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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (17 page)

BOOK: El librero de Kabul
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—¿No te habías ido? —pregunta asombrado.

—Nos fuimos, pero el túnel de Salang estaba cerrado hoy, así que vamos a intentarlo de nuevo mañana —contesta—. Acabo de ver a tu padre en la calle y me ha pedido que te lleve conmigo. Nos vamos a las cinco de la mañana, nada más levantado el toque de queda.

—¿En serio dijo eso? —Mansur está atónito—. Debe de ser la llamada de Alí; creo que me hizo una gran llamada —murmura.

Mansur pasa la noche en casa de Akbar para estar seguro de despertarse a la hora y para evitar que su padre cambie de opinión. A la mañana siguiente, antes del alba, se ponen en camino. Mansur no lleva más equipaje que una bolsa de plástico llena de latas de Coca—Cola y de Fanta y galletas rellenas de plátano y kiwi. Akbar trae a un amigo, Said, y el ambiente en el coche es animado, ponen música india de películas y cantan a voz en grito. Mansur lleva también consigo su pequeño tesoro, una casete de música occidental denominada
Pop
from the 80s.
«Is this love?
Baby, don't hurt me, don't hury, me, no more!»,
retumba en el amanecer. A media hora de la partida, Mansur ha terminado el primer paquete de galletas y se ha bebido dos latas de Coca—Cola. ¡Se siente libre! Le entran ganas de chillar y saca la cabeza por la ventanilla:

—¡Yuhuuu! ¡Alí, Alí! ¡Ya voy!

Pasan por regiones que Mansur no ha visto en su vida. Justo al norte de Kabul está la llanura de Shomali, una de las zonas del país más devastadas por la guerra. Allí caían las bombas de los B52 norteamericanos hace tan sólo unos meses.

—¡Qué bonito! —grita Mansur.

Y a la distancia, de hecho, el llano es hermoso, con las imponentes cimas nevadas de Hindu Kush en el horizonte. Hindu Kush significa «matador de hindúes», y en esta cadena montañosa miles de soldados indios murieron de frío durante sus incursiones bélicas en Afganistán.

Una vez en el llano, aparece el paisaje de guerra. A diferencia de los soldados indios, los B52 no fueron detenidos por las montañas de Hindu Kush, y muchos de los bombardeados campamentos talibanes no han sido limpiados. Las cabañas son ahora inmensos cráteres; prácticamente no queda nada de ellas. Una cama de hierro donde tal vez un talibán haya sido inmolado en sueños parece un esqueleto, y un colchón yace a su lado, completamente acribillado.

En general, no obstante, estos campamentos fueron saqueados. Pocas horas después de huir los talibanes, la población local hizo acto de presencia y se quedó con las palanganas, las farolas de gas, las mantas y los colchones de los soldados. La miseria convirtió el robo a los muertos en algo normal, y nadie los lloró al verlos tirados en los arcenes o en la arena. Al contrario, muchos cadáveres fueron profanados por la población local: les quitaron los ojos, les arrancaron la piel, les cortaron o mutilaron los miembros... Fue la venganza por el terror que durante años los talibanes impusieron a los habitantes del llano de Shomali.

A lo largo de cinco años, el frente de guerra entre los talibanes y la Alianza del Norte estuvo situado en este llano, y el mando de la zona cambió seis o siete veces. Con el frente en movimiento, la población local tuvo que huir, bien subiendo hacia el valle de Panshir, bien yendo hacia el sur en dirección a Kabul. Allí vivían mayoritariamente tayikos, y los que no pudieron fugarse a tiempo cayeron víctimas de la purga étnica de los talibanes pashtun. Antes de retirarse, los talibanes envenenaron los pozos y dinamitaron los vitales conductos de agua y los sistemas de pantanos del llano que antes de la guerra civil habían dado vida a la huerta de Kabul.

Mansur observa en silencio las aldeas destruidas. La mayoría no son más que ruinas, meros esqueletos en el paisaje. Gran parte de ellas fueron quemadas sistemáticamente por los talibanes mientras intentaban conquistar los últimos reductos del país que aún no estaban en su poder; éste era el décimo que se resistía: el valle de Panshir, las montañas de Hindu Kush y las regiones desérticas que lindaban con Tayikistán más allá de la cadena montañosa. Quizá lo habrían logrado de no ser por el 11 de septiembre, fecha en que el mundo empezó a fijar la mirada en Afganistán.

Por todos lados hay restos de tanques retorcidos, vehículos militares bombardeados y piezas metálicas de incierto origen. Un hombre recorre su campo con un arado de mano; en medio del campo hay un gran tanque destrozado y, laboriosamente, el hombre da la vuelta a este estorbo, demasiado pesado para llevarlo a otro sitio.

El coche avanza velozmente por el camino lleno de baches. Mansur intenta encontrar la aldea de su madre donde no ha ido desde que tenía cinco o seis años. Su dedo apunta ruina tras ruina:

—¡Ahí! ¡Ahí!

Pero no hay forma de distinguir una aldea de la siguiente; el lugar donde visitaba a los parientes de su madre cuando era un crío podía ser cualquiera de esos montones de ruinas. Se acuerda de haber corrido por senderos y campos; ahora ese llano es una de las zonas más minadas del mundo. Sólo los caminos son seguros, y por los lados caminan niños portando hatos de leña y mujeres con cubos de agua, todos intentando evitar los arcenes, que pueden estar minados. El coche pasa cuadrillas de desactivadores de minas que limpian unos metros cada día, haciendo estallar o desactivando los artefactos explosivos. Encima de las trampas mortales en los arcenes crecen tulipanes silvestres de color rosado oscuro y de tallo corto; pero son flores para admirar a distancia, ya que cogerlas puede costar una pierna o un brazo.

Akbar se divierte con una guía turística publicada por la Delegación de Turismo afgana en 1967.

—«Al lado de los caminos, los niños venden collares de tulipanes rosas —lee en voz alta—. En primavera, cerezos, albaricoques, almendros y perales se disputan la atención del viajero con una abundancia de flores que le acompaña durante todo el trayecto desde Kabul.»

Todos se ríen: esta primavera sólo se ve algún que otro cerezo rebelde que ha sobrevivido tanto a las bombas y misiles como a tres años de sequía y pozos de agua envenenada; para llegar a sus bayas se debe encontrar un sendero sin minas.

—«La cerámica local se cuenta entre la más exquisita del país. No dude en detenerse para ver los talleres a lo largo del camino donde los artesanos fabrican fuentes y cacharros según tradiciones centenarias» —continúa leyendo Akbar.

—Esas tradiciones parecen haber sufrido una ruptura severa —comenta Said, que conduce el coche.

No se ve un solo taller de cerámica en el camino que les lleva al paso de Salang.

Aumenta el desnivel de la cuesta y Mansur abre la cuarta lata de Coca—Cola, la consume y la arroja elegantemente por la ventanilla: antes llenar de basura un cráter de bomba que pringar el coche. El camino sube hacia el túnel de montaña más alto del mundo y se estrecha, con la montaña elevándose a un lado y el agua corriendo por el otro, ora en cascada, ora en forma de riachuelo.

—«El gobierno ha introducido truchas en el río y dentro de pocos años habrá una cantidad considerable» —prosigue Akbar con la lectura en voz alta.

Hoy día no quedan peces en el río; el gobierno tuvo otras preocupaciones más importantes que la cría de truchas en los años posteriores a la publicación de la guía.

Hay tanques carbonizados en los sitios más inesperados: en una colina de la montaña, medio sumergidos en el río, balanceándose al borde de un precipicio, al lado del camino, volcados o esparcidos en varios trozos. Mansur cuenta hasta cien en poco tiempo. La mayoría datan de la guerra contra la Unión Soviética, cuando el ejército rojo llegó desde las centroasiáticas repúblicas soviéticas del norte con la idea de tener a los afganos bajo control. Los rusos pronto cayeron víctimas de la estrategia militar de los
muyahidin:
al saber moverse como cabras montesas por las montañas, éstos veían desde lejos —desde sus puestos de observación— a los pesados tanques de los rusos que se acercaban a paso de tortuga por los valles. Incluso provista sólo de armas ligeras pero practicando la emboscada, la guerrilla era poco menos que invencible. Sus milicianos estaban por todas partes, disfrazados como pastores y con los Kaláshnikov escondidos debajo de los vientres de las cabras, y preparados para lanzar un ataque relámpago en cualquier momento.

—Debajo de la barriga de ovejas de lana espesa podían esconder hasta tubos antitanques —narra Akbar, quien ha leído todo lo posible sobre la cruenta guerra contra la Unión Soviética.

También Alejandro Magno pasó por estas montañas. Después de la toma de Kabul, volvió a Irán —entonces Persia— por Hindu Kush.

—Dicen que Alejandro escribió odas a estas montañas que «evocan en la imaginación misterios y el deseo del descanso eterno» —lee Akbar de la guía—. ¡El gobierno tenía planes de construir una estación de esquí aquí! —grita de repente y mira las colinas abruptas—. ¡En 1967, en cuanto hubieran asfaltado el camino!

El camino efectivamente se asfaltó tal como promete la guía; pero poco queda de ese asfalto. Y la estación de esquí nunca se construyó.

—¡Sería un descenso explosivo! —dice Akbar riéndose—. ¡O quizá podrían marcar las minas con puertas de eslalon! ¡
Adventurous Travel
, o
Afghan AdvenTours
, para los hastiados de la vida!

Todos se ríen. A veces la trágica realidad toma la apariencia de un dibujo animado, o más bien quizá de un
thriller
violento. Los tres hombres se imaginan surfistas policromos despedazados por las pendientes.

El turismo —antaño una de las mayores fuentes de ingresos de Afganistán— hoy día es cosa del pasado. En otros tiempos, el camino por el que ahora avanzan se llamaba «the hippietrail». Aquí llegaron jóvenes progresistas y no tan progresistas en busca de la hermosa naturaleza, un estilo de vida salvaje y el mejor hachís del mundo —u opio para los más experimentados—. En los años sesenta y setenta, miles de
hippies
llegaron a estas montañas; alquilaban viejos Lada y se ponían en camino. Las mujeres también viajaban solas. Por aquel entonces los bandidos o salteadores perpetraban sus asaltos igual que hoy, pero eso sólo daba más aire de aventura a la travesía. Ni siquiera el golpe de Estado contra Zahir Shah en 1973 interrumpió el torrente de viajeros. El golpe de Estado comunista en 1978 y la invasión soviética del año siguiente finalmente pararon en seco a los
hippietrailers
.

Los tres muchachos llevan dos o tres horas en camino cuando alcanzan una columna de peregrinos completamente inmóvil. Ha empezado a nevar y la bruma se espesa. El coche patina; no tiene cadenas para la nieve.

—Con tracción en las cuatro ruedas, no hace falta —asegura Said.

Cada vez más vehículos resbalan por los profundos baches socavados en la nieve y el hielo. Cuando uno frena, frenan todos. La estrechez del camino de montaña no permite los adelantamientos. Este día la circulación va de sur a norte, de Kabul a Mazar, al día siguiente será al revés: el camino no puede acoger vehículos en ambas direcciones a la vez. Para recorrer la distancia de cuatrocientos kilómetros entre las dos ciudades se tarda como mínimo doce horas, a veces el doble o el cuádruple.

—Gran parte de los coches que quedan atrapados en tormentas o avalanchas de nieve no son retirados hasta el verano. Ahora en primavera es el peor momento —explica Akbar a los otros dos.

Pasan el autocar que había creado el atasco: ha sido empujado a un lado y los pasajeros rumbo a la tumba de Alí hacen autoestop a los coches que circulan a paso de tortuga. Mansur suelta una carcajada al ver las letras pintadas en el costado del vehículo.

—«Hmbork—Frankfork—Landan—Kabab
—lee en voz alta, y se ríe todavía más al ver el parabrisas—:
«Wellcam! Kaing of Road»
—pone en letras rojas recién pintadas—. Menudo servicio real —comenta.

Tienen sitio en el coche, pero no aceptan ningún pasajero del
Kabal Express
. Said, Mansur y Akbar tienen suficiente con ellos mismos.

Entran en el primer tramo de gruesos pilares de hormigón a los lados que protegen contra las avalanchas de nieve. Pero también en estos tramos resulta difícil avanzar, porque están llenos de nieve que ha entrado con el viento y se ha convertido en hielo. Las profundas huellas congeladas de los neumáticos desafían al coche sin cadenas.

El túnel de Salang, a tres mil cuatrocientos metros de altitud, y los tramos con muros de protección, culminando a cinco mil metros, fueron un regalo de la Unión Soviética cuando intentaba hacer de Afganistán un estado satélite. La construcción fue empezada por ingenieros soviéticos en 1956 y el túnel fue acabado en 1964. Fueron también los rusos quienes comenzaron a asfaltar caminos en los años cincuenta, ya que durante el régimen de Zahir Shah, Afganistán fue considerado un país amigo de la Unión Soviética. Este rey liberal se veía forzado a recurrir a la Unión Soviética porque ni Estados Unidos ni Europa tenían interés alguno en invertir en este país montañoso. El rey necesitaba dinero y expertos, y eligió cerrar los ojos al hecho de que los vínculos con el gran poder comunista se hicieran cada vez más estrechos.

El túnel llegó a ser un elemento estratégico esencial para la resistencia contra el régimen talibán. A finales de los años noventa, el comandante
muyahid
Masud lo hizo estallar en una tentativa desesperada de frenar el progreso de los talibanes hacia el norte. Éstos llegaron hasta el túnel pero no lo pasaron.

Se hace oscuro o, más bien, todo gris. El coche patina, se atasca en la nieve y en las heladas huellas de los neumáticos. El viento silba, no se ve nada en el turbión de nieve, y Said no tiene más remedio que seguir lo que le parecen las huellas de los otros coches. Ruedan sobre hielo y nieve y sin cadenas, sólo Alí puede garantizar un viaje seguro. «No me puedo morir antes de llegar a su tumba —se dice Mansur—, Alí me ha llamado, desde luego.»

Clarea un poco. Están en la entrada del túnel de Salang. Un rótulo advierte: «¡Atención! Riesgo de intoxicación. En caso de quedar encerrados en el túnel, apaguen el motor y diríjanse a la salida más cercana». Mansur interroga a Akbar con la mirada.

—Hace sólo un mes cincuenta personas quedaron encerradas en el túnel por una avalancha —cuenta Akbar, siempre bien informado—. Estaban a veinte grados bajo cero, y los conductores dejaron los motores en marcha para mantener el calor. Horas después, cuando se sacó la nieve del túnel, decenas de personas fueron encontradas muertas. Se habían intoxicado con el monóxido de carbono. Esas cosas pasan a menudo —afirma mientras entran lentamente en el túnel.

BOOK: El librero de Kabul
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