El libro de un hombre solo (35 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—Yo no sé nada, no he hecho nada —negaba ella.

—¿Quiere que le dé detalles para refrescarle la memoria? Vivía en la primera planta, un abanico de junco colgaba de la ventana que daba a la calle. Usted se aproximó a la ventana, con su hijo en brazos, y descolgó el abanico...

El esperaba que ella asintiera.

—No recuerdo nada de eso.

La anciana cerró los ojos e intentaba no prestarle atención.

—Hay pruebas de las personas concernidas, documentos escritos. Su marido, su ex marido, salió por la terraza de detrás de la casa, tenemos su confesión escrita; usted ha contribuido mucho a la revolución —continuaba provocándola.

La mujer resopló ligeramente, sonreía con cierta dulzura.

—Usted protegió la huída de su marido, pero la detuvieron unos agentes secretos en una emboscada. —Lanzó un hondo suspiro, una argucia más del investigador.

—Si lo sabe todo, ¿sobre qué está investigando? —dijo la mujer, abriendo de nuevo los ojos y dirigiéndose a él con una voz segura.

—No se preocupe —explicó él—, esta investigación no le concierne, ni a usted ni a su ex marido, usted protegió su huida y no lo detuvieron, los documentos están muy claros en ese sentido. Buscamos aclarar unas cosas sobre otro miembro del Partido clandestino a quien encarcelaron poco después. No tiene nada que ver con usted, pero lo encerraron en la misma cárcel. ¿Cómo consiguió salir? Según su propia confesión, fue la organización del Partido quien lo rescató; ¿sabe algo de eso?

—Ya le he dicho que yo no era miembro del Partido, no me pregunte sobre eso.

—Le pregunto sobre lo que ocurrió en la cárcel. Por ejemplo, ¿qué había que hacer para salir?

—¿Les ha preguntado a los guardias de la prisión? ¡Vaya a preguntar a los del Guomindang! Yo soy una mujer, estaba encerrada en esa prisión con mi hijo, todavía le daba el pecho.

Ella se había enfurecido, golpeó la mesa con rabia, como una vieja campesina que se deja llevar por su emoción.

Él también podía dejarse llevar por su emoción. En aquella época la forma de investigar era como un interrogatorio, y la relación que se establecía entre el investigador y la persona a quien interrogaba era como la del juez con el acusado o, incluso, como la del carcelero con el criminal. Sin embargo, intentó mantener la calma para decirle tranquilamente que no había ido a investigar cómo salió ella de la cárcel, sino que le pedía que le diera detalles sobre la situación en las cárceles de entonces; por ejemplo, sobre qué tenían que hacer los presos políticos para poder salir.

—¡Yo no era un preso político! —gritó la mujer.

El dijo que quería creerla, ella no era miembro del Partido, ella se vio en esa situación como pariente, estaba convencido, no tenía la intención ni la obligación de llevarle la contraria, pero ya que había ido a aclarar ese asunto, le rogaba que escribiera su testimonio.

—Si no sabe lo que ocurrió, tan sólo escriba que no sabe lo que ocurrió; perdone por haberla molestado, no iremos más lejos —explicó él.

—No puedo escribir —dijo ella.

—¿Usted no ha sido profesora? Hasta ha ido a la universidad, ¿no?

—No tengo nada que escribir —ella continuaba negándose.

Eso significaba que ella no quería dejar ninguna huella sobre aquella parte de su vida, no quería que la gente supiera por qué se refugió en aquel pueblo y se unió a un hombre que se dedicaba al teatro de sombras chinescas, pensó.

—¿Lo ha vuelto a ver?

El hablaba de su ex marido, el alto funcionario.

Ella no respondió nada.

—¿Sabe que todavía está viva?

Ella continuó en silencio. Sin decir ni una palabra. Él acabó perdiendo la paciencia y guardó el bolígrafo en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Cuándo murió su hijo?

Hizo la pregunta porque sí, sin pensarlo, y se levantó.

—En la cárcel, acababa de cumplir un mes... —La anciana se calló y se levantó del banco.

Dejó de hacer preguntas y se puso los guantes. La mujer lo acompañó en silencio a la puerta. Él se despidió inclinando la cabeza.

Una vez en el camino de tierra, marcado por dos profundas roderas, se volvió y vio a la anciana de pie en el umbral de su casa; no se había anudado el pañuelo de la cabeza. Cuando él se volvió, ella entró en casa.

En el camino, el viento había cambiado de dirección, era un viento del nordeste, mezclado con copos de nieve que se hacían cada vez más gordos. La llanura estaba desierta, los cultivos habían sido cosechados, la nieve, en el infinito, le hacía entornar los ojos. Llegó al albergue de la comuna popular antes de que se hiciera de noche y recuperó la bicicleta. En principio, no debía volver a la cabeza de distrito esa misma noche; pero, sin saber demasiado por qué, se subió rápidamente a la bicicleta. La nieve había cubierto la carretera y los campos, y le costaba mucho encontrar el camino. El viento le empujaba por detrás, y hacía que los copos de nieve revolotearan. Por suerte, iba en la buena dirección. Agarrado con firmeza al manillar, iba de rodera en rodera, debido a la nieve no distinguía nada, hasta que se caía, se levantaba, se volvía a subir, y marchaba dando tumbos. Delante de él, una extensión gris, los copos de nieve revoloteando...

35

—¡Miserable! ¡Payaso! —gritó el ex teniente coronel, que en aquella época se había convertido en el hombre fuerte de la comisión de control militar y ocupaba el cargo de jefe adjunto del grupo encargado de la depuración de las filas de clase. El jefe principal, por supuesto, era un militar en servicio activo.

De hecho, tú no eras nada más que un payaso miserable, un guisante que giraba en la gigantesca cesta de la dictadura total, incapaz de salir. Sin embargo, no te dejabas aplastar fácilmente. Tenías que aceptar el control militar, no había más remedio, como también tenías que participar en las manifestaciones que se organizaban para aclamar las últimas directivas de Mao, que se sucedían sin parar; directivas que siempre emitían en la radio, en el informativo de la noche. Entre preparar las pancartas, juntar a los grupos y bajar en rangos a la calle, a menudo se hacía medianoche. En medio de los golpes de tambor y de gong, los asistentes gritaban las consignas, las columnas acudían en tropel a la avenida Chang'an, que recorrían de oeste a este, luego en sentido contrario, mientras todos se miraban, mostrando una gran exaltación, para que no pareciera que en el fondo de cada uno había una profunda inquietud.

No había ninguna duda de que eras un payaso, si no, te habrías convertido en «una mierda que todos despreciarán», según la advertencia del viejo Mao que fijaba el límite entre el pueblo y sus enemigos. Para elegir entre el payaso y la mierda de perro, preferiste el payaso. Cantabas a voz en grito la canción militar «Las tres grandes reglas de disciplina y las ocho advertencias», y debías, como un soldado, mantenerte erguido delante del retrato del Dirigente Supremo que habían colgado en mitad de la pared de cada despacho, gritar tres veces «Larga vida» y empuñar
El Pequeño Libro
con la tapa de plástico rojo. Esta ceremonia inevitable tenía lugar al principio y al final de la jornada laboral, después de que el ejército se hiciera con el control de la institución. La llamaban «pedir las instrucciones de la mañana» y «presentar el informe de la tarde».

Eran momentos muy serios, te mantenías realmente en estado de alerta, no se podía reír. Las consecuencias habrían sido inimaginables, a menos que te hubieras preparado para ser un contrarrevolucionario o esperaras convertirte en un mártir. Lo que decía el ex teniente coronel era verdad, realmente era un payaso, pero un payaso que no se atrevía a reír. El que puede reírse ahora eres tú, cuando recuerdas aquella época, pero de hecho no siempre lo consigues.

Él se convirtió en el representante de una organización de masas en el seno del grupo de depuración que controlaba el ejército. Cuando lo eligieron los dirigentes y las masas de su facción, comprendió que había llegado al fin de sus días. Pero aquellos dirigentes y aquellas masas realmente deseaban que él los protegiera; no sabían que el asunto de la «tenencia de armas» de su padre podía apartarlo de la gran familia revolucionaria.

Durante la reunión del grupo, el delegado del ejército, Zhang, leyó en voz alta un documento llamado «control interno»; es decir, una lista de miembros del personal que tenían que someterse a un control interno. Era la primera vez que escuchaba esa expresión, le sorprendió mucho. El «control interno» no sólo estaba dirigido a los trabajadores comunes, también a algunos altos cargos del Partido, que había que castigar rápidamente por ser «malos elementos» que se habían mezclado con las masas. Ya no era la violencia de las guardias rojas que tuvo lugar dos años antes, tampoco la lucha entre las distintas facciones de las organizaciones de masas; ahora el ataque tenía lugar sin precipitación, lo dirigía el ejército como si se tratara de un plan de batalla trazado con todo detalle. La comisión de control militar quitó los precintos de los archivadores relativos a los asuntos del personal; los documentos de las personas con problemas se amontonaban sobre la mesa del delegado Zhang.

—Todos vosotros sois delegados y habéis sido elegidos por las organizaciones de masas. Espero que, una vez que os hayáis librado de la manía burguesa de fraccionarse, podáis echar de vuestras filas a los malos elementos que se hayan infiltrado. Sólo debemos tener una única postura, la del proletariado, y no la de una fracción. Lo mejor es que todo el mundo discuta caso por caso y determine quién debe entrar en la primera lista y quién en la segunda. También habrá posiblemente una tercera, y los trataremos con clemencia si reconocen por ellos mismos sus crímenes, se confiesan y proceden a las denuncias; de lo contrario, seremos implacables.

El delegado Zhang, de cara ancha y cuadrada, barrió con la mirada a los representantes de las organizaciones de masas, golpeó con sus gruesos dedos el montón de documentos que tenía delante de él, luego levantó la tapa de su taza de té y se puso a beber antes de encender un cigarrillo.

Él hizo algunas preguntas prudentes, ya que el delegado del ejército había dicho que podían discutir. Preguntó si Lao Liu, su antiguo jefe de sección, a pesar de su origen social, que era el de un terrateniente, tenía otros problemas. Luego hizo algunas preguntas sobre una jefa de subsección, antigua miembro del Partido en tiempos de la clandestinidad, organizadora del movimiento estudiantil y que, según se desprendía de su investigación, nunca había sido detenida, ni pesaba sobre ella sospecha alguna de traición hacia el Partido ni de rendición al enemigo; ignoraba por qué también formaba parte de los casos especiales. El delegado Zhang volvió la cabeza hacia él, levantó los dos dedos que sostenían un cigarrillo, y lo miró sin decirle nada. Fue precisamente en ese instante cuando el ex teniente coronel le insultó:

—¡Miserable! ¡Payaso!

Bastantes años más tarde, leerías algunas memorias que desvelarían poco a poco las luchas internas del Partido. Te darías cuenta de que en las reuniones del Buró Político, Mao Zedong también miraba así a sus mariscales o generales que tenían un punto de vista diferente al suyo, mientras fumaba y bebía té, y que otros mariscales y generales se levantaban furiosos de inmediato para reprimirlos y evitar que el viejo tuviera que gastar saliva.

Evidentemente, tú no mereces a un mariscal o a un general, y es un teniente coronel quien te fustiga: «Insecto rastrero».

Es cierto, sólo eres un minúsculo insecto, ¿qué vale la vida de un insecto?

Después del trabajo, al ir a buscar la bicicleta al cobertizo de la planta baja, se dio de bruces con su colega de despacho, Liang Qin, que se encargaba de su trabajo desde que empezó la rebelión, hacía ya más de dos años. Pero su carrera de rebelde estaba llegando a su fin. Como no había nadie cerca de ellos, le dijo:

—Sal primero y ve despacio después del cruce, tengo algo que decirte.

Liang se subió a la bicicleta, él le siguió y luego llegó a su altura.

—Ven a mi casa a tomar algo —dijo Liang.

—¿Quién hay en tu casa? —preguntó él.

—Mi mujer y mi hijo.

—No, mejor que hablemos mientras vamos en bicicleta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Liang, que temía que tuviera que darle una mala noticia.

—¿Qué problema tuviste en el pasado? —preguntó sin mirarlo, como si no le diera mucha importancia.

—¡Ninguno! —exclamó Liang, que casi se cae de la bicicleta al oír esas palabras.

—¿Tienes relaciones con el extranjero?

—¡No tengo ningún pariente en el extranjero!

—¿Has enviado cartas al extranjero?

—Espera, déjame pensar...

El semáforo estaba en rojo, apoyaron los pies en el suelo.

—Ah, sí, ya me hicieron esa pregunta, hace mucho tiempo —dijo Liang a punto de echarse a llorar.

—¡No llores, no llores! Estamos en plena calle —dijo él.

El semáforo se puso verde y los vehículos empezaron a circular.

—¡Hablame con franqueza, no tienes nada que temer, no te comprometería! —Liang Qin se paró—. Lo único que te digo es que sospechan de ti, algo relacionado con el espionaje, ten cuidado.

—¡Qué dices!

El dijo que tampoco lo veía muy claro.

—Lo único que hice fue escribir una carta a Hong Kong, a uno de mis vecinos, con quien crecí; hace tiempo que se fue con una tía suya a Hong Kong. Le escribí para que me comprara un diccionario de argot inglés. Nada más, no pasó nada más. Era la época de la guerra de Corea, acababa de conseguir mi diploma en la universidad, estaba en el ejército, trabajando como intérprete, en un campo de prisioneros...

—¿Y recibiste el diccionario? —preguntó él.

—No. ¿Eso quiere decir que... aquella carta nunca llegó a su destino? ¿Se la quedaron? —preguntó Liang.

—¿Quién sabe?

—¿Sospechan que mantengo relaciones con los servicios de inteligencia del extranjero?

—Eso lo has dicho tú.

—¿Tú también piensas lo mismo? —preguntó Liang inclinando la cabeza.

—¡Claro que no! ¡Si fuera así, no te lo habría contado! ¡Sé prudente!

Un largo trolebús articulado los rozó, Liang giró su manillar; casi lo atropellan.

—No me extraña que me expulsaran del ejército... —reflexionó Liang, en voz alta, tras caer en la cuenta.

—No era lo más grave.

—¿Qué más hay? Dímelo todo, puedes estar tranquilo, yo no te denunciaría nunca. ¡Ni aunque me golpearan a muerte!

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