una noche luminosa y resultaba fácil ver a la oscura figura que avanzaba delante de mí. Se había movido con bastante rapidez la primera vez que la vi desde la ventana, y temí que hubiera cruzado el jardín y desaparecido al otro lado del muro antes de que yo pudiera alcanzarla. Lo cierto era que había llegado al muro, pero el fardo que transportaba le obligaba a ir más despacio. Acababa de depositar el bulto sobre el muro y con él otra cosa, cuya visión me provocó un nuevo escalofrío: Teddy.
Teddy, alias Simkin, se encontraba sobre el muro junto al paquete, mientras Eliza saltaba por encima de la pared, entre un remolino de capa y faldas; la joven se volvió, cogió el fardo con una mano y a Teddy con la otra... y me vio.
Su rostro, enmarcado por la oscura masa de cabellos, estaba pálido como las pesadas flores blancas; pálido pero decidido. Abrió los ojos de par en par al verme, y luego los entrecerró con enojo.
Moví las manos frenéticamente, aunque ignoraba lo que pudiera conseguir con mis gesticulaciones. La cosa no funcionó. Ella agarró el fardo, y estaba claro que era pesado, pues le costó bastante manejarlo; tuvo que dejar caer a Teddy —de cabeza, deseé— y usar las dos manos para sujetar el paquete. Se escuchó un ahogado sonido metálico, de acero envuelto en tela golpeando la piedra, y en ese instante supe qué era lo que transportaba y la información me dejó sin aliento. Me tambaleé, mis pasos se detuvieron.
Ella comprendió que lo había adivinado, y esto no sirvió más que para aumentar sus prisas. Tras sujetar bien el fardo, me dio la espalda y oí cómo sus pasos resbalaban por las piedras de la ladera.
Me recuperé de mi sorpresa y corrí tras ella, pues era ahora más perentorio que nunca darle alcance.
Los Tecnomantes estaban escuchando; pero según Mosiah, ¡los
Duuk-tsarith
observaban!
Esperando ver surgir sus oscuras siluetas de entre las sombras en cualquier momento, escalé el muro, trepando por él desmañadamente —pues ya he mencionado que yo no era precisamente atlético—, y como la oscura sombra del muro no me permitía ver el suelo a mis pies, calculé mal el salto y caí con fuerza, magullándome la rodilla contra la pared y arañándome las palmas de las manos.
—¡Uf! ¡Cielos! ¡Ay! ¡Me has dejado sin relleno! —oí decir a una voz.
Yo estaba demasiado ocupado intentando recuperar el equilibrio sobre la empinada ladera para prestar atención a los lamentos de Teddy. Mis pies patinaron sobre las piedras sueltas, que echaron a rodar montaña abajo e iniciaron una pequeña avalancha. Resbalé y me escurrí ladera abajo y entonces ella se cernió sobre mí, envolviéndome con los pliegues de la capa. Unas manos me agarraron por los brazos, pellizcándome.
—¡Estate quieto! —susurró furiosa—. ¡Haces tanto ruido que podrías despertar a un muerto!
—Ya sucedió en una ocasión —dijo una voz quejumbrosa, desde algún lugar situado cerca de mi codo—. El duque de Esterhouse. Cayó muerto, sentado en su sillón mientras leía el periódico. Todos temieron decírselo. Sabían que se tomaría muy mal la noticia; de modo que lo dejaron allí. Y entonces un día el cocinero lo olvidó e hizo sonar el gong...
Sobresaltada, Eliza me soltó y volvió a quedarse en cuclillas.
—¡Puedes hablar! —dijo con voz tirante. No llevaba con ella el fardo.
Hice un enérgico gesto negativo, luego metí la mano bajo mis magulladas posaderas y saqué el supuesto oso de juguete y lo agité.
Eliza contempló el oso y se mordió el labio inferior, y una repentina sospecha se formó en mi mente.
—¿Estás herido? —me preguntó de mala gana.
Negué con la cabeza.
—Estupendo —dijo—. Regresa a la cama, Reuven. Sé lo que hago.
Y sin añadir una sola palabra más, me arrebató el oso de la mano, se levantó y salió corriendo en medio de un remolino de faldas y capa. Se detuvo algo más abajo de la colina para recoger su pesado paquete, y luego se perdió en la oscuridad.