El libro del día del Juicio Final (13 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Pero se trata sólo de la gripe.

—Si hay un pequeño cambio antigénico, de un punto o dos, es sólo la gripe —corrigió ella—. Si hay un cambio mayor, es influenza, que es un asunto completamente distinto. La pandemia de la Gripe Española de 1918 era un mixovirus. Mató a veinte millones de personas. Los virus mutan cada pocos meses. Los antígenos de su superficie cambian, de forma que los hace irreconocibles para el sistema inmunológico. Por eso las vacunas son necesarias en cada estación. A pesar de ello, no sirven de nada contra grandes cambios.

—¿Y es éste el caso?

—Lo dudo. Las mutaciones importantes sólo suceden cada diez años o así. Creo que lo más probable es que Badri no recibiera su vacuna estacional. ¿Sabes si tuvo que trasladarse a principios de trimestre?

—No. Pero es posible.

—Si tuvo algún trabajo urgente, es probable que se le olvidara, y en ese caso lo único que tiene es la gripe de este invierno.

—¿Y Kivrin? ¿Recibió las vacunas estacionales?

—Sí, y antivirales en todo el espectro y potenciación de leucocitos-T. Está plenamente protegida.

—¿Aunque sea influenza?

Ella vaciló una fracción de segundo.

—Si estuvo expuesta al virus a través de Badri esta mañana, está plenamente protegida.

—¿Y si se encontró con él antes?

—Si te respondo, sólo servirá para que te preocupes. —Respiró hondo—. La potenciación y las antivirales se le administraron para que tuviera inmunidad total al principio del lanzamiento.

—Y Gilchrist lo adelantó dos días —dijo Dunworthy amargamente.

—Yo no habría permitido que fuera si no creyera que se encontraba bien.

—Pero no contaste con la posibilidad de que estuviera expuesta a un virus de influenza antes de marcharse siquiera.

—No, pero eso no cambia nada. Tiene inmunidad parcial, y no estamos seguros de que estuviera expuesta. Badri apenas se le acercó.

—¿Y si estuvo expuesta antes?

—Sé que no debería de habértelo dicho —suspiró Mary—. La mayoría de los mixovirus tienen un período de incubación de doce a cuarenta y ocho horas. Aunque Kivrin estuviera expuesta hace dos días, habría tenido suficiente inmunidad para impedir que el virus se replicara lo suficiente para causar más que síntomas menores. Pero no es influenza. —Le palmeó el brazo—. Y estás olvidando las paradojas. Si hubiera estado expuesta, habría sido altamente contagiosa. La red no la habría dejado pasar.

Tenía razón. Las enfermedades no podían atravesar la red si existía alguna posibilidad de que los contemporáneos las contrajeran. Las paradojas no lo permitirían. La red no se habría abierto.

—¿Cuáles son las probabilidades de que la población de 1320 sea inmune? —preguntó.

—¿A un virus actual? Casi ninguna. Hay mil ochocientos puntos posibles de mutación. Los contemporáneos tendrían que tener todos el virus exacto, o serían vulnerables.

Vulnerables.

—Quiero ver a Badri —dijo—. Cuando llegó al pub, dijo que algo fallaba. Lo estuvo repitiendo en la ambulancia camino del hospital.

—Algo falla —contestó Mary—. Sufre una grave infección vírica.

—O sabe que ha contagiado a Kivrin. O no hizo el ajuste.

—Dijo lo contrario. —Ella le miró, compasiva—. Supongo que es inútil decirte que no te preocupes por Kivrin. Ya has visto cómo acabo de actuar con respecto a Colin. Pero hablaba en serio cuando dije que los dos están a salvo. Kivrin está mucho mejor que aquí, incluso entre esos ladrones y asesinos que no paras de imaginar. Al menos no tendrá que tratar con las regulaciones de cuarentena del Ministerio de Sanidad.

Él sonrió.

—O con las campaneras americanas. América no ha sido descubierta todavía. —Extendió la mano hacia el pomo de la puerta.

La puerta de otro extremo del pasillo se abrió de golpe y una mujer corpulenta que llevaba una maleta la atravesó.

—Está usted ahí, señor Dunworthy —gritó desde la otra punta del pasillo—. Le he estado buscando.

—¿Es una de tus campaneras? —preguntó Mary, volviéndose a mirarla.

—Peor —contestó Dunworthy—. Es la señora Gaddson.

6

Oscurecía bajo los árboles y al pie de la colina. A Kivrin empezó a dolerle la cabeza incluso antes de llegar a los surcos helados, como si eso tuviera algo que ver con cambios microscópicos en luz o altura.

No podía ver la carreta, a pesar de que se encontraba directamente delante del pequeño cofre, y si se esforzaba la cabeza le dolía aún más. Si esto era uno de los «síntomas menores» del desplazamiento temporal, se preguntó cómo serían los mayores.

Cuando vuelva, pensó mientras avanzaba entre los matorrales, pienso tener una charla al respecto con la doctora Ahrens. Creo que subestiman los efectos debilitadores que estos síntomas pueden tener sobre un historiador. Bajar la colina la había dejado más exhausta que subirla, y tenía mucho frío.

La capa y los cabellos se le enredaron en los sauces mientras se abría paso entre los matorrales, y se hizo un largo arañazo en el brazo que inmediatamente empezó a dolerle también. Resbaló una vez y estuvo a punto de caerse, y el efecto sobre su migraña fue que la cabeza dejó de dolerle y luego la sensación de molestia volvió con fuerza redoblada.

El claro estaba casi completamente oscuro, aunque lo poco que podía ver era aún muy diáfano; no era que los colores se apagaran, sino que se hacían más profundos hacia el negro. Los pájaros se disponían a dormir. Debían de haberse acostumbrado a ella. No hicieron tanta pausa en sus revoloteos y aleteos.

Kivrin recogió rápidamente las cajas dispersas y los barrilitos rotos, y los metió en el carro. Agarró el tiro de la carreta y empezó a empujarla hacia el camino. La carreta ofreció un poco de resistencia, luego se deslizó fácilmente sobre un puñado de hojas, y al final se atascó. Kivrin hizo palanca y tiró de nuevo. La carreta avanzó unos cuantos centímetros más y se ladeó. Una de las cajas se cayó.

Kivrin la recogió y rodeó la carreta, intentando ver dónde se había atascado. La rueda derecha estaba atascada contra una raíz de árbol, pero podría sacarla si conseguía una buena palanca. No podía hacerlo por aquel lado: Medieval había golpeado con un hacha el costado para que pareciera que se había roto al volcar, y habían hecho un buen trabajo: la dejaron reducida a astillas. Le dije al señor Gilchrist que debería haberme permitido traer guantes, pensó Kivrin.

Dio la vuelta hasta el otro lado, agarró la rueda y empujó. No se movió. Se apartó las faldas y la capa y se arrodilló junto a la rueda para poder empujarla con el hombro.

La pisada estaba delante de la rueda, en un pequeño espacio despejado de hojas, apenas de la anchura del pie. Las hojas se habían arremolinado contra las raíces de los robles a cada lado. No tenían ninguna huella que pudiera verse bajo la luz grisácea, pero la pisada en la tierra era perfectamente clara.

No puede ser una pisada, pensó Kivrin. El suelo está helado. Extendió la mano hacia la marca, pensando que podría tratarse de algún juego de luces y sombras. Los surcos helados de la carretera no tenían ninguna huella. Pero la tierra cedió fácilmente bajo su mano, y la huella era lo bastante profunda para poder palparla.

Había sido hecha por un zapato de suela blanda, sin tacón, y el pie era grande, más que el suyo. Un pie de hombre, pero los hombres del siglo
XIV
eran más menudos, más bajos, y sus pies ni siquiera eran tan grandes como el suyo. Aquél era el pie de un gigante.

Tal vez se trate de una pisada antigua, pensó descabelladamente. Tal vez es la pisada de un leñador, o de un campesino que buscaba a una oveja perdida. Tal vez es uno de los monteros del rey, y han estado cazando por aquí. Pero ésta no era la pisada de alguien que persiguiera un ciervo. Era la pisada de un hombre que había permanecido allí de pie durante largo rato, observándola. Le oí, pensó Kivrin, y un pequeño aleteo de pánico se alojó en su garganta. Le oí aquí de pie.

Todavía estaba arrodillada, sujetándose a la rueda para conservar el equilibrio. Si el hombre, fuera quien fuese, y tenía que ser un hombre, un gigante, estaba todavía en aquel claro, observando, debía de saber que ella había encontrado la huella. Se incorporó.

—¿Hola? —llamó, y dio de nuevo un susto de muerte a los pájaros, que aletearon y piaron, hasta que volvió a reinar el silencio—. ¿Hay alguien ahí?

Esperó, escuchando, y le pareció que en el silencio percibía de nuevo la respiración.

—Hablad —dijo—. Hallóme en un apuro y mis siervos huyeron.

Magnífico, pensó. Dile que estás indefensa y completamente sola.

—¡Holaaa! —gritó de nuevo, y empezó a recorrer cautelosamente el claro, escrutando los árboles.

Si el hombre se encontraba todavía allí, estaba tan oscuro que ella no lo vería. No distinguía nada más allá de los bordes del claro. Ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraba el bosquecillo y la carretera. Si esperaba más tiempo, estaría completamente oscuro y nunca podría llevar la carreta al camino.

Pero no podía moverla. Fuera quien fuese quien la había observado entre los dos árboles, sabía que la carreta estaba allí. Tal vez incluso la había visto aparecer, salida de la nada como un ser conjurado por un alquimista. Si ése era el caso, probablemente había salido corriendo para preparar la pira que Dunworthy estaba tan seguro era del agrado del populacho. Pero si así hubiera sido, el hombre habría dicho algo, aunque fuera sólo «¡Pardiez!» o «¡Padre celestial!», y ella le habría oído abrirse paso entre los matorrales mientras se marchaba corriendo.

No había corrido, lo cual significaba que no la había visto aparecer. La había encontrado más tarde, tendida de modo inexplicable en mitad del bosque junto a una carreta aplastada. ¿Qué había pensado? ¿Que la habían atacado en el camino y la habían arrastrado hasta allí para ocultar toda prueba?

¿Entonces, por qué no había intentado ayudarla? ¿Por qué había permanecido allí, silencioso como un roble, lo suficiente para dejar una marca de su pisada, y luego había vuelto a marcharse? Tal vez pensó que estaba muerta. La habría asustado su cuerpo yaciente. Hasta el siglo
XV
, la gente creía que los espíritus malignos tomaban posesión inmediata de cualquier cadáver que no hubiera sido adecuadamente enterrado.

O tal vez había ido en busca de ayuda, a una de aquellas aldeas que Kivrin había oído, tal vez incluso a Skendgate, y ahora estaba en camino con la mitad del pueblo, todos ellos con antorchas.

En tal caso, debería quedarse donde estaba y esperar su regreso. Debería incluso volver a tenderse. Cuando los aldeanos llegaran, tal vez especularían acerca de ella y luego la llevarían al pueblo, dándole muestras del idioma, tal como pretendía su plan original. ¿Pero, y si volvía solo, o con amigos que no tuvieran intención ninguna de ayudarla?

No podía pensar. El dolor de cabeza se había extendido desde las sienes a detrás de los ojos. Mientras se frotaba la frente, ésta empezó a latirle. ¡Y tenía tanto frío! La capa, a pesar de su forro de piel de conejo, no era nada cálida. ¿Cómo había sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo vestida tan sólo con ropas como aquélla? ¿Cómo habían sobrevivido los conejos?

Al menos podría hacer algo respecto al frío. Podría recoger madera y encender una fogata, y si la persona de la huella volvía con malas intenciones, podría mantenerlo a raya con una rama ardiente. Y si había ido a buscar ayuda y no encontraba el camino en la oscuridad, el fuego lo guiaría hasta ella.

Volvió a recorrer el claro, en busca de leña. Dunworthy había insistido en que aprendiera a encender fuego sin yesca o pedernal.

—¿Gilchrist pretende que vayas por la Edad Media en pleno invierno sin saber encender fuego? —había dicho, enfurecido, y ella le defendió, le dijo que Medieval no esperaba que pasara tanto tiempo al aire libre. Pero tendrían que haber tenido en cuenta el frío que haría.

Los palos le enfriaban las manos, y cada vez que se agachaba para recoger uno, le dolía la cabeza. Por fin, dejó de agacharse y simplemente se detuvo y fue arrancando ramas secas, manteniendo la cabeza recta. Eso fue un ligero alivio, pero no mucho. Tal vez se sentía así porque tenía mucho frío. Tal vez el dolor de cabeza y la dificultad para respirar se debían al frío. Tenía que encender el fuego.

La madera parecía helada; nunca ardería. Y las hojas también estarían húmedas, demasiado para usarlas como yesca. Tendría que utilizar leña seca y un palo afilado. Formó un montoncito con la leña junto a las raíces de un árbol, cuidando de mantener la cabeza recta, y volvió a la carreta.

El lateral aplastado de la carreta tenía varios trozos rotos de madera que podría utilizar. Se clavó dos astillas en la mano antes de poder arrancar los pedazos, pero la madera al menos estaba seca, aunque también fría. Había un trozo grande y afilado justo sobre la rueda. Se inclinó para cogerlo y estuvo a punto de caerse, jadeando ante el súbito mareo.

—Será mejor que te tiendas —dijo en voz alta.

Se sentó, agarrándose a los lados de la carreta.

—Doctora Ahrens —murmuró, casi sin aliento—, deberían inventar algo que impida el desplazamiento temporal. Esto es horrible.

Si pudiera tumbarse un poquito, tal vez el mareo desaparecería y podría encender el fuego. Pero no podía hacerlo sin inclinarse, y la simple idea de intentarlo hacía que las náuseas regresaran.

Se cubrió la cabeza con la capucha y cerró los ojos, e incluso eso le dolió, pues la acción pareció concentrar el dolor en su cabeza. Algo fallaba. Esto no podía ser una reacción al desplazamiento temporal. Se suponía que debía tener unos pocos síntomas menores que desaparecerían en cuestión de un par de horas tras su llegada, no que empeorarían. Un poco de dolor de cabeza, había dicho la doctora Ahrens, un poco de fatiga. No había dicho nada de náuseas, ni de estar aterida de frío.

Tenía tanto frío… Se arrebujó en la capa, como si fuera una manta, pero la acción pareció hacer que sintiera aún más frío.

Los dientes le empezaron a castañetear, como le había pasado en lo alto de la colina, y grandes y convulsivos estertores sacudieron sus hombros.

Voy a morir congelada, pensó. Pero no se puede evitar. No puedo levantarme y encender la hoguera. No puedo. Tengo demasiado frío. Es una lástima que estuviera usted equivocado respecto a los contemporáneos, señor Dunworthy, pensó, e incluso el pensamiento fue difuso. Ser quemada en la hoguera me parece una idea excelente.

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