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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (2 page)

BOOK: El líbro del destino
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—¡Lee! —exclamó la primera dama—. ¿Ve con lo que tengo que tratar todos los días? —añadió con una falsa sonrisa dirigida a Calinoff.

El presidente le cogió la mano y se la acarició, mirando en mi dirección.

—Wes, ¿has traído el regalo para el señor Calinoff? —preguntó.

Busqué en mi maletín de cuero —el bolso de los trucos— sin apartar en ningún momento los ojos del rostro de Manning. Él asintió ligeramente y se rascó la muñeca. «No le des el alfiler de la corbata… busca el regalo importante.»

Yo había sido su ayudante durante más de siete meses. Si estaba haciendo bien mi trabajo, no teníamos necesidad de comunicarnos. Estábamos disfrutando. No pude evitar una sonrisa.

Ésa fue mi última gran sonrisa. Al cabo de tres minutos, la bala del asesino atravesaría mi mejilla, destruyendo tantos nervios que nunca podría volver a usar completamente la boca.

«Ese es», el presidente asintió ligeramente.

Del interior de mi maletín, que contenía todo aquello que un presidente podría necesitar, saqué un juego de gemelos presidenciales oficiales que entregué al señor Calinoff, quien estaba disfrutando de cada milésima de segundo en su asiento abatible y absolutamente incómodo.

—Son auténticos, ¿sabe? —le dijo el presidente—. No se le ocurra colgarlos en eBay.

Era el mismo chiste que empleaba cada vez que regalaba un par de esos gemelos. Todos nos reímos con la ocurrencia. Incluso Boyle, quien comenzó a rascarse el pecho. No hay nada mejor que compartir una broma privada con el presidente de Estados Unidos. Y el 4 de julio en Daytona, Florida, cuando has volado hasta allí para gritar, «¡Caballeros, enciendan los motores!», en la legendaria carrera Pepsi 400 de la NASCAR, no había un asiento trasero mejor en todo el mundo.

Antes de que Calinoff pudiese agradecerle el regalo al presidente, la limusina se detuvo. Un relámpago rojo pasó junto a nosotros por la izquierda: dos motos de la policía con las sirenas conectadas. Estaban avanzando desde el final de la caravana hasta el frente. Igual que en un funeral.

—No me digan ahora que han cerrado la carretera —dijo la primera dama. Odiaba que interrumpiesen el tráfico para que pasara la caravana presidencial. Eran votos que jamás se recuperarían.

La limusina avanzó lentamente un par de metros.

—Señor, estamos a punto de entrar en la pista de carreras —anunció el jefe del destacamento del Servicio Secreto desde el asiento delantero. En el exterior, la pista abierta del aeropuerto dio paso a filas y más filas de lujosos autobuses.

—Un momento… ¿vamos a entrar en la pista? —preguntó Calinoff, súbitamente emocionado. Se volvió en su asiento tratando de echar un vistazo al exterior.

El presidente sonrió.

—¿Acaso pensó que sólo conseguiríamos un par de asientos en primera fila?

Las ruedas rebotaron sobre una estruendosa placa metálica que sonó como si se tratara de una tapa de alcantarilla suelta. Boyle se rascó el pecho con más intensidad. Un rugido de barítono invadió el aire.

—¿Y ese trueno? —preguntó Boyle, elevando la vista hacia el cielo azul.

—No, no es un trueno —contestó el presidente, apoyando las yemas de los dedos contra el cristal a prueba de balas y señalando a la multitud, unas doscientas mil personas, que llenaban el estadio y que ahora estaban de pie moviendo los brazos y agitando banderas—. Son aplausos.

—¡Damas y caballeros, el presidente de Estados Unidos! —gritó el presentador a través del sistema de megafonía.

Un brusco giro a la derecha nos lanzó a todos hacia un lado cuando la limusina entró en la pista de carreras, la carretera más grande y más perfectamente asfaltada que yo he visto en mi vida.

—Bonitas carreteras tienen por aquí —le dijo el presidente a Calinoff, apoyándose en el respaldo del mullido asiento de cuero que estaba confeccionado a la medida de su cuerpo.

Ahora todo lo que quedaba era la gran entrada. Si no lo hacíamos bien, los doscientos mil espectadores que habían pagado su entrada, más los diez millones de telespectadores que contemplaban el espectáculo desde sus casas, más los setenta y cinco millones de seguidores de las carreras de la NASCAR, correrían a contarles a sus amigos, vecinos, primos y desconocidos que habíamos ido a nuestro bautismo y estornudado en el agua bendita.

Pero ésa era la razón de que fuéramos con esa caravana. No necesitábamos dieciocho coches. La pista del aeropuerto de Daytona estaba junto a la pista de carreras. No había que pasar semáforos en rojo. No había que interrumpir el tráfico. Pero todos los que están mirando… ¿han visto alguna vez la caravana presidencial en una pista de carreras? Locura norteamericana instantánea.

No me importaban ya las encuestas. Una vuelta a la pista y estaríamos escogiendo nuestros asientos para la toma de posesión.

Frente a mí, Boyle no estaba tan emocionado. Con los brazos cruzados sobre el pecho, no dejaba de estudiar al presidente.

—También han acudido las estrellas, ¿eh? —dijo Calinoff cuando entramos en la última curva y vimos a nuestro comité de bienvenida, una pequeña multitud de corredores de la NASCAR luciendo sus monos de competición multicolores y adornados con publicidad. Lo que su ojo no entrenado no advirtió fue la docena aproximada de miembros del «personal de boxes» que permanecían un poco más erguidos que el resto. Algunos llevaban mochilas. Otros, bolsos de cuero. Todos llevaban gafas de sol. Y uno de ellos hablaba con su muñeca. Servicio Secreto.

Como cualquier otra persona que viajaba por primera vez en la limusina presidencial, Calinoff estaba prácticamente lamiendo el cristal.

—Señor Calinoff, usted bajará primero —le dije cuando entrábamos en la zona de los palcos. Fuera, los pilotos ya estaban ocupando sus posiciones. Dentro de sesenta segundos estarían corriendo por sus vidas.

Calinoff se inclinó hacia mi puerta, donde estaban apiñados todos los pilotos de la NASCAR.

Yo me incliné hacia adelante para bloquearle el paso, señalándole la puerta del presidente, en el lado opuesto.

—Por allí —dije.

—Pero los pilotos están al otro lado —protestó Calinoff.

—Escuche al chico —dijo el presidente, señalando su puerta.

Hace algunos años, cuando el presidente Clinton llegó para asistir a una carrera de la NASCAR, parte de la multitud lo abucheó. En 2004, cuando el presidente Bush llegó acompañado del legendario Bill Elliott, Elliott fue el primero en salir de la limusina y la multitud enloqueció. Los presidentes también pueden utilizar un evento deportivo.

El jefe del pequeño destacamento del Servicio Secreto apretó un botón de seguridad que había debajo del tirador de la puerta blindada y que le permitía abrirla desde fuera. Pocos segundos después, la puerta se abrió ligeramente y unas cuchillas de luz y el calor húmedo de Florida atravesaron el coche. Calinoff apoyó una de sus botas hechas a mano sobre el pavimento.

—¡Y ahora demos la bienvenida al cuatro veces ganador de la Copa Winston… Mike Caaaaaalinoff! —gritó el presentador a través de los altavoces.

La multitud rugió.

—No lo olvide —susurró el presidente a su invitado cuando Calinoff salía de la limusina—. Es lo que hemos venido a ver.

—Y ahora —continuó el presentador—, nuestro gran maestro de ceremonias para la carrera que se disputará hoy… ¡el presidente Leeeeeeland Maaaaning!

El presidente salió de la limusina inmediatamente detrás de Calinoff, la mano derecha alzada en un saludo a la multitud, su mano izquierda palmeando con orgullo el logo de la NASCAR en la pechera de su cazadora. Hizo una pausa para esperar a la primera dama. Como siempre, podían leerse los labios de los que ocupaban la grada principal. «Allí está… Allí está… Allí están…» Luego, tan pronto como la multitud lo hubo digerido, comenzaron a dispararse los flashes de las cámaras. «¡Señor presidente, aquí! ¡Señor presidente…!» Apenas había avanzado tres pasos y Albright ya estaba pisándole los talones, seguido de Boyle.

Fui el último en salir de la limusina. La intensa luz del sol me obligó a entrecerrar los ojos, pero aun así volví el cuello para mirar hacia las gradas, hipnotizado por los doscientos mil entusiastas que ahora estaban de pie, señalando y saludándonos a todos. Hacía apenas dos años que había salido de la universidad y ésta era mi vida. Ni siquiera las estrellas de rock pueden disfrutar de algo así.

Extendiendo la mano para estrecharla con la gente, Calinoff se vio rodeado de inmediato por las decenas de pilotos, que lo envolvieron con abrazos y fuertes palmadas en la espalda. Al frente de esa pequeña multitud se encontraba el presidente de la NASCAR y su sorprendentemente alta esposa, quien había venido para dar la bienvenida a la primera dama.

El presidente Manning sonrió mientras se acercaba a los pilotos. Él era el siguiente. Tres segundos más tarde sería él quien estaría rodeado: la única cazadora negra en medio de un mar en tecnicolor de monos de competición sembrados con los logos de Pepsi, M&M's, DeWalt y Lone Star Steakhouse. Como si hubiese ganado las Series Mundiales, la Super Bowl y la…

Pop, pop, pop.

Eso fue todo lo que alcancé a oír. Tres diminutas detonaciones. Unos cohetes. O el petardeo del tubo de escape de un coche.

—¡Disparos! ¡Disparos! —gritó el tío del Servicio Secreto.

Yo aún estaba sonriendo cuando el primer grito desgarró el aire. El nutrido grupo de pilotos se dispersó rápidamente; corriendo, lanzándose al suelo, invadidos por el pánico.

—«¡Dios les dio poder a los profetas…!» —gritó un hombre con el pelo negro y ensortijado y una voz profunda desde el centro del remolino. Sus diminutos ojos color chocolate parecían estar demasiado juntos, mientras que la nariz bulbosa y las cejas finas y arqueadas le conferían una extraña calidez que, por alguna razón, me recordaba a Danny Kaye. Acuclillado y apoyado en una rodilla y sosteniendo una pistola con ambas manos, el hombre estaba vestido como un piloto de carreras con un mono de competición negro y amarillo brillante.

«Como si fuese un abejorro», pensé.

—«… pero también a los horrores…»

No podía dejar de mirarlo, paralizado. Los sonidos desaparecieron. El tiempo se hizo más lento. Y el mundo se volvió blanco y negro, como en los documentales viejos. Era como el día en que conocí al presidente. Sólo el apretón de manos pareció prolongarse durante una hora. Vivir entre segundos, lo llamó alguien. El tiempo detenido.

Sin poder apartar la vista del abejorro, me resultaba imposible determinar si el hombre estaba avanzando o si todos los que lo rodeaban se alejaban velozmente de él.

—¡Un herido! —gritó el tío del Servicio Secreto.

Seguí con la mirada el sonido de la voz y los movimientos de la mano hasta un hombre vestido con un traje azul marino que yacía boca abajo en el suelo. Oh, no. Era Boyle. Tenía la frente contra el pavimento y el rostro contorsionado en un gesto de extremo dolor. Se aferraba el pecho con ambas manos y alcancé a ver que la sangre comenzaba a formar un charco debajo de su cuerpo.

—¡Un herido! —volvió a gritar el tío del Servicio Secreto.

Mis ojos se desviaron hacia un lado, buscando al presidente. Lo vi justo en el momento en que media docena de agentes secretos vestidos como pilotos corrían hacia la pequeña multitud que ya lo rodeaba. Los desesperados agentes se movieron tan de prisa que las personas que estaban más próximas a Manning quedaron aplastadas contra él.

—¡Sacadlo de aquí! ¡Ahora mismo! —gritó uno de los agentes.

Aprisionada de espaldas al presidente, la esposa del máximo dirigente de la NASCAR comenzó a gritar.

—¡La estáis aplastando! —gritó Manning, cogiéndola por el hombro y tratando de mantenerla en pie—. ¡Soltadla ya!

Pero a los agentes del Servicio Secreto eso les traía sin cuidado. Rodeando al presidente, embistieron a la multitud desde el frente y el costado derecho. Y fue entonces cuando demostraron lo que valían. Como si se tratase de un árbol recién talado, la multitud se desplomó hacia un lado. El presidente seguía luchando para liberar a la esposa del dirigente de la NASCAR. Una luz brillante iluminó fugazmente la escena. Recuerdo el estallido de un flash.

—«… para que la gente pudiese poner a prueba su fe…» —rugió el asesino mientras otro grupo de agentes con monos de competición lo cogían del cuello… del brazo… de la nuca. En cámara lenta, la cabeza del abejorro se dobló hacia atrás, luego su cuerpo, mientras otros dos disparos hendían el aire.

Sentí el aguijón de una abeja en la mejilla derecha.

—«… y separara el bien del mal!» —gritó el hombre con los brazos extendidos como Jesús mientras los agentes lo aplastaban contra el suelo. Alrededor de ellos, otros agentes formaron un estrecho círculo, blandiendo metralletas Uzi semiautomáticas que habían sacado de sus mochilas.

Me di un golpe con la mano en la mejilla, tratando de matar lo que fuese que me hubiera picado. A escasos metros delante de mí, la multitud que rodeaba al presidente chocó contra el asfalto. Dos agentes que estaban en el extremo más alejado cogieron a la primera dama y se la llevaron. El resto no dejó en ningún momento de embestir y empujar, pisando a las personas que estaban tendidas en el suelo mientras trataban de llegar hasta Manning y protegerlo.

Miré el charco de sangre que crecía debajo del cuerpo de Boyle. Ahora su cabeza descansaba sobre un líquido lechoso. Había vomitado.

Desde la parte de atrás del grupo que rodeaba al presidente, el jefe del destacamento del Servicio Secreto y otro agente cogieron a Manning por los codos, lo sacaron del grupo y lo empujaron hacia un lado, directamente hacia mí. El rostro del presidente mostraba una terrible mueca de dolor. Busqué sangre en su ropa pero no vi nada.

Los agentes, acelerando el paso, se dirigieron hacia la limusina. Otros dos agentes estaban justo detrás de ellos y llevaban a la primera dama en vilo, cogida por las axilas. Yo era lo único que se interponía en su camino. Intenté apartarme pero no fui lo bastante rápido. El hombro del jefe de los agentes del Servicio Secreto, lanzado a toda velocidad, impactó contra el mío.

Caí hacia atrás y choqué con la limusina, mi culo golpeó justo encima del neumático delantero derecho. Aún soy capaz de verlo en una especie de cámara lenta: tratando de mantener el equilibrio… apoyando la mano en el capó… y el sonido del impacto. El sonido era tan distorsionado que podía oír cómo el líquido chapoteaba. El mundo seguía siendo blanco y negro. Todo excepto la huella roja que había en mi mano.

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