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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (8 page)

BOOK: El líbro del destino
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—¡Gracias, A.J.! —digo.

Una vez dentro compruebo la pared de la izquierda en busca del agente del FBI que habitualmente monta guardia. No está en su puesto, lo que significa que el presidente todavía no ha llegado. Bien. Miro el mostrador de recepción. La recepcionista tampoco está. Malo.

Mierda. Eso significa que ellos ya…

Acelerando el paso a través del enorme escudo presidencial de la alfombra azul, giro hacia la izquierda, donde el pasillo está adornado a ambos lados con malas pinturas y pobres esculturas. Han ido llegando cada día desde que dejamos la Casa Blanca, todas enviadas por desconocidos, votantes, simpatizantes. Lo han dibujado, esculpido, pintado, bocetado y grabado de todas las maneras posibles. Las últimas adquisiciones son un juego de mondadientes de Florida con su perfil tallado en cada uno de ellos, y una escultura de cerámica, amarillo brillante, que representa el sol con el rostro de Manning en el centro. Y eso no incluye lo que envían las empresas: cada libro, cada CD, cada DVD que sale al mercado, se lo envían al anterior presidente, aunque lo único que hacemos es enviar ese material a su Biblioteca Presidencial. Tropezando con un bastón de madera de haya con fotografías de la infancia del presidente pegadas en él, continúo corriendo hacia la penúltima oficina que…

—Es muy agradable que hayas decidido reunirte con nosotros —dice una áspera voz femenina mientras toda la habitación se vuelve para mirarme. Cuento rápidamente las cabezas para comprobar si soy el último; dos, tres, cuatro, cinco…

—Eres el último —confirma Claudia Pacheco, nuestra jefa de personal, al tiempo que se reclina en su asiento, detrás de su desordenado escritorio de caoba. Claudia tiene el pelo castaño, aunque comienza a agrisarse, recogido en una coleta y labios de fumadora que revelan el origen de su voz ronca—. ¿El presidente está contigo? —añade.

Meneo la cabeza, desperdiciando mi única excusa por haber llegado tarde.

Con el rabillo del ojo alcanzo a ver que Bev y Oren sonríen. Irritante y molesto. Ambos miran el pequeño pin de oro que descansa en la esquina del escritorio de Claudia. Esculpido con la forma de la Casa Blanca, el pin no era más grande que una pieza del Monopoly, pero lo que lo distinguía eran las dos cabezas pobremente esculpidas del presidente y la primera dama, muy juntas y unidas por una oreja, que pendían de él. El presidente se lo había comprado a Claudia hacía algunos años a un chino como una broma. Hoy forma parte de la tradición: quienquiera que sea el último en llegar a la reunión de personal del lunes por la mañana lleva el pin durante toda la semana. Si te pierdes la reunión, lo llevas durante todo un mes. Ante mi sorpresa, Claudia no hace ademán de coger el pin.

—¿Qué pasó con aquel allanamiento de camerino? —pregunta con su acento de Massachusetts.

—¿Allanamiento de camerino?

—En Malasia… El tío que estaba en la habitación del presidente, la mesa de cristal hecha añicos… ¿Es que acaso hablo chino?

Cuando estaba en el instituto, Claudia era la chica que se encargaba de organizar todos los eventos extracurriculares pero nunca se divertía con ellos. Era lo mismo cuando dirigía la Oficina de Operaciones de la Casa Blanca, sin duda uno de los trabajos más ingratos del gobierno. No está en este trabajo para hacer méritos o buscando la gloria. Claudia está aquí por la causa. Y quiere asegurarse de que nosotros también lo estamos.

—No, claro… —tartamudeo—. Pero no fue… no se trató de un allanamiento.

—Eso no es lo que decía el informe.

—¿Te enviaron un informe?

—Nos lo envían todo —responde Bev desde el sofá para dos que está situado en perpendicular al escritorio de Claudia. Ella debería saberlo. Como jefa de correspondencia, Bev es la que se encarga de contestar todo el correo personal del presidente e incluso sabe qué bromas privadas incluir al final de las tarjetas de cumpleaños para sus amigos. Para un hombre que tiene sus buenos diez mil «amigos», es una tarea más dura de lo que parece, y la única razón por la que Bev la lleva a cabo es porque ha estado junto al presidente desde su primera campaña para el Congreso, hace casi veinticinco años.

—¿Y lo llamaron «allanamiento de camerino»? —pregunto.

Claudia levanta la hoja con el informe mientras Bev coge el pin de la esquina del escritorio.

—«Allanamiento de camerino» —dice Claudia, remarcando las palabras.

Mis ojos no se apartan del pin mientras Bev juguetea con él, pasando la yema del pulgar sobre los rostros del presidente y la primera dama.

—¿Había algo que mereciera la pena robar en esa habitación? —pregunta Bev, apartando su cabello teñido de negro de encima del hombro y revelando un suéter de cuello en «V» que muestra implantes de senos que ya tienen una década y que consiguió, junto con el apodo de Bev, la Tetona, el año que ganamos la Casa Blanca. En el instituto, Bev fue la Guapa del Año e incluso hoy, a los sesenta y dos, está claro que las apariencias importan.

—Nadie robó nada… Podéis confiar en mí, no fue con intención de robar —digo, poniendo los ojos en blanco para restarle importancia al asunto—. El tío estaba borracho. Pensó que estaba en el lavabo.

—¿Y la mesa de cristal rota? —insiste Claudia.

—Tuvimos suerte de que sólo se rompiese. Imagina lo que hubiera pasado si ese tío llega a creer que era un orinal —interrumpe Oren, riéndose ya de su propio chiste y rascándose la mejilla sin afeitar. Con un metro ochenta y cinco, Oren es el homosexual más alto, bien parecido y de aspecto más duro que he conocido en mi vida, y el único de la oficina que se acerca a mi edad. Desde su silla frente al escritorio de Claudia, está claro que fue el primero en llegar a la reunión. No me sorprende. Si Bev fue la Guapa del Año, Oren era el chico listo que enviaba a por cervezas a los más tontos. Un manipulador nato, además de nuestro director de viajes, y posee el tacto político más sutil en toda la oficina, razón por la cual, con un simple chiste, los presentes olvidan rápidamente lo de la mesa de cristal.

Le agradezco su intervención con un leve gesto de la cabeza y…

—¿Qué hay de la mesa? —pregunta Bev sin dejar de jugar con el pin.

—Fui yo —digo, quizá demasiado a la defensiva—. Lee el informe: tropecé y caí sobre la mesa cuando el tío escapaba.

—Wes, relájate —dice Claudia con su tono monocorde de jefa de personal—. Nadie te está acusando de…

—Sólo digo que si hubiera pensado que se trataba de algo grave yo mismo estaría todavía persiguiendo a ese tío. Hasta el Servicio Secreto pensó que se trataba de un vagabundo.

—A mi izquierda, Oren juega con un pin, esperando que no me dé cuenta. Trata de llamar la atención de Bev. Él sólo ha llevado el pin en una ocasión, el día que le dije: «Quédate en tu oficina, el presidente quiere verte.» El presidente ni siquiera estaba en el edificio. Fue un truco sencillo. Lo de ahora no es más que una represalia de cuarto grado. Vuelve a tratar de llamar la atención de Bev con el pin. Por suerte para mí, Bev no se percata.

—Escuchad, lo siento, pero, ¿hemos terminado? —pregunto mientras miro mi reloj y caigo en la cuenta de que voy muy retrasado—. El presidente quiere que…

—Ve, ve, ve —dice Claudia, cerrando su agenda—. Hazme un favor, Wes. Esta noche, cuando asistas a ese evento por la fibrosis quística (sé que siempre eres muy cuidadoso) pero con ese allanamiento…

—No fue un allanamiento.

—… mantén los ojos un poco más abiertos, ¿de acuerdo?

—Siempre lo hago —digo, buscando rápidamente la puerta y casi escapando de…

—¿Qué pasa con el pin? —interrumpe una voz ronca desde su habitual sillón giratorio en un rincón de la habitación.

—Yyyyyyy estás jodido —dice Oren.

—¡Semáforo rojo, semáforo rojo! —exclama Claudia. Es lo mismo que les grita a sus hijos. Me freno en seco—. Gracias, B.B. —añade.

—Sólo hago mi trabajo —dice B.B. y las palabras se le escurren por un costado de la boca en una lenta cantinela sureña. Con una mata de pelo blanco y desordenado, y una camisa arrugada que lleva un par de gemelos con las desteñidas iniciales del presidente en los puños, B.B. Shaye ha estado al lado del presidente durante más tiempo que la primera dama. Algunos dicen que es un primo lejano de Manning, otros afirman que es su viejo sargento de Vietnam. En cualquier caso, ha sido la sombra del presidente durante casi cuarenta años y, como cualquier sombra, hará que te cagues en los pantalones si lo miras durante demasiado tiempo—. Lo siento, chico —dice con una sonrisa de dientes amarillos mientras Bev me entrega la Casa Blanca de oro con las dos cabezas colgantes.

Para conseguir un toque de autenticidad, el artista utilizó dos piedrecitas de color verde brillante para el color de los ojos de la primera dama. Puesto que el brillo gris es más difícil de conseguir, los ojos del presidente están en blanco.

—Sólo tienes que decirle a la gente que es cosa de tus nietos —dice Oren mientras me fijo el pin en la solapa. Al empujar con excesiva fuerza siento un pinchazo en la punta del dedo cuando el alfiler se clava en la piel. Aparece una pequeña burbuja de sangre. He sufrido heridas peores.

—Por cierto, Wes —añade Claudia—, uno de los bibliotecarios dijo que quiere hablar contigo acerca de una exposición que está preparando, de modo que sé amable con él cuando te llame…

—Estaré en mi móvil si alguien me necesita —contesto mientras me despido agitando la mano. Corro hacia la puerta al tiempo que me lamo la gota de sangre del dedo.

—Ten cuidado —grita B.B. a mis espaldas—. Los pequeños cortes son los que te matan.

En eso lleva razón. Una vez en el pasillo paso a toda prisa junto a un enorme óleo del presidente Manning vestido como maestro de ceremonias de un circo. Dreidel dijo que tenía información acerca de Boyle. Es hora de averiguar de qué se trata.

11

—Bienvenido, señor Holloway —dice el conserje del Four Seasons, que conoce mi nombre debido a las innumerables visitas acompañando al presidente. A diferencia de la mayoría de las personas, su mirada permanece fija en mis ojos. Asiento a modo de agradecimiento por ese gesto.

Cuando entro en el hotel, una ráfaga de aire acondicionado me acuna entre sus brazos. Por costumbre, vuelvo la cabeza buscando al presidente. No está allí. Estoy solo.

Atravesando el suelo de mármol beige del vestíbulo siento que el corazón golpea dentro de mi pecho. No es sólo por Boyle. Para bien o para mal, ése ha sido el efecto que Dreidel siempre ha tenido en mí.

Como chico de los recados original de Manning, Gavin
Dreidel
Jeffer no es sólo mi predecesor, también es quien me recomendó para el trabajo. Cuando nos conocimos, hace ya una década, yo era un voluntario de diecinueve años en la campaña de Florida, contestando teléfonos y pegando carteles. Dreidel tenía veintidós y era la mano derecha e izquierda de Manning. De hecho, le dije a Dreidel que para mí era un honor conocerlo. Y lo dije en serio. Para entonces, todos conocíamos la historia.

Al principio, Dreidel no era más que un chico no afiliado al partido que colocaba sillas plegables durante el primer debate de las primarias. Como cualquier otro voluntario, cuando el espectáculo acabó, trató de acercarse a donde estaba la acción entrando a hurtadillas entre bambalinas. Y se encontró en el ojo del huracán, donde los mejores embusteros de Estados Unidos contaban historias acerca de por qué su candidato acababa de ganar. Con una camisa Oxford arrugada, era el único chico silencioso en una habitación llena de adultos charlatanes. El periodista de la CBS lo vio al instante y le colocó un micrófono delante de las narices.

—¿Y tú qué piensas, hijo? —preguntó el periodista.

Dreidel miró inexpresivamente la luz roja de la cámara con la boca abierta, y, sin pensarlo, dio la respuesta que cambiaría su vida para siempre.

—Cuando todo terminó, Manning fue el único que no le preguntó a su gente: «¿Cómo he estado?»

Esa frase se convirtió en el mantra de Manning durante el año y medio siguiente. Todas las agencias de noticias recogieron sus palabras. Todos los periódicos importantes incluyeron la cita. Incluso distribuyeron pins con la leyenda «¿Cómo he estado?».

Tres palabras. Cuando Dreidel volvió a contar esa historia en su boda hace unos años, confesó que ni siquiera se dio cuenta de lo que había pasado hasta que el periodista le preguntó cómo se escribía su apellido. No tenía importancia. Tres palabras y había nacido Dreidel, el Pequeño Manipulador Judío, como lo apodaron los periodistas acreditados en la Casa Blanca. Una semana más tarde, Manning le ofreció trabajo como chico de los recados y, a lo largo de la campaña, cientos de jóvenes voluntarios pusieron los ojos en blanco. No es que estuviesen celosos, es sólo que… Tal vez fuese por su sonrisa presumida, o la facilidad con la que había encontrado ese empleo, pero en el colegio, Dreidel era el chico que solía tener la mejor fiesta de cumpleaños, con los mejores regalos, con los mejores agasajos para cualquiera que fuese lo bastante afortunado como para ser invitado. Durante unos pocos años, eso lo colocó en un lugar de privilegio, pero cuando la soberbia se hizo más patente, él ni siquiera se dio cuenta de que había quedado fuera del círculo.

Aun así, Dreidel ha sido siempre el amuleto de la suerte de Manning. Y hoy espero que también mío.

—Buenos días, señor Holloway —dice el conserje cuando paso junto a él y me dirijo hacia los ascensores. Es la segunda persona que conoce mi nombre, lo que me recuerda instantáneamente la necesidad de ser discreto. Por supuesto, ésa es la razón de que haya decidido llamar a Dreidel en primer lugar. El presidente jamás lo admitiría, pero yo sé por qué la primera dama y él asistieron a la boda de Dreidel y escribieron su recomendación para la Facultad de Derecho de Columbia, y por qué me pidieron que escogiese un regalo cuando nació la hija de Dreidel: una recompensa por muchos años de buen servicio. Y, en el lenguaje de la Casa Blanca, «buen servicio» significa mantener la boca cerrada.

Cuando las puertas del ascensor se abren en el cuarto piso, sigo las Hechas y empiezo a contar los números de las habitaciones: 405… 407… 409. Por la distancia que separa las puertas me doy cuenta de que todas son suites. Dreidel está ascendiendo.

El corredor se termina en la habitación 415, una suite tan grande que tiene un timbre en la puerta. No pienso darle la satisfacción de llamar.

—Servicio de habitaciones —anuncio, golpeando la puerta con los nudillos.

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