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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (6 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Supongo que tendremos que ser civilizados e invitarlos a que se unan a nosotros.

Dunworthy recogió su abrigo.

—Sé civilizada tú si quieres. Yo no tengo ninguna intención de escuchar a esos dos felicitándose por haber enviado al peligro a una joven sin experiencia.

—Vuelves a hablar como ya sabes quién —señaló Mary—. No estarían aquí si algo hubiera salido mal. Tal vez Badri tiene ya el ajuste.

Al parecer, Gilchrist lo había visto cuando se levantaba. Estuvo a punto de volverse como para marcharse, pero Latimer ya estaba junto a la mesa. Gilchrist lo siguió, sin sonreír ya.

—¿Está terminado el ajuste? —preguntó Dunworthy.

—¿El ajuste? —preguntó Gilchrist, vagamente.

—El ajuste. La determinación de dónde y cuándo está Kivrin, lo que hace posible volver a recogerla.

—Su técnico dijo que tardaría al menos una hora en determinar las coordenadas —replicó Gilchrist, envarado—. ¿Siempre tarda tanto? Dijo que vendría a decírnoslo cuando hubiera terminado, pero que las lecturas preliminares indicaban que el lanzamiento había ido a la perfección y que el deslizamiento era mínimo.

—¡Qué buena noticia! —suspiró Mary, aliviada—. Siéntense. También estamos esperando el ajuste y tomando una pinta mientras tanto. ¿Quieren tomar algo? —preguntó a Latimer, que había terminado de plegar el paraguas y abrochaba la cinta.

—Bueno, creo que sí —asintió Latimer—. Después de todo, éste es un gran día. Un poco de coñac, creo.
«Strong was the wyn, and wel to drinke us leste»
—dijo citando a Chaucer, y se debatió con la cinta, liándola en las varillas del paraguas—. Al fin tendremos la oportunidad de observar de primera mano la pérdida de inflexión adjetival y el cambio del nominativo singular.

Un gran día, pensó Dunworthy, pero se sentía aliviado a su pesar. El deslizamiento era su mayor preocupación.

Era la parte más impredecible de un lanzamiento, incluso con comprobaciones de parámetros.

La teoría decía que se trataba del propio mecanismo de seguridad e interrupción de la red, la forma que tenía el Tiempo de protegerse a sí mismo de las paradojas del continuum. El salto hacia delante en el tiempo se suponía que impedía colisiones, encuentros o acciones que pudieran afectar a la historia, deslizando al historiador más allá del momento crucial en que pudiera matar a Hitler o rescatar al niño ahogado.

Pero la teoría de la red nunca había podido decidir cuáles eran esos momentos críticos o cuánto deslizamiento produciría un lanzamiento determinado. Las comprobaciones de parámetros daban probabilidades, pero Gilchrist no había hecho ninguna. El lanzamiento de Kivrin podría haberse desviado en dos semanas o un mes. Por lo que Gilchrist sabía, ella bien podría haber llegado en abril, con su capa forrada de piel y su saya de invierno.

Pero Badri había dicho que el deslizamiento era mínimo. Eso significaba que Kivrin sólo se había desviado unos pocos días, con tiempo de sobra para averiguar la fecha y establecer el encuentro.

—¿Señor Gilchrist? —decía Mary—. ¿Puedo invitarle a un coñac?

—No, gracias.

Mary rebuscó otro billete arrugado y se dirigió a la barra.

—Su técnico parece haber hecho un trabajo aceptable —dijo Gilchrist, volviéndose hacia Dunworthy—. A Medieval le gustaría contar con él para nuestro próximo lanzamiento. Enviaremos a la señorita Engle a 1355 para observar los efectos de la Peste Negra. Los relatos de los contemporáneos no son dignos de crédito, sobre todo en lo referente a la tasa de mortalidad. La cifra aceptada de cincuenta millones de muertes es claramente inexacta, y las estimaciones de que mató de 2ntre un tercio hasta la mitad de la población europea son evidentes exageraciones. Estoy ansioso por que la señorita Engle haga observaciones entrenadas.

—¿No se está precipitando un poco? —dijo Dunworthy—. Tal vez debería esperar a ver si Kivrin consigue sobrevivir a este lanzamiento a 1320.

La cara de Gilchrist asumió su expresión contraída.

—Me molesta que presuponga usted constantemente que Medieval es incapaz de llevar a cabo un lanzamiento con éxito. Le aseguro que hemos previsto cuidadosamente todos los aspectos. El método de la llegada de Kivrin ha sido estudiado con todo detalle.

»Probabilidad coloca la frecuencia de viajeros en la carretera Oxford-Bath en uno cada seis horas, e indica que hay un noventa y dos por ciento de posibilidades de que su historia del asalto sea creída, debido a la frecuencia de esos asaltos. Un viajero en Oxfordshire tenía un 42,5 por ciento de probabilidades de ser robado en invierno, y del 58,6 en verano. Es la media, por supuesto. Las posibilidades aumentaban en partes de Otmoor y Wycbwood y en los caminos más pequeños.

Dunworthy se preguntó cómo demonios había obtenido Probabilidad esas cifras. El
Libro del Día del Juicio Final
no mencionaba a los ladrones, con la posible excepción de los propios agentes censales del rey, quienes a veces tomaban algo más que el censo, y los asesinos de la época seguro que no llevaban un registro de a quiénes habían robado y asesinado, marcando claramente su emplazamiento en un mapa. Las pruebas de las muertes fuera de casa eran enteramente
de facto
: la persona no regresaba. ¿Y cuántos cadáveres yacían en los bosques, sin ser descubiertos ni reconocidos por nadie?

—Le aseguro que hemos tomado todas las precauciones posibles para proteger a Kivrin —repitió Gilchrist.

—¿Como comprobaciones de parámetros? ¿Y tests de simetría y no tripulados?

Mary regresó.

—Aquí tiene, señor Latimer —dijo, colocando un vaso de coñac ante él. Colgó el paraguas mojado de Latimer en el respaldo del asiento y se sentó a su lado.

—Le estaba asegurando al señor Dunworthy que todos los aspectos de este lanzamiento se han estudiado exhaustivamente —dijo Gilchrist. Alzó la figurita de plástico de un rey mago con un cofre dorado—. El cofre de su equipaje es una reproducción exacta de un joyero que está en el Ashmolean. —Soltó al rey—. Incluso su nombre fue estudiado a conciencia. Isabel es el nombre de mujer que aparece listado con más frecuencia en los Pergaminos Jurídicos y el Regista Regum desde 1295 hasta 1320.

—En realidad es una derivación de Elizabeth —explicó Latimer, como si fuera una de sus conferencias—. Se cree que su extendido uso en Inglaterra a partir del siglo
XII
tiene por origen a Isabel de Angouleme, esposa del Rey Juan.

—Kivrin me dijo que le habían dado una identidad real, que Isabel de Beauvrier era una de las hijas de un noble de Yorkshire.

—Así es —confirmó Gilchrist—. Gilbert de Beauvrier tenía cuatro hijas de la edad adecuada, pero sus nombres no aparecían en los pergaminos. Era una práctica habitual. Las mujeres sólo aparecían por el apellido y el parentesco, incluso en los registros parroquiales y las tumbas.

Mary colocó una mano sobre el brazo de Dunworthy, conteniéndolo.

—¿Por qué eligieron Yorkshire? —preguntó rápidamente—. ¿No estará un poco lejos de casa?

Está a setecientos años de casa, pensó Dunworthy, en un siglo que no valora a las mujeres lo suficiente para registrar sus nombres cuando morían.

—La señorita Engle fue quien lo sugirió. Le parecía que tener su casa tan lejos aseguraría que no se haría ningún intento de contactar con la familia.

O de llevarla de vuelta, a kilómetros del lugar del lanzamiento. Kivrin lo había sugerido. Probablemente lo había sugerido todo, tras haber estudiado los pergaminos y los registros parroquiales en busca de una familia con la edad adecuada y sin relaciones cortesanas, una familia lo bastante lejana en el East Riding para que la nieve y las carreteras intransitables hicieran imposible que un mensajero llegara a caballo y les comunicara que habían encontrado a su hija desaparecida.

—Medieval ha puesto la misma cuidadosa atención en todos los detalles de este lanzamiento —prosiguió Gilchrist—, incluso un pretexto para su viaje: la enfermedad de su hermano. Tuvimos cuidado de asegurarnos de que se produjo un brote de gripe en esa parte de Gloucestershire en 1319, aunque la enfermedad era frecuente durante la Edad Media, y bien podría haber contraído el cólera o gangrena.

—James —advirtió Mary.

—El traje de la señorita Engle fue cosido a mano. La tela azul de su vestido fue teñida a mano usando una fórmula medieval. Y la señora Montoya ha estudiado a fondo la aldea de Skendgate donde Kivrin pasará las dos semanas.

—Si llega allí —objetó Dunworthy.

—James —terció Mary.

—¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero que pasa cada una coma seis horas no decida llevarla al convento de Godstow o a un burdel en Londres, o la vea aparecer y decida que es una bruja? ¿Qué precauciones han tomado para asegurarse de que el amistoso viajero es en efecto amistoso y no uno de los asesinos que mataban al cuarenta y dos coma cinco por ciento de los viajeros?

—Probabilidad indicó que no había más de un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera en ese lugar en el momento de la llegada.

—Oh, miren, aquí está Badri —señaló Mary, levantándose y colocándose entre Dunworthy y Gilchrist—. Ha sido un trabajo rápido, Badri. ¿Tienes ya el ajuste?

—Badri había salido sin el abrigo. Su uniforme de laboratorio estaba húmedo y tenía la cara amoratada.

—Parece medio congelado —observó Mary—. Venga a sentarse. —Le acercó la silla vacía situada junto a Latimer—. Le traeré un coñac.

—¿Tienes el ajuste? —preguntó Dunworthy.

Badri no sólo estaba húmedo, sino empapado.

—Sí —dijo, y sus dientes empezaron a castañetear.

—Muy bien —dijo Gilchrist, incorporándose y dándole una palmada en el hombro—. Pensaba que tardarías una hora. Esto requiere un brindis. ¿Tienen champán? —le preguntó al camarero, volvió a dar una palmada a Badri, y se acercó a la barra.

Badri se le quedó mirando, frotándose los brazos y tiritando. Parecía abstraído, casi aturdido.

—¿Tienes definitivamente el ajuste? —preguntó Dunworthy.

—Sí —contestó él, todavía mirando a Gilchrist.

Mary volvió con el coñac.

—Esto le calentará un poco —dijo, tendiéndoselo—. Tome. Bébaselo. Ordenes del médico.

Él miró el vaso con el ceño fruncido, como si no supiera de qué se trataba. Los dientes aún le castañeteaban.

—¿Qué pasa? —preguntó Dunworthy—. Kivrin está bien, ¿verdad?

—Kivrin —dijo él, todavía mirando el vaso, y entonces pareció recuperarse súbitamente. Soltó el vaso—. Tiene que venir —dijo y empezó a dirigirse hacia 1a puerta.

—¿Qué ha pasado? —dijo Dunworthy, levantándose. Las figuras del belén se volcaron, y una de las ovejas rodó por la mesa y cayó al suelo.

Badri abrió la puerta al son de
Good Christian Men, Rejoice
.

—Badri, espere, tenemos que hacer un brindis —dijo Gilchrist, que volvía a la mesa con una botella y un puñado de vasos.

Dunworthy cogió su chaqueta.

—¿Qué pasa? —dijo Mary, recogiendo su bolsa—. ¿No consiguió el ajuste?

Dunworthy no respondió. Cogió el abrigo y se marchó tras Badri. El técnico ya estaba en la calle, abriéndose paso entre los transeúntes como si ni siquiera estuviesen allí. Llovía intensamente, pero Badri también parecía ajeno a ese hecho. Dunworthy consiguió ponerse el abrigo, más o menos, y se zambulló en la multitud.

Algo había salido mal. Se había producido un deslizamiento, después de todo, o el estudiante de primer curso había cometido un error en los cálculos. Tal vez algo había ido mal con la propia red. Pero tenía sus modos de seguridad y de interrupción. Si algo hubiera ido mal con la red, Kivrin no habría logrado pasar. Y Badri había dicho que tenía el ajuste.

Tenía que ser el deslizamiento. Era lo único que podía haber fallado con el lanzamiento en marcha.

Ante él, Badri cruzó la calle, esquivando por los pelos una bicicleta. Dunworthy se deslizó entre dos mujeres que llevaban bolsas de compras aún más grandes que las de Mary, pasó por encima de un terrier blanco y su correa, y volvió a verlo dos puertas más allá.

—¡Badri! —llamó. El técnico hizo ademán de volverse y chocó con una mujer de mediana edad con un gran paraguas floreado.

La mujer sostenía el paraguas ante ella, protegiéndose de la lluvia, y obviamente tampoco había visto a Badri. El paraguas, que estaba cubierto de violetas, pareció explotar hacia dentro, y luego cayó a la acera. Badri, todavía avanzando a ciegas, estuvo a punto de aterrizar encima.

—¡Eh, mire por donde anda! —exclamó la mujer, furiosa, agarrada al filo de su paraguas—. Éste no es lugar para ir corriendo, ¿no?

Badri la miró con la misma expresión aturdida que tenía en el pub.

—Lo siento.

Dunworthy vio que se inclinaba a recoger el paraguas. Los dos parecieron luchar por encima de las violetas por un instante antes de que Badri agarrara el mango y enderezara el paraguas. Lo tendió a la mujer, cuyo redondo rostro estaba colorado por la furia, la fría lluvia o ambas cosas.

—¿Lo siente? —espetó, alzando el mango por encima de su cabeza como si fuera a golpearlo con él—. ¿Es todo lo que tiene que decir?

Él se llevó la mano a la frente, inseguro, y entonces, como había hecho en el pub, pareció recordar dónde se hallaba y volvió a ponerse en marcha, prácticamente a la carrera. Entró en la puerta de Brasenose, y Dunworthy le siguió, cruzó el patio, entró por una puerta lateral al laboratorio, recorrió un pasillo y avanzó hasta la zona de la red. Badri estaba ya ante la consola, inclinado sobre ella, mirando la pantalla con el ceño fruncido.

Dunworthy tenía miedo de que estuviera llena de nieve, o aún peor, en blanco, pero Tiostraba las ordenadas columnas de cifras y matices de un ajuste.

—¿Tienes el ajuste? —jadeó Dunworthy.

—Sí —contestó Badri. Se volvió y miró a Dunworthy. Había dejado de fruncir el ceño, pero tenía una expresión extraña y abstraída en el rostro, como si intentara concentrarse con esfuerzo—. ¿Cuándo fue…? —dijo, y empezó a tiritar. Su voz se apagó, como si hubiera olvidado qué iba a decir.

La puerta de fino-cristal se abrió de golpe, y entraron Gilchrist y Mary, seguidos de Latimer, que se debatía con su paraguas.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —les preguntó Mary.

—¿Cuándo fue qué, Badri! —demandó Dunworthy.

—¿Es esto? —intervino Gilchrist, inclinado sobre su hombro—. ¿Qué significan todos estos símbolos? Tendrá que traducirlos para los profanos.

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