Una gélida ráfaga de viento recorrió el cementerio y desmenuzó la niebla que cubría las tumbas situadas en la falda de la colina (se debe tener en cuenta que el cementerio la ocupaba por completo, y había senderos que ascendían hasta la cumbre y luego volvían a descender,trazando una especie de tirabuzón en torno a ella). Y a todo esto se oyó un estruendo metálico: alguien estaba sacudiendo los barrotes de la puerta principal, asegurada con una cadena y un voluminoso candado.
—Ahí lo tienes —dijo el señor Owens; debe de ser alguien de su familia que viene a buscarlo. Deja al pequeño hombrecito en el suelo.
—Pues no me parece a mí que sea nadie de la familia —replicó la señora Owens.
El tipo del abrigo negro había dejado de sacudir la verja y estaba echando un vistazo a una de las puertas laterales. Pero también se hallaba cerrada a cal y canto. El año anterior se habían colado varios gamberros, y el ayuntamiento se había visto obligado a tomar medidas.
—Vámonos, señora Owens. Déjalo correr, no seas obstinada —insistía el marido pero, de repente, vio un fantasma y se quedó con la boca abierta de par en par y sin saber qué pensar ni qué decir.
Habrá quien piense y no sin razón que resulta extraño que el señor Owens reaccionara de esa forma ante la visión de un fantasma, ya que tanto él como su esposa llevaban muertos varios siglos, y todas, o casi todas, las personas con las que se relacionaban estaban muertas también. Pero aquel fantasma en particular era muy distinto de los que habitaban el cementerio: la imagen se veía algo borrosa y de color gris, como la telecuando hay interferencias, y transmitía una intensa sensación de pánico. Se distinguían tres figuras, dos grandes y una más pequeña, pero sólo se veía con la suficiente claridad a una de ellas, que gritaba: «¡Mi bebé! ¡Ese hombre lo busca para hacerle daño!» Un estruendo metálico. El hombre iba por el callejón arrastrando un contenedor de basura con el fin de subirse a él y saltar la tapia del cementerio.
—¡Protejan a mi hijo! —les suplicó el fantasma, y la señora Owens entendió entonces que se trataba de una mujer. Claro, era la madre del niño.
—¿Qué les ha hecho ese hombre a ustedes? —preguntó la señora Owens, aunque estaba casi segura de que la mujer no podía oírla. «Seguramente hace poco que murió, pobre mujer», pensó.
Siempre es más fácil morir de forma serena, despertar llegado el momento en el lugar donde a uno lo enterraron, aceptar la propia muerte e ir conociendo poco a poco a tus convecinos. Aquella pobre criatura era toda angustia y pánico, y ese miedo cerval, que los Owens percibían como un ultrasonido, había logrado captar también la atención de los demás habitantes del cementerio, que acudían desde todos los rincones del lugar.
—¿Quién sois? —inquirió Cayo Pompeyo, cuya lápida había quedado reducida a un simple trozo de mármol cubierto de musgo, pero dos mil años atrás pidió que lo enterraran en aquella colina, junto al templo de mármol, en lugar de repatriarlo a su Roma natal. Así pues, era uno de los ciudadanos más antiguos del cementerio y se tomaba muy en serio sus responsabilidades—. ¿Estáis enterrada aquí?
—¡Pues claro que no! No hay más que verla para darse cuenta de que acaba de morir.
La señora Owens rodeó con un brazo el espectro de la mujer y habló con ella en privado, en voz baja y serena.
Al otro lado de la tapia, se oyó otro golpe seguido de un gran estrépito. Era el contenedor de basura que se había volcado. El hombre había logrado subirse a la tapia, y su silueta se recortaba ahora contra la nebulosa luz de las farolas; se quedó quieto un momento, a continuación sedescolgó por el otro lado, agarrándose al borde de la tapia y, finalmente, se dejó caer en el interior del cementerio.
—Pero, querida mía —le dijo la señora Owens al espectro, el niño está vivo. Nosotros no. ¿Qué cree usted…? —El bebé las contemplaba perplejo. Alargó sus bracitos hacia una de ellas y luego hacia la otra, pero no encontró nada a lo que agarrarse. El espectro de la mujer sedesvanecía a ojos vistas.
—Sí, sí —dijo la señora Owens en respuesta a algo que nadie más había oído. Le doy mi palabra de que lo haremos si podemos. Y volviéndose hacia su marido, le preguntó: —¿Y tú, Owens? ¿Querrás ser el padre de esta criatura?
—¿Cómo dices? —dijo el señor Owens con el entrecejo fruncido.
—Tú y yo no pudimos tener hijos, y esta mujer quiere que protejamos a su bebé. ¿Lo harás?
El hombre del abrigo negro había tropezado con una rama de hiedra. Se enderezó y siguió caminando con cautela por entre las lápidas, pero espantó a un búho, que estaba posado en una rama de un árbol cercano. Al ver al niño, se le iluminaron los ojos con un brillo triunfal.
El señor Owens sabía en qué estaba pensando su mujer cuando empleaba ese tono. No en vano llevaban casados, en vida y después de muertos, más de doscientos cincuenta años.
—¿Estás segura? —le preguntó—. ¿Completamente segura?
—En mi vida había estado tan segura de algo —respondió la señora Owens.
—En tal caso, adelante. Si tú estás dispuesta a ocupar el lugar de su madre, yo seré su padre.
—¿Ha oído eso? —inquirió la señora Owens al desvaído espectro, reducido ya a una simple silueta, como un relámpago distante con forma de mujer. Ella le —dijo algo que nadie más oyó y, después, desapareció.
—No volverá por aquí —aseguró el señor Owens. La próxima vez que despierte lo hará en su propio cementerio, o dondequiera que la hayan enterrado.
La señora Owens se inclinó hacia el niño y extendió los brazos.
—Ven aquí, pequeño —le dijo con mucha dulzura—. Ven con mamá.
Para el hombre Jack, que se dirigía hacia ellos con el puñal ya en la mano, fue como si un remolino de niebla se hubiera enroscado de pronto alrededor del niño y lo hubiera hecho desaparecer; en el lugar donde había estado el bebé no quedaba nada más que la niebla, la luz de la luna y la hierba meciéndose al compás de la brisa nocturna.
Parpadeó y olfateó el aire. Algo había ocurrido, pero no sabía qué. Contrariado, emitió un gruñido similar al que hacen los animales de presa.
—¿Hola? —dijo en voz alta, pensando que a lo mejor el niño se había escondido. Su voz era sombría y ronca, y tenía un dejo extraño, como si a él mismo le sorprendiera su sonido.
El cementerio guardaba celosamente sus secretos.
—¿Hola? —repitió. Esperaba escuchar el llanto de un bebé, o un balbuceo, o cualquier ruido que le diera una pista. En cualquier caso, lo último que esperaba oír era aquella aterciopelada voz:
—¿En qué puedo ayudarlo?
El hombre Jack era un tipo alto, pero el recién llegado era más alto que él; el hombre Jack vestía ropas oscuras, pero el atuendo del recién llegado era aún más oscuro; los que reparaban en el hombre Jack y no le gustaba que repararan en él se sentían incómodos o terriblementeasustados, pero cuando el hombre Jack miró al extraño, fue él mismo quien se sintió incómodo.
—Estaba buscando a una persona —replicó el hombre Jack mientras deslizaba con disimulo la mano derecha en el bolsillo del abrigo, para esconder el puñal y, al mismo tiempo, tenerlo disponible por si acaso.
—¿En un cementerio cerrado, y de noche? —replicó el extraño con ironía.
—Se trata de un bebé. Al pasar por delante de la puerta, oí el llanto de una criatura, miré por entre los barrotes y lo vi. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo, ¿no?
—Aplaudo su sentido cívico. Pero, aun suponiendo que lograra usted encontrar a ese bebé, ¿cómo pensaba sacarlo de aquí? No tendría intención de escalar la tapia llevando a un niño en brazos, ¿verdad?
—Habría gritado hasta que alguien saliera a abrirme.
En éstas sonó un tintineo de llaves.
—Bien, pues yo soy ese alguien. Soy yo quien habría salido a abrirle la puerta —repuso el extraño y, cogiendo la llave más grande del llavero, le indicó—. Venga conmigo.
El hombre Jack siguió al extraño y sacó el puñal.
—Entonces usted debe de ser el guarda, ¿no?
—¿Lo soy? Supongo que sí, en cierto sentido.
El guarda lo conducía hacia la puerta lateral, o lo que es lo mismo, lejos del bebé. Pero el extraño tenía las llaves.
El hombre Jack no necesitaba nada más que un puñal en la oscuridad, y después seguiría buscando al bebé toda la noche, si hacía falta.
Alzó el arma.
—En el supuesto caso de que hubiera visto a un bebé —le dijo el guarda sin volver la cabeza—, dudo mucho que esté dentro del cementerio. Quizá se haya equivocado usted. Al fin y al cabo, no es frecuente que un niño visite un sitio como éste. Seguramente lo que oyó fuera un ave nocturna, y es posible que lo que vio a continuación fuera un gato o un zorro. Este lugar fue declarado reserva natural hace unos treinta años, ¿sabe?, más o menos después del último funeral. Ahora, píenselo bien y dígame, con honradez, si puede usted asegurar que eso que vio era un bebé.
El hombre Jack reflexionó unos instantes.
El guarda accionó la llave y le dijo:
—Un zorro, eso fue lo que vio. Hacen unos ruidos francamente extraños, no es difícil confundirlos con un llanto humano. Ha cometido usted un error al venir aquí, caballero. El bebé que anda buscando estará esperándolo en alguna parte pero, desde luego, aquí no.
El extraño esperó un momento para dar tiempo a que esa idea se asentará en el cerebro de Jack, y luego, con una elegante reverencia, le abrió la puerta.
—He tenido mucho gusto en conocerlo le aseguró. Confío en que ahí fuera encontrará usted todo cuanto necesite.
El hombre Jack salió y se quedó quieto junto a la puerta del cementerio, y el extraño, a quien él había tomado por el guarda, echó la llave y la puso a buen recaudo.
—¿Adónde va? —le preguntó el hombre Jack.
—Hay otras puertas, además de ésta —respondió el extraño—. Tengo el coche aparcado al otro lado de la colina. Pero hágase a la idea de que no estoy aquí. Es más, olvídese de esta conversación.
—Sí —replicó el hombre Jack, amistoso—, eso haré.
Recordaba haber subido hasta allí, y si bien al principio le había parecido ver a un niño, éste resultó ser un zorro, y recordaba también que un guarda muy amable lo había acompañado hasta la calle. Así pues, guardó el puñal en su funda.
—En fin —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches, caballero —le respondió el extraño a quien había confundido con el guarda.
El hombre Jack echó a andar colina abajo, y continuó buscando al bebé.
Oculto entre las sombras, el extraño lo vigiló hasta perderlo de vista. Luego subió a la explanada situada un poco más abajo de la cima, dominada por un obelisco y una lápida conmemorativa dedicada a Josiah Worthington dueño de la destilería local, político y, posteriormente, baronet, quien, casi trescientos años atrás, compró el viejo cementerio y los terrenos colindantes para más tarde cedérselos al ayuntamiento aperpetuidad. Pero, previamente, el viejo Josiah se reservó el mejor emplazamiento un anfiteatro natural desde el cual se veía la ciudad entera, y mucho más y se aseguró de que el cementerio seguiría siempre cumpliendo esa función, y por eso, todos sus habitantes le estaban muyagradecidos, pero no tanto como Josiah Worthington, baronet, creía que deberían estar.
En el cementerio había más o menos unas diez mil almas, pero la mayoría de ellas dormían profundamente, o no sentían el menor interés por los asuntos nocturnos del lugar; por esa razón los que se hallaban reunidos en aquel momento en el anfiteatro a la luz de la Luna no llegaban a trescientos.
El extraño se unió a ellos con tanto sigilo como la propia niebla y, desde las sombras, observó el desarrollo del procedimiento sin decir nada.
En aquel preciso instante, era Josiah Worthington quien estaba en el uso de la palabra.
—Mi querida señora Owens, su obstinación resulta… En fin, ¿no se da usted cuenta de lo ridículo de esta situación?
—No —respondió—. La verdad es que no.
La mujer estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y tenía al niño dormido en su regazo. Ella le sujetaba la cabeza con sus pálidas manos.
—Con la venia de Su Señoría. Lo que mi esposa quiere decir —intervino el señor Owens—, es que no es así como ella lo ve. Sólo intenta cumplir con lo que considera su deber.
El señor Owens conoció a Josiah Worthington en vida; de hecho, elaboró buena parte del exquisito mobiliario que decoraba la mansión del baronet, situada en las afueras de la vecina población de Inglesham, y, aun después de muerto, seguía imponiéndole mucho respeto.
—¿Su deber? —se extrañó Josiah Worthington meneando la cabeza, como si intentara sacudirse de encima una telaraña—. Usted, señora mía, se debe a este cementerio y a la comunidad de espíritus inmateriales que en él habitan, y su deber en este preciso instante consiste endevolver a esa criatura a su verdadero hogar que, dicho sea de paso, no es este cementerio.
—Su madre me la confió a mí —replicó la señora Owens, como si ese sencillo argumento bastara para zanjar la discusión.
—Mi querida señora…
—Yo no soy su querida señora —lo interrumpió la mujer poniéndose en pie—. Y, si he de serle sincera, ni siquiera entiendo qué hago yo aquí hablando ante un hatajo de acémilas con más años que Matusalén, cuando debería estar ocupándome de este niño, que se va a despertar de un momento a otro y lo más probable es que esté muerto de hambre… Y lo que a mí me gustaría saber es dónde voy a encontrar comida para alimentarlo en este dichoso cementerio.
—Y ése es en definitiva el quid de la cuestión —terció entonces Cayo Pompeyo—. ¿Qué piensa usted darle de comer? ¿Cómo va a cuidar de él? Los ojos de la señora Owens eran puro fuego cuando respondió:
—Soy perfectamente capaz de cuidar a este bebé. Y lo haré tan bien como su propia madre. Ella misma me lo dejó a mi cargo. Fíjese: lo tengo en brazos, ¿verdad? Lo estoy tocando.
—Vamos, Betsy, sé razonable —dijo Mamá Slaughter, una anciana muy menuda que aún lucía el enorme gorro y la capa con los que fue enterrada—. ¿Dónde va a vivir?
—Aquí mismo —contestó la señora Owens—. Podríamos concederle la ciudadanía honorífica del cementerio.
Los labios de Mamá Slaughter formaron una diminuta «o».
—Pero… —replicó la anciana—. Pero yo nunca…
—¿Y por qué no?, vamos a ver. No sería la primera vez que le otorgamos esa distinción a un forastero.
—Eso es cierto —dijo Cayo Pompeyo—. Pero el forastero en cuestión no estaba vivo.