El librero de Kabul (11 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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9. Prohibidos los juegos de azar.

Los centros donde se practiquen juegos de azar deben ser denunciados, y los jugadores, encarcelados durante un mes.

10. Prohibidos los peinados británicos o norteamericanos.

Los hombres con el pelo largo serán detenidos y llevados al Ministerio de Promoción de la Virtud y de Prevención del Vicio, donde se les cortará el pelo convenientemente. El coste de la peluquería correrá a cargo del infractor.

11. Prohibido el cobro de intereses por préstamos, de comisiones de cambio y de impuestos de las transacciones.

El islam prohíbe estos tres tipos de transacción monetaria. En caso de ser quebrantada esta normativa, el criminal será condenado a una pena prolongada de cárcel.

12. Prohibido lavar la ropa en las orillas de los ríos que atraviesan ciudades.

Las mujeres que quebranten esta ley serán detenidas de forma islámica y respetuosa y acompañadas a sus casas, donde sus maridos serán severamente castigados.

13. Prohibición de música y baile en las bodas.

En caso de quebrantarse esta ley, el cabeza de familia será detenido y castigado.

14. Prohibido tocar el tambor.

En caso de que alguien toque el tambor, el consejo religioso de ancianos decidirá la pena adecuada.

15. Queda prohibido que los sastres confeccionen ropa femenina y tomen medidas a las mujeres.

En caso de ser encontradas revistas de moda en la tienda, el sastre será encarcelado.

16. Prohibida la brujería.

Todos los libros sobre el tema serán quemados, y el brujo será encarcelado hasta que dé muestras de arrepentimiento.

Además de estos dieciséis decretos, una instancia especial fue dirigida a las mujeres de Kabul:

Mujeres, no debéis salir de vuestras casas. Si lo hacéis, no debéis ser como las mujeres que antes de la llegada del islam al país solían salir con ropa a la moda y abundantemente maquilladas para exponerse a la vista de cualquier hombre.

El islam es la religión salvadora que ha establecido la dignidad específica de la mujer: las mujeres no pueden permitirse atraer la atención de hombres inicuos que les dirijan miradas depravadas. Las mujeres son las responsables de educar y unir a su familia, y son también las responsables de las comidas y de cuidar de la ropa del hogar. Cuando las mujeres tienen que salir de sus casas, deben ponerse el velo según establece la
sharia
. Si las mujeres salen vestidas con ropa moderna, adornada, ajustada o indulgente para exponerse a la vista de todos, serán condenadas por la
sharia
islámica y nunca podrán ir al cielo. Serán amenazadas, investigadas y severamente castigadas por la policía religiosa, al igual que los hombres de su familia. La policía religiosa está obligada a luchar contra estos problemas sociales y continuará sus esfuerzos hasta acabar con el mal.

Alahu akbar
(«Alá es grande»)
.

VIII
ONDEANTE, FLAMEANTE, SERPENTEANTE

La pierde de vista una y otra vez. Su
burka
ondeante se confunde con todas las demás
burkas
ondeantes y azules. Recorre el suelo con la mirada porque en el barro distingue su calzado sucio entre el calzado sucio de las demás. Divisa el borde de sus pantalones blancos y, más arriba, el faldón de su vestido púrpura. Con la mirada clavada en el suelo recorre el bazar detrás de esta
burka
que flamea al viento. Jadeante, una tercera mujer velada las sigue a ambas, está a punto de dar a luz y mantiene a duras penas el mismo paso vivo que ellas.

La
burka
que marcha en cabeza se ha parado delante de unas telas de sábanas. Las toca y examina sus colores a través de la rejilla. Negocia con la boca escondida, sus ojos oscuros apenas insinuados como sombras detrás de la rejilla. Regatea agitando las manos con la nariz sobresaliendo como un pico entre los pliegues. Finalmente se decide, busca su bolsa a tientas y tiende una mano con unos billetes azules. El vendedor de sábanas mide la tela blanca con flores de color azul claro que luego desaparece en una bolsa debajo de la
burka.

Las fragancias del azafrán, el ajo, los pimientos secos y las
pakoras
recién asadas penetran por la tela gruesa y se mezclan con el olor a sudor, a aliento y a jabón. Esa tela de nailon es tan densa que se puede oler el propio aliento.

Las tres
burkas
flamean hacia las teteras de aluminio de la marca rusa más barata. Las palpan, negocian, regatean y compran una. También la tetera encuentra su lugar debajo de la
burka,
que rebosa de cacharros, mantas y escobas, y se vuelve cada vez más imponente. Detrás de la primera
burka
vienen las otras dos menos resueltas que se detienen para olfatear, para toquetear unas hebillas de plástico o unas pulseras doradas, antes de buscar con la mirada la
burka
que va en cabeza. Ella se ha parado delante de un carromato con cientos de sujetadores revueltos. Blancos, amarillos claros o rosas, son de un corte dudoso y algunos están colgados de un palo, flameando audaces como banderas al viento. La
burka
los manosea y los mide con la mano, saca ambas manos de los pliegues, comprueba los elásticos y tira de ellos. Opta finalmente a ojo por un modelo sólido con pinta de corsé.

Las tres
burkas
continúan la marcha, sus cabezas girando en todas direcciones para poder mirar en derredor. Las mujeres con
burka
son como caballos con anteojeras, sólo pueden mirar en una dirección. A la altura del rabillo del ojo, la rejilla deja paso a una tela gruesa que impide mirar de lado. Se hace menester girar toda la cabeza. Otra astucia del inventor de la
burka
: permite que un hombre siempre sepa en quién o en qué se fija su esposa.

Tras varios giros de cabeza, las otras dos vuelven a divisar la primera
burka
en uno de los estrechos pasajes donde está seleccionando unas puntillas. Toscas y sintéticas, parecen puntillas soviéticas para cortinas. Pasa demasiado tiempo estudiándolas; de hecho, esta compra es tan importante que se quita el velo para ver mejor desobedeciendo la prohibición de su futuro marido de ser vista. Es difícil valorar puntillas a través de una ventanilla enrejada. Sólo el vendedor del puesto ve su rostro, que está bañado en sudor pese al fresco aire de montaña de Kabul. Shakila inclina la cabeza, sonríe burlona y luego se ríe, regatea y coquetea incluso. Desprovista de la tela azul celeste se la ve divertida. Lo ha estado todo el rato; los comerciantes del bazar saben interpretar una
burka
ondeante, movediza y flameante, y ella sabe coquetear con el dedo meñique, con un pie, con un gesto. Se acaricia el rostro con las puntillas que de repente han dejado de ser puntillas de cortinas y ahora formarán parte del velo; era lo único que le faltaba para su vestido de novia. Por supuesto, el blanco velo debe tener puntillas. La venta tiene lugar, el vendedor toma las medidas, Shakila sonríe y las puntillas desaparecen con su bolsa debajo de la
burka
, que vuelve a colocarse correctamente. Las tres hermanas continúan zigzagueando por callejones cada vez más estrechos.

En el murmullo general se entremezcla una multitud de voces y rara vez se trata de las de los vendedores ofreciendo la mercancía. Éstos parecen más ocupados en charlar con los tenderos vecinos o en contemplar la vida del bazar repantigados en algún saco de harina o en una pila de alfombras que en presentar su género a gritos. Los clientes ya comprarán lo que necesiten.

En el bazar de Kabul, el tiempo parece haberse detenido. Los productos a la venta son los mismos que en la época del persa Darío, quinientos años antes de Cristo. Sobre grandes alfombras al aire libre o en los puestos estrechos se entremezclan maravillas y mercancía puramente utilitaria, mientras dedos exigentes dan vueltas a las cosas y lo toquetean todo. Pistachos, albaricoques secos y pasas verdes son presentados en grandes sacos de arpillera. Encima de carretas a punto de desmoronarse están expuestos híbridos entre limones y limas, cuya piel amarilla es tan fina que también se come. En un lugar se agitan y cacarean unas gallinas en sus sacos, y en otro se amontonan chiles, pimentón, curry y jengibre. A menudo, el vendedor de especias ejerce también de curandero y recomienda hierbas secas, raíces, frutas y té, explicando con la precisión de un médico cómo curan las enfermedades, desde las más comunes hasta las más incomprensibles.

Los aromas del cilantro fresco, el ajo, el cuero y el cardamomo se mezclan con el olor a cloaca que emana del río, ese fétido torrente reseco que divide el bazar en dos. En las pasarelas que lo cruzan se venden zapatillas de piel de cordero, algodón al peso, telas estampadas en un sinfín de colores, cuchillos, palas y picos.

A veces en el bazar uno también encuentra productos que no datan de los tiempos de Darío. Artículos de contrabando como cigarrillos con nombres exóticos como Pleasure, Wave o Pine, y «coca—colas» en producción pirata pakistaní, que se traen en asnos y en camiones desde Pakistán por el Paso de Khyber o desde Irán por las montañas. Las rutas de contrabando no han cambiado a lo largo de los siglos, y en la dirección opuesta se transporta heroína, opio y hachís.

En el bazar se paga con billetes del año en curso. En una fila larga, los vendedores de túnica y turbante presentan grandes pilas de billetes azules de afgani. Son treinta y cinco mil por un dólar.

Un hombre vende aspiradoras de la marca National, mientras otro a su lado los vende de la marca Nautionl al mismo precio, pero tanto la original como la copia se venden mal, ya que la inestabilidad de la red eléctrica y los muchos apagones de Kabul invitan a optar por la tradicional escoba.

Los zapatos de Shakila siguen andando por el barro. A su alrededor se mueven sandalias marrones, zapatos sucios y zapatos negros, zapatos que han sido bonitos en su día y zapatos de plástico rosa con cintas de adorno. Algunos son incluso blancos, color de calzado prohibido por los talibanes por ser el de la bandera. Prohibieron asimismo los zapatos con tacones altos, porque el taconeo amenazaba con distraer a los hombres. Pero es una nueva época, y si fuera posible taconear en barro, el bazar entero resonaría con el clic—clac de la tentación femenina. De vez en cuando se ven uñas pintadas debajo del borde de una
burka,
otra pequeña señal de libertad. El régimen talibán prohibió el esmalte y su importación, y a algunas desdichadas se les cortó una falange de la mano o del pie por haber infringido la ley. La liberación de las mujeres, en esta primera primavera después de la fuga de los talibanes de Kabul, se limita en general al calzado y el esmalte, y apenas llega más allá del ribete de las
burkas
.

No es que nadie lo intente. Se han creado varias asociaciones de mujeres tras la huida de los talibanes; algunas de ellas ya eran activas bajo el régimen y habían organizado colegios clandestinos para niñas, y daban cursos de higiene o de alfabetización para mujeres. La gran heroína de aquellos tiempos es Sohaila Sedique, actual ministra de Sanidad Pública en el gobierno de Karzai y única mujer con rango de general en el ejército del país. En pleno régimen talibán, consiguió que las mujeres pudieran seguir estudiando medicina y logró la reapertura de la sección para mujeres del hospital donde trabajaba, que había sido clausurada por los talibanes. Sohaila era una de las pocas mujeres que se negó a llevar la
burka
en aquella época. «Cuando la policía religiosa vino con sus palos y levantaron los brazos para pegarme, yo levanté los míos para devolverles los golpes. Entonces bajaron los palos y me dejaron ir», nos contó.

Aun así, incluso Sohaila salía poco a la calle cuando los talibanes estaban en el poder. Se dejaba conducir al hospital todas las mañanas y de vuelta todas las tardes, envuelta en un gran chal negro. «Las mujeres afganas hemos perdido la valentía», se lamentó enfadada después de la caída del régimen opresor.

Una asociación de mujeres organizó una manifestación una semana después de la caída del régimen. En escarpines y zapatillas, y la mayoría de ellas sin velo, se reunieron en una esquina del barrio de Microyan para dirigirse juntas al centro de la ciudad. Pero la manifestación fue prohibida por las autoridades so pretexto de que no podían garantizar la seguridad de las mujeres. Cada vez que las mujeres han intentado manifestarse no han conseguido el permiso correspondiente y la policía ha disuelto la manifestación.

Ahora las escuelas de mujeres han vuelto a abrir sus puertas y las jóvenes asisten a las universidades; algunas incluso han recuperado sus antiguos empleos. Se comenzó a editar una revista por y para mujeres, y Hamid Karzai no deja escapar una sola oportunidad para hablar de los derechos de las mujeres.

Varias mujeres desempeñaron un papel relevante en la asamblea legislativa afgana Loya Yirga, de junio de 2002. Las más francas fueron ridiculizadas por parte de los hombres de turbante en la sala, pero no desistieron. Una de ellas exigió —provocando silbidos— que el ministro de Defensa fuera una mujer.

—Es el caso en Francia —subrayó.

Sin embargo, para la inmensa mayoría, la situación no ha cambiado mucho. Las familias y las tradiciones siguen iguales y el poder de decisión continúa en manos de los hombres. Sólo una minoría en la capital se ha quitado la
burka
y la mayoría sigue ignorando que sus antepasadas —las mujeres del siglo XIX— desconocían esa prenda. La introducción de la
burka
tuvo lugar en el reinado de Habibulla entre 1901 y 1919. El rey impuso la prenda a las doscientas mujeres de su harén para que sus bonitos rostros no tentaran a otros hombres cuando traspasaban las puertas del palacio. Los velos eran todos de seda con finos bordados y las princesas de Habibulla tuvieron incluso
burkas
bordadas con hilo de oro. De este modo, la
burka
se convirtió en un traje de las mujeres de clase alta que las protegía de la mirada del pueblo. En los años cincuenta su uso se extendió al país entero, pero siguió siendo sobre todo un privilegio de las clases acomodadas.

El velo tuvo sus opositores también. En 1959 el príncipe y primer ministro Daud provocó un escándalo cuando apareció en público el día de la fiesta nacional acompañado por su esposa sin velo. Le había pedido a su hermano que dejara hacer lo mismo a su cuñada, y lo mismo les pidió a sus ministros con respecto a sus esposas. Al día siguiente se vieron varias mujeres por las calles de Kabul con abrigos largos, gafas oscuras y sombreros pequeños; mujeres que antes habían caminado completamente veladas. La clase alta, la primera en ponerse la
burka
, fue también la primera en quitársela. Como la prenda había llegado a ser un símbolo de estatus social entre los pobres, muchas criadas heredaron las
burkas
de seda de sus patronas. Al inicio sólo los pashtun gobernantes encubrieron a sus mujeres, pero con el paso del tiempo otros grupos étnicos empezaron a usar la prenda. El príncipe Daud, por su parte, deseaba su total erradicación. En 1961 una ley prohibió a las empleadas del sector público que usaran la
burka
y se les recomendó vestirse a la usanza occidental. La ley tardó años en ser acatada, pero en la década de los setenta casi no había una profesora o una secretaria de la administración pública que no llevara falda y blusa, mientras los hombres adoptaban el traje occidental. Las mujeres desveladas corrían el riesgo, no obstante, de que los fundamentalistas les dispararan una bala en la pierna o les arrojaran ácido en la cara. Cuando estalló la guerra civil y un gobierno islamista se instaló en Kabul, cada vez más mujeres volvieron al velo. La llegada de los talibanes hizo desaparecer todos los rostros femeninos de las calles de la ciudad.

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