El líbro del destino (7 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

BOOK: El líbro del destino
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—¿Qué, veinte minutos más? ¿A quién puede hacerle daño? —preguntó durante un mes al profesor encargado de vigilar las pruebas con su mejor acento israelí. Y con esos veinte minutos extra, Rogo consiguió finalmente la puntuación necesaria para entrar en la Facultad de Derecho.

De modo que cuando encontró un nicho en las multas por exceso de velocidad y, por primera vez, tuvo algo de dinero en los bolsillos, lo último que necesitaba era un aburrido compañero de cuarto que tenía problemas para pagar el alquiler. En aquella época, mi única perspectiva laboral era quedarme con el presidente, quien se había mudado a RB. después de su paso por la Casa Blanca. RB. era como llamaba la gente de la zona a Palm Beach, como en «Pasaremos el invierno en P.B.». Yo vivía con mis padres en Boca Ratón; debido a lo bajo de mi salario no podía permitirme vivir en el lujoso vecindario, próximo al complejo residencial de Palm Beach, donde se había instalado el presidente. Con un compañero de cuarto, sin embargo, al menos podría vivir lo más cerca posible de Manning. Fue justo después del tiroteo. Las cicatrices eran todavía unas marcas moradas en mi rostro. Haber sido compañeros en octavo significa mucho. Rogo no lo dudó ni por un momento.

—Sigo sin entender por qué tienes que presentarte tan temprano —añade Rogo en mitad de un bostezo—. Apenas son las siete. Anoche regresaste de Malasia.

—El presidente…

—…es un tío madrugador… el mejor tío del mundo… puede curar a los enfermos mientras prepara una comida de seis platos. Jesucristo y Emeríl en la misma persona. Sé cómo funcionan las sectas, Wes. —Señala a través de la ventanilla un coche de la poli escondido un par de manzanas más adelante—. Cuidado, trampa. —Volviendo al tema, añade—: Sólo digo que debería dejarte dormir allí.

—No necesito dormir allí. Soy bueno. Y
FYI
no es una secta.

—En primer lugar, es una secta. En segundo lugar, no digas
FYI
. Mi madre dice
FYI
. Y la tuya.

—Eso no significa que sea una secta —digo.

—¿De verdad? ¿O sea que es saludable que casi ocho años después de que dejaras la Casa Blanca aún sigas haciendo recados como si fueses un médico residente colgado de las anfetas? ¿Qué pasó con el máster, o ese trabajo de coordinador de eventos, o incluso esa amenaza de convertirte en chef que hiciste hace unos años? ¿Ya ni siquiera disfrutas del trabajo, o sólo sigues allí porque es seguro y ellos te protegen?

—Hacemos más cosas buenas por la comunidad de las que nunca sabrás.

—Sí, si eres jefe de personal. ¡Y tú te pasas la mitad del día preguntándote si tu jefe quiere lechuga iceberg o romana en la ensalada!

Aferró el volante y miro hacia adelante. Rogo no lo entiende.

—¡No hagas eso! —me amenaza—. No me vengas con ese autocontrol que utilizas con Manning. ¡Acabo de atacarte… se supone que debes devolver el golpe!

En su voz se advierte un tono frío que sólo reserva para los agentes de tráfico. Se está enfadando, lo que no significa mucho tratándose de Rogo. En el instituto era el chico que tiraba las cartas cuando perdía al Monopoly, y tiraba su raqueta de tenis cuando fallaba un golpe. En aquellos días, ese carácter irritable le metió en muchas peleas, algo que se veía agravado por el hecho de que no tenía el tamaño para respaldarlo. Dice que mide 1,65. Con suerte mide 1,60.

—Sabes que tengo razón, Wes. Algo malo sucede internamente cuando dedicas toda tu vida a una sola persona. ¿Me sigues?

Rogo puede ser el amigo más listo y más tonto que tengo, pero, por una vez, me está interpretando mal. Mi silencio no significa aquiescencia. Se debe a la imagen mental que tengo de Boyle, mirándome con esos ojos castaños y azules. Tal vez si le cuento a Rogo…

El móvil vibra en mi bolsillo. A estas horas de la mañana sólo pueden ser malas noticias. Abro el teléfono y miro en la pantalla quién llama. Me equivoco. Es la caballería.

—Aquí Wes —digo.

—¿Tienes tiempo para que hablemos? —pregunta Dreidel.

Miro a Rogo, quien ha vuelto a concentrarse en la caza de posibles clientes.

—Te llamo en un momento.

—No te molestes. ¿Qué me dices si nos reunimos para desayunar?

—¿Estás en la ciudad? —pregunto, desconcertado.

—Sólo para una reunión de negocios. Intenté decírtelo cuando me llamaste desde Malasia. Estabas demasiado ocupado asustándote —señala con su perfecta calma habitual—. ¿Desayunamos entonces?

—Dame una hora. Tengo algo que hacer.

—Perfecto. Estoy en el Four Seasons. Llámame desde el vestíbulo. Habitación 415.

Cierro el teléfono y por primera vez disfruto de las palmeras que pasan a ambos lados del coche. De pronto, el día ha mejorado.

8

Miami, Florida

O'Shea llevaba dos pasaportes. Ambos legales. Ambos con el mismo nombre y la misma dirección. Uno era azul, como el de cualquier otro ciudadano de Estados Unidos. El otro era rojo, y mucho más impactante. Sólo para diplomáticos. Palpando las letras en relieve de los pasaportes en el bolsillo de la camisa sabía que el rojo era el que estaba arriba. Podía sacarlo fácilmente con un rápido giro de muñeca. Y una vez que los agentes del aeropuerto le hubiesen echado un vistazo, no tendría que demorarse en la cola de aduana que se extendía a través de los corredores posteriores del Aeropuerto Internacional de Miami. Después de un viaje de nueve horas y media desde París hasta Florida pasaría directamente al frente de la cola. Con un giro de la muñeca estaría fuera en cuestión de minutos.

Por supuesto, también había ido trazando un rastro de papeleo con el que dejaba pistas de pasaportes rojos en varios sitios. Y, tal como su entrenamiento en el FBI le había enseñado, todos los rastros se acaban siguiendo en algún momento. Aun así, en la mayoría de los casos, esos rastros pueden controlarse. Pero en este caso —entre Boyle y Los Tres, y todo lo que habían hecho— nada merecía el riesgo. No con tantas cosas en juego.

—¡El siguiente! —llamó un funcionario de aduanas latino, haciendo señas a O'Shea para que se acercara a la cabina a prueba de balas.

O'Shea se ajustó la gorra de golf del Open de Estados Unidos que llevaba para mezclarse con la gente de la zona. Su pelo rubio seguía asomándose, rizándose hacia arriba en los bordes.

—¿Cómo va todo? —preguntó, sabiendo que una conversación trivial impediría que el funcionario estableciera contacto visual.

—Bien —dijo el hombre con la cabeza gacha.

O'Shea sacó el pasaporte azul y se lo entregó.

El hombre alzó la vista de manera rutinaria. O'Shea tenía una sonrisa esperando para él, sólo para tranquilizar. Como siempre, el hombre le devolvió la sonrisa.

—¿Ha ido a Europa por trabajo? —preguntó.

—Soy un tío con suerte. Vacaciones.

Asintiendo para sí, el hombre examinó el pasaporte. Incluso lo inclinó ligeramente para inspeccionar los nuevos hologramas que recientemente habían añadido para impedir las falsificaciones.

O'Shea volvió a ajustarse la gorra. Si hubiese sacado el pasaporte rojo, no estaría ahora esperando.

—Que tenga un buen día —dijo el funcionario, estampando un sello en el pasaporte de O'Shea antes de devolvérselo—. Y bienvenido a casa.

—Gracias —contestó, volviendo a guardar el pasaporte en el bolsillo. Junto a su carnet y su credencial del FBI.

Un minuto después, O'Shea pasó por los molinetes de recogida de equipaje y se dirigió a las puertas de «Nada que declarar/ Salida». Cuando puso su pie sobre la alfombra con sensores, dos puertas de cristal mate se abrieron, deslizándose y revelando una multitud de familiares y amigos apiñados contra unas barreras metálicas que esperaban a sus seres queridos a pesar de lo temprano de la hora. Dos niñas pequeñas dieron un brinco y luego mostraron su decepción al comprobar que O'Shea no era su padre. Él no se percató. Estaba demasiado ocupado marcando un número en su móvil. Sonó tres veces antes de que le contestaran.

—Bienvenido, bienvenido —dijo Micah. Por el zumbido de fondo parecía que estaba en un coche.

—Dime que estás en Palm Beach —contestó O'Shea.

—Llegué anoche. Esto es muy agradable. Elegante. ¿Sabías que tienen unas fuentes muy pequeñas en las aceras para los perros malcriados?

—¿Qué hay de Wes?

—Tres coches delante de mí —dijo Micah mientras el zumbido no cesaba—. Su compañero y él cruzaron el puente hace un minuto.

—¿Debo suponer que todavía no te ha visto?

—Dijiste que esperase.

—Exacto —contestó O'Shea, saliendo del aeropuerto y divisando su nombre escrito a mano en un cartel. El conductor privado lo saludó inclinando ligeramente la cabeza y trató de coger el maletín negro. O'Shea le hizo un gesto con la mano para que se apartara y se dirigió al coche sin quitarse el teléfono de la oreja.

—En este momento está dejando a su compañero —añadió Micah—. Parece que Wes se dirige a su trabajo.

—Pégate a él —dijo O'Shea—. Llegaré tan pronto como pueda.

9

Miami, Florida

El teléfono chirrió a través de la pequeña oficina, pero él no contestó. Lo mismo ocurrió la segunda vez. Sabía perfectamente quién llamaba —por esa línea sólo podía ser una persona—, pero aun así tampoco hizo ademán de levantar el auricular hasta que lo supo con seguridad. Apoyando ambos codos encima del escritorio, Roland Egen estudió la pantalla digital de su teléfono, esperando a que se activase el identificador de llamadas. Las letras negras aparecieron en la pantalla: «Oficinas de Leland Manning.»

—Llamas temprano —dijo El Romano mientras apretaba el auricular contra la oreja. Su piel era pálida, tenía los ojos de un azul brillante y una mata de pelo negro. Sus amigos de pesca lo llamaban El Irlandés Negro; pero nunca a la cara.

—Dijiste que me asegurase de que aquí no hubiera nadie.

El Romano asintió. Por fin había alguien que seguía las instrucciones que le daban.

—¿O sea, que el presidente aún no ha llegado?

—Está de camino. Duerme hasta tarde después de los viajes transoceánicos.

—¿Y la primera dama?

—Te lo estoy diciendo, aquí no hay nadie más que yo. ¿Podemos darnos prisa? La gente comenzará a llegar en cualquier momento.

Sentado detrás de su escritorio y mirando de soslayo por la ventana, El Romano contempló cómo una ligera nevada caía desde el cielo de la mañana recién empezada. En Florida, la temperatura debía de ser de casi 30 °C, pero en Washington el invierno estaba empezando con su primer golpe de frío. A él le traía sin cuidado. Cuando era pequeño, su abuela le había enseñado a disfrutar de la tranquilidad y el silencio que traen el frío, mientras que su abuelo le había enseñado a apreciar la calma de las aguas del Potomac. Como cualquier pescador sabía, el invierno ahuyentaba a los aficionados al esquí acuático y a las embarcaciones de recreo. Y el invierno era siempre la mejor estación para lanzar la caña, especialmente cuando tenías el cebo adecuado.

—¿Qué hay de Wes? —preguntó El Romano—. ¿Recibiste todo lo que te envié?

—Sí, lo tengo aquí…

Pudo percibir claramente la vacilación en la voz de su socio. A nadie le gustaba ser el malo de la película, especialmente en política.

—¿Y has encontrado dónde meterlo? —preguntó El Romano.

—Tenemos un… Por eso vine tan temprano. Tenemos un pin.

—Puedes conseguir que Wes se lo ponga…

—Cr… creo que sí.

—No era una pregunta. Consigue que se lo ponga —dijo El Romano con brusquedad.

—¿Estás seguro de que Wes vendrá hoy? —preguntó su socio—. Los agentes dicen que estuvo fatal durante todo el vuelo de regreso. Echó hasta la primera papilla sobre sus pantalones.

Fuera, una fina línea de luz azul se filtró a través del triste cielo gris.

—No me sorprende —dijo El Romano mientras la nieve seguía cayendo en pequeños copos—. Si en este momento estuviese en sus zapatos, yo también echaría hasta la primera papilla sobre mis pantalones. Ahora, en cuanto a ese pin…

—No debes preocuparte —dijo su socio—. Wes ni siquiera lo mirará dos veces, sobre todo si se lo entrega un amigo.

10

Palm Beach, Florida

—¡Espere! —grito, girando velozmente en la esquina del vestíbulo y corriendo hacia las puertas del ascensor que comienzan a cerrarse.

Dentro del ascensor, una rubia mira hacia otra parte, fingiendo que no me ha oído. Por eso odio Palm Beach. Cuando las dos puertas están a punto de unirse en un intenso beso consigo deslizarme en el interior. Cuando ya estoy dentro, la rubia se vuelve hacia el panel de mandos y simula estar buscando el botón de abrir las puertas. Debería decirle cuatro cosas para ponerla en su sitio.

—Gracias —digo mientras me inclino hacia adelante para recuperar el aliento.

—¿Qué piso?

—Cuarto.

—Oh, usted está con…

—Sí —digo, alzando finalmente la vista para mirarla.

Ella se queda con la vista clavada en mi cara y luego desvía rápidamente la mirada hacia el indicador electrónico de pisos. Si pudiese, se echaría a correr gritando «¡Monstruo!». Pero como sucede con las mejores anfitrionas de Palm Beach, podrá soportar cualquier cosa si ello significa un buen ascenso social.

—Debe de ser increíble trabajar para él —añade mi nueva mejor amiga, aunque se niega a mirarme. Ya me he acostumbrado. Hace dos años que no salgo con una mujer. Pero todas las chicas guapas quieren hablar con el presidente.

—Más de lo que imagina —digo cuando las puertas se abren en el cuarto piso. Me dirijo a toda prisa hacia la izquierda, en dirección a unas puertas dobles cerradas. No a causa de la rubia, sino porque ya llego…

—¡Tarde! —una voz estridente suena a mi espalda regañándome. Me vuelvo hacia las puertas dobles abiertas de la oficina que ocupa el Servicio Secreto, donde un hombre con un cuello grueso como mi muslo está sentado detrás de una mampara de vidrio que parece la ventanilla de un banco.

—¿Cómo de tarde? —contesto, volviéndome hacia las puertas cerradas del extremo opuesto del pasillo con moqueta color beige. Junto con las de la oficina del Servicio Secreto, son las únicas puertas en toda la planta y, a diferencia del bufete de abogados o de la compañía hipotecaria del tercer piso, estas puertas no son de roble y majestuosas. Son puertas negras y forradas de acero. A prueba de balas. Igual que las ventanas.

—Bastante tarde —dice, mientras saco mi credencial del bolsillo. Pero justo cuando estoy a punto de pasarla por el lector de tarjetas, oigo un ruido seco y se abren las puertas.

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