El librero de Kabul (21 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Bibi Gul toma la delantera y por una vez las tres chicas van a remolque. Caminan juntas riéndose disimuladamente. En una calle solitaria se echan las
burkas
por detrás de la cabeza, ya que no hay más que unos críos y unos perros errabundos. La brisa suave les acaricia la piel sudorosa. Pero esa brisa no es límpida: en las calles traseras y los callejones de Kabul apesta a basura y a cloacas. Un desagüe inmundo sigue el camino de tierra entre las casas de adobe. Pero las chicas no notan el hedor del desagüe ni el polvo que lentamente se les pega a la piel cerrando los poros. Tienen la cara al sol y se ríen. De repente se acerca un hombre en bicicleta.

—¡Cubrios, chicas, que estoy ardiendo! —grita al pasar a toda marcha.

Las jóvenes se miran divertidas por la expresión curiosa de su cara; pero cuando el hombre da la vuelta a la manzana y va de nuevo hacia ellas, se cubren.

—Cuando vuelva el rey, no volveré jamás a ponerme la
burka
—afirma Leila, de repente seria—. Entonces viviremos en paz.

—Seguramente no volverá nunca —objeta la prima velada.

—Dicen que vendrá esta primavera —insiste Leila.

Pero de momento es más seguro velarse. Además están solas.

Leila no camina nunca completamente sola. Es imprudente para una chica joven ir sin compañía. ¿Quién sabe dónde iría? Tal vez a verse con alguien, tal vez a pecar. Ni siquiera va sola al mercado de verduras que está a unos minutos de casa. Siempre se lleva al menos a un niño del vecindario, o le pide que él le haga el recado. «Sola» es un concepto desconocido para Leila. Nunca ha estado sola en ningún sitio. No ha estado sola en su casa, no se ha ido sola a ningún lugar, ni se ha quedado sola, ni ha dormido sola. Ha pasado cada noche al lado de su madre. Leila no sabe lo que es estar sola, ni tampoco lo echa en falta. Lo único que desea es un poco de tranquilidad y un poco menos de trabajo.

Cuando llega a casa, todo está en desorden, cajas, bolsas y maletas por todos lados.

—¡Sharifa ha vuelto! ¡Sharifa! —exclama Bulbula, encantada de que Leila haya llegado y pueda, por tanto, relevarla como anfitriona.

Shabnam, la hija menor de Sultán y Sharifa, que también ha regresado, corretea por el piso como un potrillo alegre. Abraza a Leila, y Leila abraza a su vez a Sharifa. En medio de esta escena, la segunda esposa de Sultán sonríe con la pequeña Latifa en brazos. Para sorpresa de todos, Sultán ha traído a Sharifa y a Shabnam de vuelta de Pakistán.

—Para pasar el verano —matiza Sultán.

—Para siempre —susurra Sharifa.

Sultán ya se ha ido a la librería y sólo quedan las mujeres. Se sientan en un círculo en el suelo. Sharifa distribuye regalos: un vestido para Leila, un chal para Sonya, un bolso para Bulbula, una chaqueta de punto para Bibi Gul, ropa y bisutería de plástico para el resto de la familia. Para sus hijos trae varios conjuntos comprados en los mercados pakistaníes, ropa que no se encuentra en Kabul. Y lleva consigo sus propios objetos más preciados.

—No quiero volver allí nunca más —dice—. Aborrezco Pakistán.

Sabe perfectamente, no obstante, que todo está en manos de su marido. Si Sultán quiere que vuelva a Pakistán, tendrá que hacerlo.

Las dos esposas charlan como viejas amigas. Contemplan los tejidos, se prueban las blusas y las pedrerías. Sonya acaricia los regalos para ella y su hijita. Sultán rara vez le trae regalos a su joven cónyuge, de modo que el retorno de la primera esposa rompe agradablemente la monotonía de su vida. Sonya viste a Latifa como una muñeca con el vestido de fiesta de color rosa que le ha regalado Sharifa.

Entre todas intercambian novedades. Llevan un año sin verse, y como no hay teléfono en el apartamento, tampoco han hablado. Para las mujeres que han estado en Kabul, lo más importante ha sido la boda de Shakila, y la cuentan con todo lujo de detalles: los regalos que recibió la novia, los vestidos que llevaron ellas... Informan también sobre los hijos, los noviazgos, las bodas o los fallecimientos de los otros parientes.

Sharifa cuenta su vida en el exilio, quién ha vuelto a Afganistán y quién se ha quedado en Pakistán.

—Salika se ha prometido —dice—. Tenía que pasar, aunque la familia estaba en contra. El chico no tiene ninguna propiedad, y encima es perezoso, un inútil.

Todas asienten con la cabeza. Se acuerdan de Salika como una chica vanidosa; no obstante, sienten pena por ella por tener que casarse con un muerto de hambre.

—Después de que los dos se vieron en el parque, su familia no la dejó salir durante un mes —cuenta Sharifa—. Hasta que un día se presentaron la madre y la tía del chaval para pedir su mano. Los padres aceptaron, no tenían más remedio, pues el daño ya estaba hecho. Pero, ¡y la celebración del noviazgo! ¡Un escándalo!

Las mujeres escuchan con los ojos muy abiertos, sobre todo Sonya. Las historias que cuenta Sharifa le llegan al alma; son sus telenovelas.

—Un escándalo —repite Sharifa para recalcar este hecho.

Cuando una pareja joven se promete, la costumbre manda que la familia del pretendiente pague la fiesta, la ropa y las joyas.

—Cuando iban a organizar la celebración, el padre del chico dejó unas mil rupias al padre de Salika, que había vuelto de Europa para ayudar a buscar una solución a la tragedia familiar. Éste tiró el dinero al suelo y gritó: «¿Tú crees que se puede celebrar un noviazgo con calderilla? ¿Sabes qué?, quédate con tus moneditas, nosotros nos encargamos de la fiesta».

Sharifa había estado sentada en la escalera y escuchó todo lo que pasó, de modo que la historia es completamente veraz.

El padre de la novia tampoco tenía mucho dinero, estaba a la espera de que le concedieran asilo en Bélgica para llevar a su familia. Ya le había sido denegada la petición de asilo en Holanda, y ahora vivía del dinero que le dejaba el estado belga. Pero una celebración de noviazgo es un acto simbólico importante, y el compromiso, poco menos que imposible de romper. En caso de que se cancelara, sería muy difícil casar a la chica luego, independientemente de la razón de la ruptura. La fiesta es también una imagen exterior de cómo van las cosas en la familia: qué tipo de adornos y cuánto han costado; qué tipo de comida y cuánto ha costado; qué tipo de vestimenta y cuánto ha costado; qué tipo de orquesta y cuánto ha costado. La celebración muestra el aprecio que tiene la familia del chico por la chica. Si el noviazgo se celebra de forma pobretona, significa que la familia del joven no valora a la novia y, por tanto, tampoco a su familia. El hecho de que el padre tuviera que endeudarse por un noviazgo que no deseaba nadie, aparte de Salika y su enamorado, poco significaba frente a la vergüenza que hubiera conllevado una celebración misérrima.

—Salika ya ha empezado a arrepentirse —revela Sharifa—. Porque no tiene un duro. Muy pronto ella se dará cuenta de que se está casando con un inútil. Pero ya es tarde, si rompe el noviazgo nadie la va a querer. Se pavonea de las seis pulseras que él le ha regalado, alardea de que son de oro, pero yo sé, y ella lo sabe también, que son de acero dorado. El chico ni siquiera le regaló un vestido para la celebración del año nuevo. ¿Se ha oído hablar alguna vez de una novia que no reciba un vestido para el año nuevo?

Sharifa se llena los pulmones de aire antes de continuar:

—El chico se pasa el día en casa de ella, es demasiado. La madre de Salika no tiene ningún control de lo que hacen; es terrible, terrible, una vergüenza, ya se lo he dicho a la madre —suspira Sharifa, antes de que las otras tres mujeres la acribillen a nuevas preguntas.

Le preguntan sobre la parentela. Todavía tienen a muchos parientes en Pakistán: tíos y tías, sobrinos y sobrinas, familias a las que la situación todavía no les parece lo suficientemente segura como para volver, o que no tienen nada por lo que volver: la casa bombardeada, los campos repletos de minas, la tienda quemada. Pero todos añoran su tierra, igual que Sharifa.

Leila debe ir a la cocina a preparar la cena. Le alegra el retorno de su cuñada, le parece que es así como debe ser. Pero teme las riñas que siempre tiene Sharifa con los hijos, las cuñadas y la suegra. Leila se acuerda de cómo Sharifa les mandaba a todos a la porra.

—Vete y llévate contigo a tus hijas —decía Sharifa a Bibi Gul—. Aquí no hay sitio para vosotras, queremos vivir solos —vociferaba cuando Sultán no estaba presente.

Esto sucedía cuando Sharifa reinaba tanto en la casa como en el corazón de su marido. Fue sólo en los últimos años, después de que Sultán tomó una segunda mujer, cuando Sharifa se volvió más simpática y humana con los parientes de su esposo.

—Lo que sí habrá es todavía menos espacio en el apartamento —suspira Leila.

Ya no viven once, sino trece personas en las pequeñas habitaciones. Leila pela unas cebollas que le hacen llorar lágrimas amargas. Rara vez llora de verdad, ha suprimido todos sus deseos, anhelos y rencores. Ya no huele a recién lavada, el olor a jabón del
hammam
ha desaparecido hace tiempo. El aceite de la sartén le salpica el pelo impregnándolo de un olor a grasa agria. Siente escozor en sus manos debido a la salsa de chile que penetra su piel desgastada.

Leila prepara una cena simple, nada especial con motivo del regreso de Sharifa. La familia Khan no tiene costumbre de celebrar a sus mujeres; además tiene que ser un plato que le guste a Sultán. Carne, arroz, espinacas y habas en grasa de cordero. A menudo sólo hay carne para Sultán y sus hijos varones, y tal vez un trozo para Bibi Gul. Las demás mujeres comen arroz y habas.

—Vosotras no os habéis ganado ningún derecho. Vivís de mi dinero —subraya el patriarca.

Sultán vuelve cada noche de sus tiendas con un montón de dinero. Cada noche lo guarda bajo llave en su armario. Muchas veces trae grandes bolsas rebosantes de granadas jugosas, plátanos dulces, mandarinas y manzanas, alimentos caros, sobre todo fuera de temporada. Toda la fruta la guarda también bajo llave, y sólo él y Sonya la comen. Sólo ellos tienen llave.

Leila contempla unas pequeñas naranjas duras sobre el alféizar. La pulpa empezaba a quedarse seca y Sonya las dejó en la cocina, para la comunidad. A Leila ni se le ocurriría probarlas. Si está condenada a comer habas, pues comerá habas. Las naranjas seguirán ahí hasta que se pudran o se sequen del todo. Leila mantiene la cabeza bien alta y coloca la pesada olla de arroz en el fogón, introduce la cebolla picada en la sartén medio llena de aceite y luego tomates, especias y patatas. Leila cocina bien. Leila hace casi todas las cosas bien. De modo que de ella se espera que lo haga todo. Durante las comidas suele estar sentada en el rincón al lado de la puerta, y corre a la cocina si alguien necesita algo o para servir las fuentes. Sólo cuando ve que todos se han servido, se pone en su plato el resto. Un poco de arroz con aceite y habas hervidas.

Educada para servir, se ha convertido en una sirvienta. Todo el mundo le da órdenes. Y con cada orden que obedece, todos la respetan menos. Cuando alguien está de mal humor, Leila tiene la culpa. Una mancha que no se ha quitado de un jersey, un trozo de carne mal frito, no faltan excusas cuando se trata de sacarse la cólera de encima.

Cuando los parientes invitan a la familia a una fiesta, es Leila quien va a ayudar a primera hora de la mañana, después de servirle el desayuno a su propia familia. Va a pelar patatas, a hacer caldo, a picar verdura. Cuando llegan los invitados —entre ellos su familia—, apenas le da tiempo para cambiarse de ropa antes de servirles la comida. Termina la fiesta lavando la vajilla en la cocina. Leila es una Cenicienta sin príncipe.

Sultán vuelve a casa junto con Mansur, Eqbal y Aimal. Besa a Sonya en el pasillo y saluda brevemente a Sharifa en el salón. Los viejos cónyuges han pasado un día entero en el coche, viajando de Peshawar a Kabul, y no necesitan hablar más de momento. Sultán y los chicos se sientan. Leila acude con una palangana de estaño y un jarro. Pasa la palangana delante de cada uno y ellos se lavan las manos, luego les alcanza una toalla. El hule está en el suelo y la comida se puede servir.

Yunus, hermano menor de Sultán, saluda cariñosamente a Sharifa. Le pregunta por los parientes, antes de callar como de costumbre. Rara vez dice algo durante las comidas. Tranquilo y ponderado, no suele participar en las conversaciones de la familia. Es como si no le importasen, y él, por su lado, nunca explica sus evidentes tristezas. Este hombre de veintiocho años está profundamente insatisfecho con la vida.

—Es una vida de perro. Trabajo de la mañana a la noche y como migajas en la mesa de mi hermano.

Yunus es la única persona cuyo menor deseo Leila satisface de todo corazón. Es el hermano que ella ama. De vez en cuando él le hace pequeños regalos: una hebilla de plástico, un peine...

Esta noche cierta pregunta está en los labios, pero aún no se atreve a hacerla. Sharifa se le adelanta y se explaya:

—Las cosas se han complicado con Belkisa. Su padre está de acuerdo, pero su madre no. Al principio, la madre también quería, pero luego ha hablado con una parienta que tiene un hijo joven que quiere casarse con Belkisa. Ofrecieron dinero y la madre empezó a dudar. Además, esta parienta ha hablado mal de nuestra familia. De modo que no te puedo decir nada concreto todavía.

Yunus se sonroja y mira a los demás con resquemor, pero sin decir palabra; la situación es humillante para él. Mansur sonríe despectivamente.

—La niña no quiere casarse con el abuelo —refunfuña en voz baja. Yunus lo oye perfectamente, aunque esas palabras no llegan a oídos de Sultán.

Yunus ha sido despreciado y su última esperanza parece estar evaporándose. Se siente fatigado. Fatigado de esperar, fatigado de buscar, fatigado de vivir encerrado en una caja.

—¡Té! —ordena Yunus, intentando interrumpir la verborrea de Sharifa sobre las razones de la familia de Belkisa para no querer darle a su hija en casamiento.

Leila se levanta. Ella también está decepcionada. Había esperado que al casarse Yunus, éste les llevara a ella y a su madre con él. Todos podrían vivir juntos, Leila sería de lo más servicial. Enseñaría a Belkisa a llevar la casa y se ocuparía de las tareas más duras. Belkisa podría incluso seguir estudiando si quería. La vida sería bella.

Leila haría lo que fuera para salir de la casa de Sultán, donde nadie la aprecia. El cabeza de familia se queja de que ella no prepara la comida como a él le gusta, dice que come demasiado, que no obedece a Sonya. Su sobrino mayor la acosa constantemente con sus críticas. A menudo Mansur la manda a la porra.

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