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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (40 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—¿Crees que un colador sirve como cedazo? —preguntó a la cocina vacía.

Arlo
haraganeaba a sus pies, observándola, pero ella realmente no le había dirigido la pregunta a él. Quizá Connie esperaba percibir algo de lo que su abuela habría pensado. Era evidente que a Sophia la cocina no le importaba demasiado. Aparte de las botellas y los frascos que ocupaban los estantes, la cocina era sorprendentemente frugal: dos cucharas de madera, una cuchilla desafilada, una sartén plana de hierro. Connie sonrió. Una vez, Grace se había quejado de que, cuando estaba creciendo, su madre nunca le había dado para comer más que queso, galletas, remolachas enlatadas y jamón sazonado con salsa picante. Y para eso no se necesitaban utensilios de cocina especiales. Abrió y cerró las hojas de la podadera y sintió que la oxidada juntura comenzaba a ceder.

—Muy bien —dijo en voz alta.

Miró a su alrededor, pensando vagamente que ese experimento podría requerir de un telón de fondo más dramático que la estrecha cocina, con su escoba recostada y cuajada de cera y su sencilla puerta de tela metálica. Pero era allí donde ella más cómoda se sentía, más al mando de la situación. El resplandor del candil llenaba por completo la pequeña estancia, convirtiendo en una espesa sombra el minúsculo espacio que había detrás de los frascos que aún quedaban en las estanterías, pero dejando a Connie con la tranquilizadora sensación de que su mundo era definido, controlable.

—De acuerdo —dijo.

Abrió las tijeras en el ángulo correcto y balanceó el colador, con el lado redondo hacia abajo, entre las hojas extendidas. Apartó lentamente la mano del colador, cogiendo sólo uno de los mangos de las tijeras y dejando que el otro oscilara libremente. Ahora sólo tenía que preguntar. Sólo preguntas que requirieran un sí o un no por respuesta, eso decía el libro. Connie apretó los dientes y enderezó levemente la columna vertebral. Pensó en Linda susurrando temerosa, en el teléfono del hospital.

—Si no recibe ayuda pronto —preguntó Connie —, ¿Sam morirá?

Una sensación picante, de hormigueo, que ahora ya le resultaba familiar, se acumuló en la palma de la mano que sostenía el mango de las tijeras, enviando una energía vibratoria casi dolorosa a través de sus dedos, subiendo por el antebrazo y bajando luego a las hojas de las tijeras. Un brillo azulado crepitó en el centro vacío del colador, lanzando diminutas descargas de electricidad, una o dos de las cuales salieron disparadas hacia afuera, tocando primero la encimera junto al fregadero, luego la antigua nevera, el techo y el suelo. De pronto, la hoja libre de las tijeras se proyectó hacia afuera y el colador cayó con tanta fuerza que pareció como si una mano invisible lo hubiese golpeado. En el instante en que el colador rebotó contra el suelo, la energía azulada desapareció.

Connie se quedó inmóvil donde estaba, absolutamente atónita. «Ha funcionado. ¡Ha funcionado!» ¿Cómo era posible? Quizá podía racionalizar la aparición del diente de león en el parque Common o la cinta en la sala de estar como una coincidencia, un accidente. Pero aquí y ahora, en esa cocina, el dolor que ascendía vertiginosamente a través de sus nervios insistía en que lo que estaba experimentando era verdad, acababa de suceder. «Sólo porque no crea usted en algo —la voz de la mujer de los pendientes de la tienda wicca resonó en su cabeza —, no significa que no sea real.»

Pero ¿qué decía el libro de Chandler? Si el cedazo se volcaba significaba una respuesta afirmativa. Eso significaba sí.

Sam moriría si no se hacía algo pronto.

Connie tragó con esfuerzo, inclinándose para recoger el colador.
Arlo
la observaba desde un rincón de la cocina, medio oculto detrás de la nevera.

—Está bien, está bien, está bien —susurró para sí, balanceando nuevamente el colador sobre las hojas abiertas de las tijeras.

Grace había dicho que era una muestra de arrogancia tener la pretensión de poder explicarlo todo. Connie trató de apartar el asombro que sentía ante el mecanismo que sustentaba lo que estaba ocurriendo y concentrarse en el efecto. Extendió el brazo, centrando toda su atención en el colador, y bajando la mano libre junto al cuerpo. Se aclaró la garganta, encerrando su miedo en un pequeño cofre con llave en su mente.

—¿Los médicos serán capaces de ayudarlo? —preguntó, y su voz llenó la pequeña habitación.

Nuevamente la sensación de hormigueo se extendió a través de sus nervios en la mano y el antebrazo, otra vez las chispas azules se congregaron en el colador y salieron disparadas hacia adelante, bombardeando las superficies cercanas de la cocina. Pero en esta ocasión el colador no se movió. Las chispas comenzaron a desvanecerse, sus trayectorias se acortaron, y el resplandor retrocedió hacia el vientre del colador de verduras. Las cejas de Connie se elevaron súbitamente.

—¡No, no, no! —musitó, y agitó las tijeras con fuerza, deseando obtener una respuesta diferente.

El colador permaneció inmóvil sobre la hoja. Era como si formara parte de las tijeras, como si lo hubiesen pegado allí.

Los ojos, bordeados de rojo, se llenaron de lágrimas calientes, y Connie se frotó el rostro cansado con un brazo.

—¿Qué… qué… qué hago? —jadeó al borde del pánico, la mente debatiéndose a través de posibles preguntas de sí o no que pudiera formular para clarificar la situación de Sam. Volvió a tragar y la respiración se volvió superficial en sus pulmones —. Está bien —se dijo —, está bien, ya lo tengo.

Respiró profundamente, irguiéndose de nuevo, y se secó la palma húmeda y pegajosa en los fondillos del pantalón.

—¿Hay
alguien
que pueda ayudarlo? —preguntó.

Ahora el hormigueo fue más intenso, más doloroso, y Connie apretó los dientes contra esa sensación desagradable, invasiva, lacerante, que se extendía a través del brazo hasta alcanzar el hombro. Las sacudidas azules salieron disparadas aún más lejos desde el colador, alcanzando varias de las botellas de vidrio, el techo y la frente de Connie perlada de sudor. Mientras entornaba los ojos ante el estallido azul tan próximo a su rostro, el colador giró sobre el extremo de las hojas abiertas de las tijeras, chocando contra uno de los frascos de vidrio sin etiqueta, que proyectó una lluvia de cristales rotos y frutas podridas en una gran rociada a través de la estantería de la cocina, rebotó en el borde de la encimera y cayó al suelo. «¡Sí! —Connie estaba exultante —. ¡Eso significa sí! Y estoy mejorando. Es igual que con las plantas. El resultado se vuelve más claro a medida que practico.»

—Pero no me dirá quién puede ayudarlo —razonó en voz alta, recogiendo nuevamente el colador. Tenía una nueva muesca donde la pintura había saltado al golpear contra el borde afilado de la encimera, y Connie frotó el metal con la yema del pulgar —. Porque sólo son respuestas afirmativas o negativas.

Reflexionó durante un momento mientras sopesaba sus opciones. Volvió a extender las tijeras, colocando el colador cautelosamente en su sitio y retirando la mano. Con cada intento, el dolor era más intenso. Sería mejor que eligiese sus preguntas con cuidado. Pronto el dolor se volvería insoportable y no podría continuar.

De pronto, la pregunta que debía formular apareció perfectamente formada en su cabeza y lo supo.

—¿Soy yo quien puede ayudar a Sam? —preguntó, reuniendo reservas extras de fuerzas para llenar la habitación con su voz.

Tensó el rostro, los ojos apenas dos finas ranuras, la cabeza echada hacia atrás, lejos de su brazo extendido, mientras una lluvia de chispas azules comenzaba a derramarse desde el interior del colador. La sensación lacerante y súbita se extendió a lo largo del brazo, proyectando zarcillos de dolor a través de los músculos del pecho y alrededor de la parte superior de la espalda. Se dio cuenta de que estaba emitiendo un sonido quejumbroso y agudo a través de las muelas y la nariz mientras el colador salía despedido, lejos de las hojas de las tijeras, contra el estante superior de la cocina, para caer luego a plomo en el suelo, donde resonó con un ruido seco.

En el instante en que el colador tocó el suelo, el dolor desapareció y Connie jadeó, expulsando el aire a través de los labios apretados. Cambió las tijeras a su mano libre y sacudió la mano que las había sostenido, doblando y flexionando las articulaciones de los dedos. Connie dedujo que podía formular una pregunta más antes de que el dolor se volviese insoportable. Tenía que adoptar una estrategia. Después de un momento de reflexión, supo exactamente lo que debía preguntar.

Con una mano ligeramente temblorosa, extendió las hojas de las tijeras de podar hasta que estuvieron a nivel del hombro. Luego acercó el colador, colocándolo suavemente entre las afiladas hojas de las tijeras, y llevó su mano libre hasta apoyarla detrás de la espalda. Clavó las uñas en la palma, esperando que esa sensación la distrajese del inminente dolor. Oyó un pequeño gemido que procedía de detrás de la nevera.

—Ya casi he terminado,
Arlo
—susurró —. Podemos soportarlo, ¿verdad? —Respiró profundamente, dejó escapar el aire y luego dijo —: Sí.

Connie volvió a erguirse y con una voz que brotaba de las profundidades de los pulmones, habló:

—¿La solución se encuentra en el libro de sombras de Deliverance Dane? —preguntó y, al tiempo que las palabras salían de su boca, las chispas azules comenzaron a brotar desde el colador.

El resplandor frío se abrió como un hongo desde el centro del utensilio de metal, hirviendo como si fuese un pan dejado demasiado tiempo para que fermentara, y las chispas se precipitaron en una lluvia alrededor de Connie, crepitando y tamborileando contra todas las superficies de la cocina, golpeándole la cara, el pecho, los brazos y las piernas.

Sintió que el brazo era atravesado por metal fundido, fluyendo desde las puntas de los dedos hasta el cuello, bajando por el costado izquierdo y alcanzando la pierna, el tobillo y los dedos de los pies. Apretó los labios, respirando con fuerza a través de la nariz, clavándose las uñas en la palma de su mano libre con tanta fuerza que sintió que la sangre comenzaba a humedecerle los nudillos.

El colador empezó a sacudirse en su sitio y las tijeras se abrieron con tanta fuerza que salieron girando de su mano, atravesando la pequeña habitación y golpeando la jamba de la puerta con un ruido seco y haciendo que la hoja se clavase varios centímetros en la madera. El colador permaneció un instante suspendido donde estaba antes de golpear contra la esquina del armario elevado, lo que produjo una gran muesca en el metal. Luego fue dando tumbos a través de la habitación para chocar contra la pared opuesta, donde rebotó contra otros frascos de conservas que había en el estante y los hizo pedazos antes de caer al suelo y hundirse un par de centímetros en el linóleo.

Connie se inclinó hacia adelante, apoyando las manos sobre las rodillas, el rostro perlado de sudor, boquiabierta ante las últimas chispas azules que se retiraban dentro del vientre roto del colador que estaba en el suelo, rodeado de una lluvia de astillas y cristales rotos. La llama del candil osciló y las sombras en la cocina brincaron y se inclinaron, danzando detrás de los objetos que las proyectaban. Connie cerró los ojos con fuerza y al poco los abrió, levantándose lentamente hasta quedar erguida. Un ojo marrón apareció en el espacio imposiblemente pequeño que había detrás de la nevera y parpadeó una vez.

—Todo va bien,
Arlo
—dijo ella al rostro que emergía de la oscuridad —. Ahora sé lo que debo hacer.

Capítulo 20

Cambridge, Massachusetts

Finales de agosto

1991

E
l guardia apenas si alzó la vista cuando Connie le mostró su tarjeta de identificación plastificada. Sus pies estaban apoyados en el mostrador, junto a los torniquetes metálicos. La ornamentada entrada de mármol de la biblioteca Widener estaba invadida por el somnoliento silencio de finales del verano. El hombre asintió, autorizando su paso a través del torniquete con evidente desinterés, sin apartar ni un momento los ojos del crucigrama que tenía sobre el regazo. Connie se dirigió hacia la sala de conferencias y volvió a guardar su identificación en el bolsillo de sus tejanos cortados. Las chanclas golpeaban contra sus talones, y el sonido hacía que se sintiera pequeña e insegura mientras se dirigía hacia los terminales de los ordenadores.

Una fila de sombrías pantallas verdes la estaban esperando con los cursores amarillos que parpadeaban listos para su uso. Connie realizó una breve búsqueda de palabras clave, como «almanaque», «Deliverance Dane» y «recetas de remedios». Todos los resultados de catálogos digitales acababan en 1972. Frunció el ceño volviéndose hacia el imponente edificio de roble donde estaban los bibliotecarios de consulta.

Connie tamborileó con los dedos sobre el tablero del escritorio, esperando a que el joven de anteojos que estaba sentado detrás le prestara atención. El bibliotecario estaba inclinado sobre un cuaderno de ejercicios abierto, con un lápiz en la mano, y alzó un largo dedo índice para indicarle que estaría con ella dentro de un momento. Connie dejó escapar el aire sonoramente por la nariz denotando su impaciencia, y el joven dejó el lápiz sobre el escritorio y se levantó. Su cuaderno estaba lleno de caracteres chinos.

—Lo siento —dijo —. Traducción. ¿Puedo ayudarla? —preguntó con un tono brusco pero no desatento.

—Sí, estaba utilizando el sistema Unix para buscar un libro raro, pero todas las entradas de catálogos parecen acabar en 1972 —dijo, apoyando los codos sobre el escritorio.

El joven puso los ojos en blanco con un gesto de irritación apenas disimulado.

—Bueno, sí. La base de datos sólo está completa hasta 1972, porque ésos son los registros que han sido escaneados. La biblioteca comenzó a funcionar con material actual y está trabajando hacia atrás. Si quiere los registros completos de aquellos libros que fueron publicados con anterioridad a esa fecha, tendrá que utilizar el catálogo de fichas.

El bibliotecario señaló con la goma de borrar la pared de pequeños cajones de madera.

Connie suspiró. Otro día con un catálogo de fichas.

—¿En qué año fue publicado el libro que está buscando? —preguntó, volviéndose hacia su ordenador.

—No estoy del todo segura —dijo ella —, pero sin duda fue antes de la década de 1680.

Estiró un poco el cuello para ver lo que el joven estaba tecleando.

El bibliotecario emitió un leve silbido entre dientes mientras sus dedos se movían sobre el teclado. Luego pulsó la tecla
intro
con un toque autoritario y final.

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