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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (10 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Es difícil de decir —dijo el portero, desenvolviendo un ángel—. Algunos vuelven unos días antes, pero la mayoría no aparece hasta el primer día del trimestre.

—¿Qué quiere decir? ¿No está en el colegio?

—Lo estaba. Iba a dirigir la red para Medieval, pero cuando descubrió que no lo necesitaban, se fue a casa.

—Necesito su dirección y su número de teléfono.

—Está en algún lugar de Gales, creo, pero para conseguir estos datos tendría que hablar con la secretaria del colegio, y ahora mismo tampoco está aquí.

—¿Cuándo volverá ella?

—No podría decírselo, señor. Se fue a Londres a hacer unas compras navideñas.

Dunworthy dio otro mensaje mientras el portero enderezaba las alas del ángel, y luego colgó y trató de pensar si había algún otro técnico en Oxford durante Navidad. Naturalmente que no, o Gilchrist no habría usado un estudiante de primer curso.

Llamó a Magdalen de todas formas, pero no obtuvo respuesta. Colgó, pensó un instante, y luego llamó a Balliol. Tampoco hubo respuesta allí. Finch debía de estar mostrando a las campaneras americanas las campanas del Gran Tom. Miró su digital. Sólo eran las dos y media. Parecía mucho más tarde. Tal vez sólo estarían almorzando.

Llamó al comedor de Balliol, pero siguió sin obtener respuesta. Volvió a la zona de espera, deseando que Gilchrist estuviera allí. No la encontró, pero sí a los dos auxiliares médicos, hablando con una enfermera. Gilchrist probablemente había vuelto a Brasenose para planear su siguiente lanzamiento. Tal vez enviaría a Kivrin directamente a la Peste Negra para que hiciera observaciones directas.

—Está usted aquí —dijo la enfermera—. Temía que se hubiera marchado. ¿Tendría la bondad de acompañarme?

Dunworthy había supuesto que le hablaba a él, pero los auxiliares lo siguieron.

—Aquí estamos, pues —dijo ella, abriéndoles una puerta. Los auxiliares entraron en fila—. Hay té en el carrito, y un aseo justo allí.

—¿Cuándo podré ver a Badri Chaudhuri? —preguntó Dunworthy, sosteniendo la puerta para que ella no la cerrara.

—La doctora Ahrens le atenderá directamente —respondió la enfermera, y cerró la puerta de todas formas.

La auxiliar estaba ya sentada en una silla, las manos en los bolsillos. El hombre se hallaba junto al carrito de té, enchufando la tetera eléctrica. Ninguno de ellos había hecho ninguna pregunta a la encargada mientras recorrían el pasillo, de forma que todo aquello taj vez fuera asunto de rutina, aunque Dunworthy no podía imaginar por qué querían ver a Badri. O por qué los habían llevado a todos aquí.

La sala de espera estaba en un ala completamente distinta de Admisiones. Tenía las mismas sillas destrozaespaldas, las mismas mesas con inspirados panfletos encima, las mismas guirnaldas de papel de estaño colocadas sobre el carrito de té y aseguradas con puñados de acebo de plasteno. Sin embargo, no había ventanas, ni siquiera en la puerta. Era apartada y privada, el tipo de sala donde la gente esperaba malas noticias.

Dunworthy se sentó, súbitamente agotado. Malas noticias. Una infección de algún tipo. Tensión de noventa y seis, pulso ciento veinte, temperatura treinta y nueve coma cinco. El otro único técnico de Oxford estaba en Gales y la secretaria de Basingame hacía sus compras de Navidad. Y Kivrin se encontraba en algún lugar de 1320, a días o incluso semanas de donde se suponía que debía estar. O meses.

El auxiliar médico sirvió leche y azúcar en una taza y la removió, esperando a que la tetera eléctrica se calentara. La mujer parecía haberse quedado dormida.

Dunworthy la miró, pensando en el deslizamiento. Badri había dicho que los cálculos preliminares indicaban un deslizamiento mínimo, pero sólo eran preliminares. Según pensaba Badri, dos semanas de deslizamiento era lo más probable, y eso sonaba bastante lógico.

Cuanto más atrás era enviado un historiador, mayor era el deslizamiento medio. Los lanzamientos de Siglo Veinte normalmente tenían sólo unos minutos, los de Siglo Dieciocho unas cuantas horas. Magdalen, que todavía estaba dirigiendo lanzamientos no tripulados al Renacimiento, tenía deslizamientos de entre tres y seis días.

Pero eran sólo promedios.

El deslizamiento variaba de una persona a otra, y era imposible predecirlo para un lanzamiento determinado. Siglo Diecinueve había tenido uno de cuarenta y ocho días, y en zonas deshabitadas normalmente no había deslizamiento ninguno.

Y con frecuencia la cantidad parecía arbitraria, caprichosa. Cuando hicieron las primeras comprobaciones de deslizamiento para Siglo Veinte allá en los años veinte, Dunworthy se colocó en el patio vacío de Balliol y fue enviado a las dos de la madrugada del catorce de septiembre de 1956, con un deslizamiento de sólo tres minutos. Pero cuando le enviaron de nuevo a las 2.08, el deslizamiento fue de casi dos horas, y apareció casi encima de un estudiante que volvía a hurtadillas después de una noche de juerga.

Kivrin podría estar a seis meses de donde se suponía que debía estar, completamente ajena a cuándo sería el encuentro. Y Badri había ido corriendo al pub para decirle que la rescataran.

Mary entró, aún con el abrigo puesto. Dunworthy se levantó.

—¿Es Badri? —preguntó, temiendo la respuesta.

—Todavía está en Admisiones —dijo ella—. Necesitamos su número de la Seguridad Social, y no encontramos sus archivos en el registro de Balliol.

Su pelo gris estaba revuelto de nuevo, pero por lo demás parecía tan profesional como cuando discutía con Dunworthy sobre sus estudiantes.

—No es miembro del colegio —explicó Dunworthy, sintiéndose aliviado—. Los técnicos son asignados a colegios individuales, pero son empleados oficialmente por la Universidad.

—Entonces, sus archivos deberían estar en la oficina del administrador. Bien. ¿Sabes si ha salido de Inglaterra en el último mes?

—Hizo un trabajo para Siglo Diecinueve en Hungría hace dos semanas. Ha estado en Inglaterra desde entonces.

—¿Ha recibido alguna visita de parientes de Paquistán?

—No tiene ninguno. Es tercera generación. ¿Has averiguado lo que tiene?

Ella no le estaba escuchando.

—¿Dónde están Gilchrist y Montoya? —preguntó.

—Le dijiste a Gilchrist que se reuniera con nosotros, pero no había llegado todavía cuando me trajeron aquí.

—¿Y Montoya?

—Se marchó en cuanto terminó el lanzamiento.

—¿Tienes idea de dónde puede haber ido?

No más que tú, pensó Dunworthy. También la viste marcharse.

—Supongo que volvió a Witney, a su excavación. Casi siempre está allí.

—¿Su excavación? —dijo Mary, como si nunca hubiera oído hablar de ello.

¿Qué pasa?, pensó él. ¿Qué va mal?

—En Witney —explicó—. La granja del Fondo Nacional. Está excavando una aldea medieval.

—¿Witney? —dijo ella, con aspecto triste—. Tendrá que volver inmediatamente.

—¿Intento llamarla? —preguntó Dunworthy, pero Mary ya se había acercado al auxiliar que esperaba junto al carrito de té.

—Tienes que recoger a una persona en Witney —le dijo. Él soltó la taza y el plato, y se encogió de hombros—. En la excavación del Fondo Nacional. Lupe Montoya.

Salió por la puerta con él.

Dunworthy esperaba que volviera en cuanto terminara de darle las instrucciones. Cuando no lo hizo, la siguió. Ella no estaba en el pasillo, ni tampoco el auxiliar, pero a quien sí encontró fue a la enfermera de Admisiones.

—Lo siento, señor —se disculpó, obstaculizándole el paso como había hecho la recepcionista—. La doctora Ahrens pidió que la esperara aquí.

—No voy a salir del hospital. Tengo que llamar a mi secretario.

—Le traeré un teléfono, señor —dijo ella con firmeza. Se volvió y miró pasillo abajo.

Gilchrist y Latimer se acercaban.

—… espero que la señorita Engle tenga la oportunidad de observar una muerte —decía Gilchrist—. Las actitudes hacia la muerte en el siglo
XIV
eran muy distintas a las nuestras. La muerte era una parte común y aceptada de la vida, y los contemporáneos eran incapaces de sentir pesar.

—Señor Dunworthy —lo llamó la enfermera, tirándole del brazo—, si quiere esperar dentro, le traeré un teléfono.

Se dirigió al encuentro de Gilchrist y Latimer.

—Si me acompañan, por favor —dijo, y los condujo a la sala de espera.

—Soy rector en funciones de la Facultad de Historia —dijo Gilchrist, mirando a Dunworthy—. Badri Chaudhuri es responsabilidad mía.

—De acuerdo, señor —dijo la enfermera, cerrando la puerta—. La doctora Ahrens tratará con usted directamente.

Latimer colocó su paraguas sobre una de las sillas y la bolsa de compras de Mary en la de al lado. Por lo visto, había recogido todos los paquetes que Mary había esparcido por el suelo. Dunworthy vio la caja de la bufanda y uno de los petardos sorpresa en lo alto.

—No encontramos ningún taxi —jadeó Latimer. Se sentó junto a los paquetes—. Tuvimos que coger el metro.

—¿De dónde es el estudiante de primer curso que iban a usar en el lanzamiento… Puhalski? —dijo Dunworthy—. Necesito hablar con él.

—¿Acerca de qué, si no es mucho preguntar? ¿O se ha apropiado completamente de Medieval en mi ausencia?

—Es esencial leer el ajuste y asegurarse de que ella está bien.

—Le encantaría que algo saliera mal, ¿verdad? Ha estado intentando obstaculizar este lanzamiento desde el principio.

—¿Que algo saliera mal? —estalló Dunworthy, incrédulo—. Ya ha salido mal. Badri está hospitalizado, inconsciente, y no sabemos si Kivrin está cuando o donde se supone que debe estar. Ya oyó a Badri. Dijo que algo fallaba con el ajuste. Tenemos que encontrar un técnico para que averigüe qué es.

—Yo no daría mucho crédito a lo que dice una persona bajo la influencia de drogas, dorfinas o lo que quiera que esté tomando —dijo Gilchrist—. Y debo recordarle, señor Dunworthy, que lo único que ha salido mal en este lanzamiento es la intervención de Siglo Veinte. El señor Puhalski estaba llevando a cabo su trabajo a la perfección. Sin embargo, dada su insistencia, permití que su técnico lo sustituyera. Es evidente que no debería haberlo hecho.

La puerta se abrió y todos se volvieron a mirarla. La enfermera trajo un teléfono portátil, se lo tendió a Dunworthy, y se marchó.

—Tengo que llamar a Brasenose y decirles dónde estoy —dijo Gilchrist.

Dunworthy le ignoró, conectó la pantalla visual del teléfono, y llamó al Jesús.

—Necesito los nombres y teléfonos de sus técnicos —le dijo a la secretaria del director en funciones cuando apareció en la pantalla—. Ninguno está de vacaciones, ¿verdad?

Ninguno lo estaba. Dunworthy anotó los nombres y números en uno de los panfletos, le dio las gracias al tutor sénior, y comenzó a llamar a los teléfonos de la lista.

El primer teléfono que marcó estaba comunicando. Los otros le dieron tono de comunicando antes de terminar siquiera de teclear los prefijos, y en el último una voz computarizada le interrumpió y dijo:

—Todas las líneas están ocupadas. Por favor, llame más tarde.

Llamó a Balliol, tanto al salón como a su propio despacho. No recibió respuesta en ninguno de los dos números. Finch debía haber llevado a las americanas a Londres a escuchar el Big Ben.

Gilchrist estaba a su lado, esperando para usar el teléfono. Latimer se había acercado al carrito del té e intentaba conectar la tetera eléctrica. La auxiliar despertó de su modorra para ayudarle.

—¿Ha terminado con el teléfono? —preguntó Gilchrist, de mal talante.

—No —replicó Dunworthy, y trató de localizar a Finch de nuevo. Seguía sin haber respuesta.

Colgó.

—Exijo que haga volver a su técnico a Oxford y que saque de allí a Kivrin. Ahora. Antes de que se marche del lugar del lanzamiento.

—¿Usted lo exige? —exclamó Gilchrist—. Debo recordarle que este lanzamiento es de Medieval, no suyo.

—No importa de quién sea —dijo Dunworthy, intentando controlar su temperamento—. La política de la Universidad es abortar los lanzamientos si se presenta algún tipo de problema.

—Debo recordarle también que el único problema que hemos encontrado en este lanzamiento es que usted no hizo examinar a su técnico en busca de dorfinas. —Extendió la mano hacia el teléfono—. Yo decidiré si y cuándo hay que interrumpir este lanzamiento.

Sonó el teléfono.

—Aquí Gilchrist. Un momento, por favor. —Le tendió el teléfono a Dunworthy.

—Señor Dunworthy —dijo Finch, con voz apurada—. Gracias a Dios. Le he estado llamando a todas partes. No creerá las dificultades que he tenido.

—He estado ocupado —replicó Dunworthy, antes de que Finch pudiera hacer recuento de sus dificultades—. Ahora escuche con atención. Tiene que ir a recoger el archivo de Badri Chaudhuri a la oficina del administrador. La doctora Ahrens lo necesita. Llámela. Está aquí en el hospital. Insista en que desea hablar directamente con ella. Le dirá qué información quiere del archivo.

—Sí, señor —dijo Finch, quien cogió papel y lápiz y empezó a tomar rápidas notas.

—En cuanto lo haya hecho, vaya directamente al New College y vea al tutor sénior. Dígale que tengo que hablar con él de inmediato y déle este número de teléfono. Dígale que es una emergencia, que es esencial que localicemos a Basingame. Debe volver a Oxford de inmediato.

—¿Cree que podrá, señor?

—¿Qué quiere decir? ¿Ha habido algún mensaje de Basingame? ¿Le ha pasado algo?

—No que yo sepa, señor.

—Bien, por supuesto que tendrá que volver. Sólo está en viaje de pesca, no es un viaje de trabajo. Después de hablar con el tutor sénior, pregunte a todos los estudiantes y miembros del personal que pueda. Tal vez alguien tenga idea de dónde está Basingame. Y de paso, averigüe si alguno de sus técnicos está aquí en Oxford.

—Sí, señor. ¿Pero qué hago con las americanas?

—Tendrá que decirles que siento no haberlas podido atender, pero que me he visto en un compromiso ineludible. Se supone que se marcharán a Ely a las cuatro, ¿no?

—Sí, pero…

—¿Pero qué?

—Bueno, señor, las llevé a ver el Gran Tom y la vieja iglesia de Marston y todo eso, pero cuando intenté llevarlas a Iffley, nos detuvieron.

—¿Los detuvieron? ¿Quién?

—La policía, señor. Habían emplazado barricadas. Lo cierto es que las americanas están muy molestas con su concierto de campanas.

—¿Barricadas? —se extrañó Dunworthy.

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