El librero de Kabul (14 page)

Read El librero de Kabul Online

Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
10.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sultán posee una biblioteca cerrada con candado. Tiene puertas de vidrio por las que se ven las cubiertas, y en el interior hay colecciones de poesía de Hafez y de Rumi, relatos de viajes centenarios y atlas desgastados por el uso. Sultán oculta el dinero en sitios secretos entre las páginas, ya que en Afganistán el sistema bancario no es de fiar. La biblioteca contiene sus obras más preciosas, libros con dedicatorias y otros que él espera algún día tener tiempo para leer. Pero Sultán pasa el día entero en la tienda, sale de casa antes de las ocho por la mañana y no vuelve hasta las ocho de la tarde. Entonces sólo le queda tiempo para jugar un poco con la pequeña Latifa, cenar y tomas algunas decisiones si ha ocurrido algo en la familia en su ausencia. En general, no es el caso, porque la vida de las mujeres caseras es tranquila, y a Sultán le resultaría indigno resolver las rencillas que pudieran haber sucedido entre ellas.

En la parte inferior de la vitrina, Sonya guarda sus pertenencias. Unos bonitos chales, un poco de dinero y juguetes regalados a Latifa, con los que no le permite jugar por considerarlos demasiado valiosos; entre ellos se encuentra una imitación de la muñeca Barbie que Latifa recibió en su primer cumpleaños y que domina en lo alto del mueble, envuelta todavía en su plástico arrugado.

Esa vitrina es el único mueble del piso; la familia no tiene televisión ni radio. Las piezas están amuebladas únicamente con los colchones finos y los grandes cojines duros arrimados a las paredes. Los colchones sirven para dormir por la noche y para sentarse durante el día, mientras que los cojines hacen de almohadas o de respaldos. Para las comidas se extiende un hule en el suelo, alrededor del cual todos se sientan con las piernas cruzadas y comen con los dedos. Después el hule se lava y se vuelve a enrollar.

El suelo es de cemento y está cubierto por grandes alfombras. Las paredes están agrietadas y las puertas torcidas, muchas de ellas no cierran y, por tanto, están siempre entreabiertas. Entre algunas de las habitaciones cuelga solamente una sábana y los agujeros en las ventanas están tapados con viejas toallas.

En la cocina hay un fregadero, un fogón de gas y un hornillo en el suelo. En los marcos de las ventanas se encuentran las verduras y las sobras del día anterior. Los estantes son protegidos con cortinas para mantener la vajilla libre del polvo y de la emanación de gas, pero por mucho que intentan mantener todo limpio, siempre se ve una capa de grasa mezclada con el sempiterno polvo arenisco de Kabul.

El lavabo y el retrete forman una pequeña pieza, separada de la cocina por un tabique y con un tragaluz abierto en lo alto, que no es mucho más que un hueco en el suelo y un grifo. En un rincón hay un horno de leña donde se puede calentar el agua junto a un gran depósito que se llena cuando hay agua corriente. Encima de la cisterna hay un pequeño estante con un frasco de champú, jabón siempre renegrido, cepillos de dientes y un tubo chino de pasta de dientes lleno de una masa granulada con un sabor químico indefinible.

—En otro tiempo éste era un piso elegante —recuerda Sultán—. Teníamos agua, electricidad, cuadros en las paredes, de todo.

Pero la casa fue saqueada y quemada durante la guerra civil, y cuando la familia volvió, estaba completamente devastada y tuvieron que recomponerla lo mejor que pudieron. La parte más vieja de Microyan, donde vive la familia Khan, se encontraba en la primera línea de fuego entre las fuerzas del comandante
muyahid
Masud y los hombres del abominado Gulbuddin Hekmatyar. Masud ocupaba grandes zonas de Kabul, mientras las tropas de Hekmatyar se desplegaban en una colina en las afueras de la ciudad. Combatían con misiles, y muchos de ellos cayeron en Microyan. En otra colina estaba el uzbeko Abdul Rashid Dostum, y en otra más, el fundamentalista Abdul Rasul Sayyaf. Sus misiles caían en otros barrios. Las líneas se desplazaban de una calle a otra. Hacía cuatro años que luchaban cuando los talibanes llegaron a Kabul y los señores de la guerra huyeron.

Seis años después del fin de los combates, Microyan es todavía un paisaje de guerra, con los edificios perforados por el impacto de balas y granadas. Hojas de plástico sustituyen los vidrios de las ventanas, los techos de los apartamentos tienen grietas y, al estallar, los misiles incendiaron los pisos superiores, que acabaron convirtiéndose en agujeros abiertos.

Microyan fue la escena de algunas de las batallas más violentas de la guerra civil, y la mayoría de los habitantes lo abandonó.

Nadie ha limpiado la colina Maranyan, en las afueras de Microyan, donde se hicieron fuertes las tropas de Hekmatyar, y por ello —a sólo quince minutos de la casa de los Khan— ahí siguen las rampas de misiles, los vehículos acorazados y los tanques bombardeados y desperdigados. En otros tiempos era un lugar muy concurrido por excursionistas, que pasaban allí el día. Es en ese lugar donde está enterrado Nadir Shah, padre de Zahir Shah y víctima de un atentado en 1933. Hoy día sólo quedan las ruinas de la cámara funeraria; la cúpula está agujereada por los impactos y los pilares, agrietados. Justo al lado, el palacio más modesto de su reina está en un estado aún peor; parece un esqueleto sobre un saliente por encima de la ciudad. La lápida se encuentra hecha añicos, pero alguien ha intentado juntar los trozos para permitir leer la cita del Corán que tenía inscrita. La colina entera está minada, pero entre los cartuchos de misiles y los desechos metálicos, y junto a una hilera de piedras redondas, crecen caléndulas naranjas como testimonio de tiempos de paz; lo único en la colina de Maranyan que ha sobrevivido a la guerra civil, la sequía y el régimen talibán.

A la distancia, visto desde la colina, Microyan parece cualquier población de la ex Unión Soviética; los edificios son, efectivamente, un regalo de los rusos. Durante los años cincuenta y sesenta llegaron ingenieros soviéticos a Afganistán para construir lo que se llamó los bloques Jruschov, con los que también llenaron la Unión Soviética, y que eran exactamente los mismos en Kabul, en Kaliningrado y en Kiev. Inmuebles de cinco plantas con apartamentos de dos, tres y cuatro habitaciones.

Al acercarse uno se da cuenta de que el aspecto lamentable no es fruto del clásico deterioro soviético, sino de la guerra; hasta los bancos de cemento delante de las puertas de entrada están rotos y yacen como vehículos accidentados a lo largo de los caminos de tierra en su día asfaltados.

En Rusia estos bancos están ocupados por
babushkas,
ancianas con bastón, bigote y pañuelo en la cabeza que observan todo lo que pasa alrededor de los bloques. En Microyan sólo los varones viejos siguen sentados delante de los edificios, charlando y moviendo los rosarios entre los dedos. Se sientan a la escasa sombra de los pocos árboles que quedan, mientras las mujeres pasan apresuradas con las bolsas de la compra debajo de la
burka,
pues ellas no acostumbran a pararse y charlar con un vecino. En Microyan, las mujeres se visitan en los apartamentos si quieren hablar, y cuidan de que no las vea ningún hombre que no sea de la propia familia.

Si bien la zona está construida con el espíritu igualitario soviético, la igualdad no existe ni dentro ni fuera de las casas. Y si bien la idea detrás de los bloques era crear apartamentos sin distinción de clase en una sociedad sin clases, Microyan fue percibido como viviendas idóneas para la clase media, aunque es cierto que el término «clase media» no significa mucho en un país donde la mayoría de los habitantes lo ha perdido todo y donde la situación social ha empeorado en general. Aun así, cuando los bloques se construyeron, era una señal de prestigio dejar las casas de adobe de los pueblos de los alrededores de Kabul por estos apartamentos con agua corriente. Llegaron ingenieros y profesores, pequeños comerciantes y transportistas.

Durante los últimos diez años, la envidiada agua corriente no ha sido más que una broma. En la planta baja hay agua fría corriente durante unas horas cada mañana, y luego nada; a veces el agua llega al primer piso, pero la poca presión hace imposible que alcance alguna vez las plantas superiores. Se han cavado pozos delante de los edificios, y cada día una retahíla de niños sube y baja las escaleras con cubos de agua, botellas y ollas.

Otro orgullo de Microyan solía ser la electricidad. Ahora la oscuridad reina durante gran parte del tiempo: a causa de la sequía, la corriente está racionada a cuatro horas —de las seis de la tarde a las diez de la noche— cada dos días. Cuando un barrio tiene electricidad, el vecino está sumido en la oscuridad; o sencillamente todos están sin luz. No queda más remedio entonces que sacar las lámparas de queroseno y quedar en la penumbra soportando las emanaciones, que producen escozor en los ojos y hacen lagrimear.

En uno de los edificios más antiguos, al borde del río de Kabul, vive la familia Khan. Allí es donde está sentada Bibi Gul sumida en tétricos pensamientos, lejos del pueblo donde creció y encerrada en un desierto de piedras agrietadas. Bibi Gul no ha sido feliz desde que murió su marido, un hombre trabajador y muy religioso, duro pero justo, según sus descendientes.

Después de su muerte, Sultán le sucedió en el trono. Sus palabras han cobrado fuerza de ley, y quien no le obedece es castigado, en principio verbalmente y en casos graves físicamente. Y Sultán no se contenta con reinar en su hogar, sino que también intenta regir la vida de los hermanos que se han ido de casa. Su hermano dos años menor que él le besa la mano cuando se ven, y se debe guardar bien de contradecir a Sultán o, peor aún, encender un cigarrillo en su presencia. Hay que respetar al mayor en todo.

Cuando ni palabras ni golpes funcionan con alguien, se aplica otro castigo: el del rechazo. Sultán ya no habla con Farid, otro hermano menor, ni habla de él desde que se negó a trabajar en su librería y abrió la suya propia y un taller de encuademación. Sultán ya no le considera su hermano y tampoco permite que los demás parientes tengan trato con él o mencionen su nombre.

También Farid vive en uno de los apartamentos bombardeados en Microyan, a tan sólo unos minutos de distancia. A menudo, pero a espaldas de Sultán —cuando está en la librería—, Bibi Gul y sus otros hijos e hijas van a ver a Farid y a su familia. Antes de casarse, Shakila aceptó la invitación de Farid que todos los parientes —acorde con la tradición— hacen a una chica para despedirse de ella antes de su boda. Shakila desobedeció la prohibición de Sultán y pasó una tarde entera con Farid tras decirle a Sultán que estaría con una tía. En las fiestas para toda la familia, no obstante, a Sultán se le invita y a Farid no. Ninguno de los parientes desea provocar la enemistad de Sultán; sería algo muy desagradable y de nada serviría. Pero es a Farid a quien quieren.

Ya nadie se acuerda de lo que pasó realmente entre Sultán y Farid; sólo se recuerda que un buen día Farid abandonó enfadado la casa de Sultán, y que éste le gritó que los lazos entre ellos quedaban rotos para siempre. Bibi Gul ruega a sus dos hijos que se reconcilien, pero ambos simplemente se encogen de hombros, Sultán porque dice que siempre le corresponde al más joven disculparse, Farid porque opina que Sultán tiene la culpa.

Bibi Gul ha parido trece hijos. Tenía catorce años cuando nació su primera hija, Feroza, y al fin su vida adquirió sentido. Sus primeros años de esposa niña los había pasado llorando, pero ahora era diferente. Como hija mayor, Feroza no pudo estudiar. La familia era pobre y ella tenía que llevar el agua a casa, barrer y cuidar de sus hermanos pequeños. A los quince años fue dada en matrimonio a un hombre de cuarenta: se trataba de un hombre rico, y Bibi Gul pensaba que la riqueza traería la felicidad. Feroza era una chica guapa y obtuvieron por ella una suma considerable, veinte mil afganis.

Los siguientes dos hijos de Bibi Gul murieron cuando todavía eran unos niños. Afganistán tiene un altísimo índice de mortalidad infantil; una cuarta parte de los niños muere antes de cumplir los cinco años. Mueren de sarampión, paperas y resfriados, pero sobre todo de diarrea, porque muchos padres, al ver que expelen todo cuanto comen, piensan que pueden secar la enfermedad dejando de alimentar a los niños afectados. Es un malentendido que se ha cobrado la vida de miles de niños, pero Bibi Gul ya no se acuerda de qué murieron sus dos hijos.

—Simplemente fallecieron.

Luego vino Sultán, querido y respetado, y este niño que sobrevivió hizo por fin mejorar considerablemente la posición de Bibi Gul en su familia política. Mientras el valor de una novia está en su himen, el de una esposa está en el número de hijos que procree. Sultán —como hijo mayor— tenía derecho a lo mejor, aunque la familia siguiera siendo pobre. El dinero que recibieron por Feroza pagó gran parte de los estudios de Sultán. Desde pequeño, tuvo un papel decisivo en la vida familiar, ya que su padre le confiaba tareas de responsabilidad. A los siete años empezó a compaginar los estudios con el trabajo.

Unos años después de Sultán nació Farid, un niño arisco, constantemente metido en peleas y que siempre volvía a casa con la ropa hecha pedazos y la nariz sangrando. Cuando creció, bebía y fumaba —a espaldas de los padres, por supuesto—, pero era la amabilidad misma cuando no estaba enfadado. Bibi le encontró una mujer y ahora está casado y tiene dos hijas y un hijo. No obstante, tiene la entrada prohibida en el edificio 37 de Microyan. A Bibi Gul le rompe el corazón la enemistad entre sus dos hijos mayores.

—¿Por qué no pueden entrar en razón? —suspira.

Después de Farid vino Shakila, la hija alegre, valiente y fuerte. Bibi Gul vierte una lágrima al pensar en su hija transportando pesados cubos de agua.

El siguiente fue Nesar Ahmad. Al pensar en él, Bibi Gul llora todavía más. Nesar Ahmad era un chico tranquilo y simpático, y un alumno aplicado. Iba al instituto en Kabul y quería estudiar para ingeniero igual que Sultán; pero un buen día no volvió. Sus compañeros de clase les informaron que la policía militar había ido y se había llevado a los chicos más fuertes para reclutarlos forzosamente en el ejército. Ocurrió durante la ocupación soviética, cuando las tropas gubernamentales fueron organizadas como divisiones de infantería por la Unión Soviética y se las envió a la primera línea de fuego contra los
muyahidin
. Estos últimos eran mejores soldados y grandes conocedores del terreno, y se fortificaron en las montañas a la espera del paso de los rusos y de los afganos traidores. En una emboscada desapareció Nesar Ahmad. Bibi Gul cree que sigue vivo. Tal vez esté preso, tal vez haya perdido la memoria, tal vez esté bien y sea feliz en algún sitio. Cada día reza a Alá para que vuelva a casa.

Other books

Jewels of the Sun by Nora Roberts
Margaret Brownley by A Long Way Home
Fire by Kristin Cashore
These Dreams of You by Steve Erickson
Hell's Maw by James Axler
Strange Country Day by Charles Curtis
After the Woods by Kim Savage
Legend of the Swords: War by Jason Derleth
Camp Rock 2 by Wendy Loggia
Opposites Attract by Cat Johnson