El libro de un hombre solo (33 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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32

En la mochila que dejó la joven había un carné de estudiante con el apellido de Xu, como ella había dicho, pero el nombre era Qian. También había pequeños diarios y octavillas que denunciaban la situación. Probablemente iba a Beijing a poner una denuncia. Sin embargo, aquellos documentos se difundían públicamente. Quizá sólo fuera a Beijing a refugiarse. Demostró que tenía mucho miedo de que la reconocieran cuando le puso en las manos la mochila que contenía sus papeles, pensó.

Como no tenía ningún medio de saber qué le había ocurrido, sólo podía buscar las novedades de aquella ciudad en los
dazibaos
pegados en las calles y en las octavillas. Recorrió en bicicleta la avenida Chang'an, desde Dongdan hasta Xidan, luego fue a la estación que está más allá de Qianmen, volvió a la puerta de detrás del parque Beihai, examinando uno a uno los
dazibaos
que denunciaban los enfrentamientos armados que estaban teniendo lugar en otras ciudades y provincias. Leía todo tipo de denuncias, incidentes sangrientos, fusilamientos, torturas atroces, a menudo acompañadas de fotos de cadáveres. Tenía la sensación de que Xu Qian estaba siendo víctima de todos aquellos dramas; lo pasaba fatal.

En la mochila también había la camisa de cuello redondo, sin mangas, adornada con pequeñas flores amarillas, que conservaba su olor, junto con sus braguitas arrebujadas, manchadas de sangre, y otros objetos que le dejó, haciendo que naciera en él un dolor difuso. Como si fuera por fetichismo, no paraba de sacar y examinar los objetos de la mochila. Luego se le ocurrió quitar la tapa de plástico de El Libro rojo y encontró una nota en la que estaba escrita una antigua dirección, calle de los Grandes Hombres, que había cambiado su nombre por el de calle de la Estrella Roja, probablemente la dirección de su tía. Salió de casa corriendo, luego reflexionó un poco y volvió a su habitación para volver a meter en la bolsa las cosas que había puesto en la mesa y llevárselas consigo. Tan sólo dejó la ropa que la joven llevó aquella noche.

Pasadas las diez de la noche, llamó a la gran puerta de un edificio cuadrado. Un mozo robusto le cerró el paso y le preguntó secamente:

—¿A quién busca?

Él explicó que quería ver a la tía de Xu Qian, pero el mozo se frotó las cejas con aspecto hostil, pensó que era un guardia rojo de sangre pura. Su entusiasmo cayó por los suelos y dijo fríamente:

—Sólo he venido a dar una noticia, tengo algo para su tía.

Su interlocutor le dijo entonces que esperara y cerró la puerta. Algo más tarde, el joven regresó con una mujer de mediana edad. Ésta lo miró de arriba abajo y le invitó con amabilidad a que dijera lo que había venido a decir. El sacó el carné de estudiante de Xu Qian y dijo que quería explicarle algo.

—Entre, por favor —dijo la mujer.

En la vivienda, la habitación principal del ala central estaba bastante desordenada, pero conservaba el estilo de un salón de un alto cargo.

—¿Usted es su tía? —preguntó él.

La mujer hizo un vago signo con la cabeza y le señaló el largo sofá.

Él le explicó que su sobrina —al menos la que creía que era su sobrina— no consiguió subir al transbordador, porque dejaron a todos los de la ciudad en el muelle. La tía sacó de la bolsa el montón de octavillas y se puso a ojearlas. El explicó que la situación era muy tensa en la ciudad, que hubo disparos, se perseguía a la gente por la noche y que seguramente Xu Qian debía de pertenecer a la facción atacada.

—¡Qué rebelión es esa! —exclamó la tía colocando las octavillas sobre la mesita de té. De hecho, su frase también podía pasar por una interrogación.

Él explicó que estaba muy preocupado, que temía que le hubiera ocurrido algo a Xu Qian.

—¿Usted es su novio?

—No —respondió, aunque tuvo ganas de decir que sí.

Después de un instante de silencio, él se levantó:

—Sólo he venido a prevenirla; pero, por supuesto, espero que no le haya ocurrido nada.

—Me pondré en contacto con sus padres.

—Yo no tenía la dirección de sus padres —dijo él con cierta audacia.

—Escribiremos a su casa.

La tía no tenía ninguna intención de darle las señas. Él sólo Herir:......

—Puedo dejarle mi dirección y el número de teléfono de mi unidad de trabajo.

La señora le dio un papel para escribir. Luego lo acompañó a la puerta y le dijo antes de cerrar:

—Ahora que conoce el lugar, no dude en volver.

Era una forma educada de agradecerle lo que había hecho.

Cuando volvió a su casa, se tumbó en la cama y se puso a recordar todos los detalles de aquella noche. Quería que cada frase que pronunció Xu Qian, el sonido de su voz en la oscuridad y los movimientos de su cuerpo se hubieran grabado en él.

Llamaron a la puerta; era Lao Huang, un funcionario que pertenecía a su facción y que nada más entrar le preguntó:

—¿Qué ha sido de ti? He venido a verte varias veces, no has ido al trabajo, ¿qué has estado haciendo? ¡No puedes continuar viviendo así, sin preocuparte por nada! ¡Han sacado a los funcionarios uno tras otro para acusarlos, se ha armado un gran lío en la asamblea!

—¿Cuándo? —preguntó él.

—¡Esta tarde, han llegado a las manos!

—¿Ha habido heridos?

Huang explicó que la banda de Danian golpeó al tesorero de la sección de finanzas, y le rompió las costillas a patadas porque venía de una familia de capitalistas. Amenazaron a todos los funcionarios que apoyaban su facción. Huang no tenía un buen origen de clase, ya que era hijo de un pequeño empresario, aunque fuera miembro del Partido desde hacía veinte años.

—¡Si no podéis proteger a los altos cargos que os sostienen —dijo Huang muy alterado—, vuestra organización va a caer en picado!

—Hace tiempo que me he retirado de la dirección, ahora estoy casi todo el tiempo fuera, en misión —dijo él.

—Pero esperamos que vengas a apoyarnos, el gran Li y los suyos no saben cómo protegernos. Todos venimos de la antigua sociedad; ¿quién no ha tenido problemas en su familia o en las personas cercanas? Han convocado para mañana una asamblea para juzgar a Lao Liu y a Wang Qi. Si no los paráis, ningún alto cargo querrá mantener sus lazos con vosotros. No es mi opinión personal, Lao Liu y los demás altos cargos me han encargado que venga a verte, nosotros confiamos en ti, te apoyamos, ¡debes venir y enfrentarte a ellos!

Los dirigentes también hacían pactos entre bastidores, la lucha por el poder había llegado a un punto en que nadie podía sobrevivir sin unirse a un clan o una facción. Los funcionarios que apoyaban su facción lo habían elegido y de nuevo debía estar en primera línea.

—Mi mujer también me ha dicho que venga a verte, nuestro hijo todavía es joven, si nos etiquetan ahora, ¿qué será de él? —le preguntó Huang, con una mirada ansiosa.

Conocía a la mujer de Huang, ya que trabajaba en el mismo sector que él. No podía quedarse parado, quizá porque había perdido a Xu Qian, que se quedó retenida en el muelle y que, aunque sólo fuera en su imaginación, había sido víctima de los últimos ultrajes. De cualquier modo, volvió al combate. La compasión, o al menos la simpatía que sentía hacia los que habían perdido el poder y estaban amenazados, ese humanismo, le hizo de nuevo perder la cabeza, despertando los sentimientos heroicos inherentes en él. Quizá también porque no le habían roto los huesos, no tenía que conformarse con la derrota. Aquella misma noche fue a ver al pequeño Yu para convencerlo de que había que proteger a los altos cargos que los apoyaban y Yu fue de inmediato a ver al gran Li. Pasó toda la noche sin dormir, contactando con otros jóvenes.

A las cinco de la mañana llegó a la calle donde vivía Wang Qi y encontró su casa. La gran puerta de estilo antiguo, con roblones remachados, estaba cerrada; en la callejuela había una tranquilidad absoluta, no pasaba nadie por allí. A la entrada de la calle ya estaba abierto el tenderete que servía desayunos. Bebió un tazón de leche de soja hirviendo y comió un buñuelo recién salido de la freidora; no aparecía nadie conocido en la calle. Tomó otro tazón de leche de soja y otro buñuelo, y por fin vio al gran Li que llegaba en bicicleta. Lo llamó haciendo un ademán. Li puso el pie en el suelo y le estrechó con vigor la mano, como a un viejo amigo.

—¿Has vuelto? ¡Qué bien!, realmente te necesitamos —dijo Li, mientras se acercaba; luego continuó en voz baja—: Hemos movido a Lao Liu durante la noche y lo hemos escondido. Si vienen, se llevarán un buen chasco.

El rostro de Li denotaba claramente su cansancio, parecía sincero, el antiguo rencor que los separaba había desaparecido. Era como cuando era pequeño, cuando los niños de las callejuelas se agrupaban en bandas rivales que se peleaban. Más que una camaradería artificial, entre ellos había una fidelidad fraternal. En ese mundo era necesario agruparse para sobrevivir. Li añadió:

—Ya he entrado en contacto con un grupo de bomberos, su jefe es como un hermano para mí. Si tenemos que pelear, con una simple llamada vendrán con sus coches para rociarlos a todos.

Alrededor de las seis, Yu y seis o siete jóvenes de la institución se encontraron en la entrada de la callejuela y aparcaron delante de la puerta de la casa de Wang Qi, apoyados en sus bicicletas, con el cigarrillo en los labios. Llegaron dos pequeños coches, pero se pararon a treinta metros. Reconocieron los vehículos de su institución. Nadie bajó de los coches, que permanecieron así durante cinco o seis minutos, antes de dar marcha atrás hacia la entrada de la calle y de marcharse.

—Entremos a ver a la camarada Wang Qi —sugirió él.

En aquel instante, Li pareció dudar:

—Su marido es un elemento de la banda negra.

—No es a su marido a quien venimos a ver —dijo él, y entró el primero.

La antigua jefa de la oficina salió a recibirlos. No dejaba de repetir:

—¡Gracias por haber venido, camaradas! ¡Entrad, entrad, por favor, tomad asiento!

El marido de Wang Qi era un teórico del Partido, pero en aquel momento había sido excluido por pertenecer a la banda negra antipartido. El pobre hombre, que estaba especialmente delgado, los miraba en silencio, inclinando levemente la cabeza. Habían precintado las puertas de las dos habitaciones contiguas. No tenía más remedio que quedarse y caminar de un lado a otro por la única sala accesible, fumando un cigarrillo tras otro y tosiendo sin parar.

—Camaradas, sin duda todavía no habéis desayunado, voy a prepararos algo —dijo Wang Qi.

—Gracias, ya hemos comido en la calle. Camarada Wang Qi, venimos a verla a usted, los coches de ellos ya se han ido, seguro que hoy no vendrán más por aquí —dijo él.

—Bueno, voy a prepararos un poco de té... —Era una mujer; por eso no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas y rápidamente se dio la vuelta.

Las cosas tomaban un giro inesperado, estaba protegiendo a la esposa de un miembro de la «banda negra antipartido». Cuando Wang Qi todavía estaba en funciones, ella le previno de su relación con Lin, la presión después se relajó y no era nada comparada con todo lo que ocurriría más tarde.

Al contrario, le estaba agradecido por no haber hecho una investigación sobre su relación adúltera con Lin. Ahora, en cierto modo, le estaba devolviendo el favor.

Li, sus compañeros y él, mientras sorbían el té de la camarada Wang Qi, funcionaria revolucionaria, esposa de un elemento de la banda negra antipartido, decidieron fundar una brigada suicida compuesta esencialmente por los presentes. Si la parte contraria atacaba a los funcionarios que estaban de su lado, ellos acudirían a protegerlos.

Sin embargo, no pudieron evitar el enfrentamiento. Danian y los suyos se hicieron con Wang Qi en su oficina, el pasillo estaba lleno de gente, el despacho transformado en un campo de batalla, algunos estaban de pie sobre las mesas, rompiendo las placas de cristal que protegían la madera. Como no podía echarse atrás, entró él también en la sala, se subió sobre una mesa y se colocó frente a Danian en claro desafío.

—¡Hacedlo bajar de ahí! —ordenó Danian a su grupo de antiguos guardias rojos, sin disimular el odio visceral que sentía hacia él—. ¡Haced bajar a ese hijo de perra!

Sabía que al menor signo de debilidad, corría el riesgo de que se precipitara sobre él y le rompiera la cara, antes de volver a sacar el asunto pendiente de su padre y lanzarle la acusación de venganza de clase. Tanto en el interior del despacho como fuera, los empleados y los intelectuales comprometidos con su facción eran numerosos, pero mayores y débiles; la mayor parte de los dirigentes que le apoyaban eran también intelectuales, todos tenían algún problema en su pasado o en su familia, y no se atrevían a socorrerlo; en realidad contaban con él y con los otros jóvenes para enfrentarse a sus adversarios.

—Escúchame, Danian —gritó él—, te advierto que mis compañeros tampoco son cobardes. El que se atreva a tocar a uno de nosotros verá, antes de que acabe la noche, cómo nuestra banda lo aniquila en su propia casa, sea quien sea. ¿Has comprendido?

Cuando uno se convierte en un animal y regresa a sus instintos primitivos, ya sea un lobo o un perro, enseña los dientes. Tenía que recurrir a la intimidación, tener la mirada feroz, debía hacer creer a sus adversarios claramente que él era un hombre sin escrúpulos y capaz de todo; en aquel instante parecía un verdadero bandido.

Se oyeron las sirenas de los coches de bomberos, los refuerzos del gran Li habían llegado a tiempo: los bomberos, con cascos, y el grupo de obreros rebeldes de la imprenta, que llegaban sobre un camión blandiendo una gran bandera, entraron en el edificio para demostrar su fuerza. Cada facción tenía sus estratagemas. Así empezaron los combates en las escuelas, las fábricas y las instituciones administrativas. Y cuando el ejército abría fuego por detrás, llegaban a utilizar fusiles y cañones.

33

Primero vio la octavilla que explicaba cómo Mao recibió en el Gran Palacio del Pueblo a los jefes rebeldes de las cinco universidades de Beijing y les dijo: «Ahora ha llegado el momento en el que vosotros, pequeños generales, vais a cometer errores». Su tono era el del emperador que aconseja a sus generales y ministros: «Deberéis descansar». El pequeño general Kuai Dafu, que brilló en el campo de batalla al ayudar al Líder Supremo a eliminar a sus viejos compañeros de armas de la antigua revolución y que, de ese modo, mereció ser un líder estudiantil, comprendió de inmediato lo que significaban las palabras de Mao, y se echó a llorar. El Presidente había encendido la pólvora de la Revolución Cultural gracias a un
dazibao
en la universidad de Beijing, y con la misma facilidad apagaba el movimiento de masas que había creado, empezando por los campus. Miles de obreros dirigidos por las unidades de guardias de Mao entraron en el campus de la universidad Qinghua. El fue aquella misma tarde, después de conocer la noticia, y vio con sus propios ojos cómo los militares conducían a los obreros para ocupar la última base que mantenía el «cuerpo de ejército Jinggangshan» —los primeros estudiantes rebeldes—, atrincherado en un gran edificio solitario frente al campo de deportes. El equipo de propaganda obrera, que se distinguía por el brazalete rojo que lucían sus componentes, se sentó en el suelo, dibujando varios círculos concéntricos alrededor del edificio y del campo de deportes. Empezaba a atardecer cuando desplegaron dos inmensas banderas rojas cubiertas de caracteres negros desde las ventanas de la planta más alta del edificio: «En la nieve, las flores del ciruelo nunca se marchitan, los hombres de Jinggangshan no temen a la guillotina». Cada uno de los caracteres era mayor que una ventana y las banderas, que superaban la altura de varias plantas, ondeaban al viento. Una columna formada por decenas de obreros y de soldados atravesó el espacio vacío que había delante del edificio y subió por la escalera que conducían a la puerta principal. Algo más tarde, tras cortar el agua y la luz, consiguieron entrar en el gran edificio solitario. Él se mezcló con los miles de obreros y las personas silenciosas que miraban la escena, escuchando cómo las inmensas banderas crepitaban al viento. Alrededor de una hora más tarde soltaron del soporte la bandera de la derecha, que se fue volando tranquilamente por el aire hasta caer sobre la escalera de delante de la entrada principal. Poco después cayó la otra. Los vivas se sucedieron en todos los asistentes y seguidamente se escucharon los tambores y los gritos por los megáfonos. Los estudiantes que habían gritado esos mismos eslóganes durante la rebelión enarbolaban ahora una bandera blanca y salían en fila india, con las manos levantadas, la cabeza gacha, como prisioneros de guerra. Un contingente más numeroso de obreros tomó el edificio; entraron y sacaron ametralladoras pesadas, luego empujaron hacia fuera un cañón de tiro rasante de pequeño calibre. No se sabía si también tenían proyectiles para aquel ingenio.

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