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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (7 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Cuándo fue qué? —repitió Dunworthy.

Badri se llevó la mano a la frente.

—Algo falla —declaró.

—¿Qué? —gritó Dunworthy—. ¿El deslizamiento? ¿Es el deslizamiento?

—¿Deslizamiento? —dijo Badri, temblando tanto que apenas pudo pronunciar la palabra.

—Badri —dijo Mary—. ¿Se encuentra bien?

Badri puso de nuevo la expresión extraña y abstraída, como si estuviera considerando la respuesta.

—No —dijo, y se desplomó sobre la consola.

3

Oyó la campana mientras pasaba. Parecía débil y metálica, como la música ambiental que sonaba en la High en Navidad. Se suponía que la sala de control estaba insonorizada, pero cada vez que alguien abría la puerta de la antesala percibía el débil y espectral sonido de los villancicos.

La doctora Ahrens había llegado primero, y luego el señor Dunworthy, y las dos veces Kivrin estuvo convencida de que habían ido a decirle que no iba a hacer el viaje, después de todo. La doctora Ahrens casi había cancelado el lanzamiento en el hospital, cuando la vacuna antiviral de Kivrin se le inflamó en una gigantesca ampolla roja en la parte interior del brazo.

—No vas a ir a ninguna parte hasta que la hinchazón desaparezca —había dicho la doctora, y se negó a darle de alta. A Kivrin todavía le picaba el brazo, pero no estaba dispuesta a decírselo a la doctora Ahrens, porque ella bien podría decírselo al señor Dunworthy, quien estaba horrorizado desde que descubrió que iba a hacer el viaje.

Hace dos años le dije que quería ir, pensó Kivrin. Habían transcurrido dos años, y cuando el día anterior fue a mostrarle su disfraz, él todavía intentaba convencerla de lo contrario.

—No me gusta la forma en que Medieval está dirigiendo este lanzamiento —dijo—. Y aunque estuvieran tomando las precauciones adecuadas, una joven no tiene nada que hacer sola en la Edad Media.

—Todo está previsto —le dijo ella—. Soy Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, un noble que vivió en el East Riding de 1276 a 1332.

—¿Y qué está haciendo la hija de un noble en el camino de Oxford a Bath, sola?

—No lo estaba. Iba con mis sirvientes, camino de Evesham, para recoger a mi hermano, que está enfermo en el monasterio de allí, cuando fuimos asaltados por ladrones.

—Por ladronesasintió ella, impaciente—, y transmisores de enfermedades, y caballeros bandidos, y otra gentuza peligrosa. ¿Es que no había personas agradables en la Edad Media?

—Todos estaban muy ocupados quemando a las brujas en la hoguera.

Ella decidió que sería mejor cambiar de tema.

—He venido a mostrarle mi disfraz —dijo, volviéndose despacio para que él observara su saya azul y la capa forrada de piel blanca—. Durante el lanzamiento llevaré el cabello suelto.

—No tienes nada que hacer vestida de blanco en la Edad Media —dijo él—. Sólo te ensuciarás.

Él no se mostró más optimista esta mañana. Paseaba por la estrecha zona de observación como un padre expectante. Ella estuvo preocupada toda la mañana, temiendo que de repente interrumpiera todo el proceso.

Había habido retrasos y más retrasos. El señor Gilchrist tuvo que repetirle una y otra vez cómo funcionaba el grabador, como si fuera una estudiante de primer curso. Nadie tenía fe en ella, excepto tal vez Badri, e incluso él fue enloquecedoramente cuidadoso, midiendo y volviendo a medir la zona de la red y borrando en una ocasión toda una serie de coordenadas que tuvo que volver a introducir.

Kivrin pensaba que nunca llegaría el momento de colocarse en posición, y después de haberlo hecho, fue aún peor, tendida allí con los ojos cerrados, preguntándose qué sucedía. Latimer le dijo a Gilchrist que le preocupaba la forma ortográfica del nombre que habían escogido, como si la gente de aquella época supiera leer, ¡cómo iba a importarles la ortografía! Montoya se acercó y le dijo la forma de identificar Skendgate por sus frescos del Juicio Final en la iglesia, algo que había dicho a Kivrin al menos una docena de veces antes.

Alguien, le parecía que Badri porque era el único que no le daba instrucciones, se inclinó y le movió un poco el brazo hacia el cuerpo, y le tiró de la falda. El suelo estaba duro, y algo se le clavaba en el costado, justo por debajo de las costillas. El señor Gilchrist dijo algo, y la campana empezó a sonar de nuevo.

Por favor, por favor, pensó Kivrin, al tiempo que se preguntaba si la doctora Ahrens había decidido de pronto que necesitaba otra vacuna o si Dunworthy se había marchado corriendo a la Facultad de Historia y conseguido cambiar el baremo de nuevo a diez.

Fuera quien fuese debía de tener la puerta abierta, pues aún oía la campana, aunque no lograba identificar la canción. No se trataba de una canción. Era un lento y firme tañido que se detenía y continuaba, y Kivrin pensó, lo he conseguido.

Yacía sobre el costado izquierdo, con las piernas torpemente extendidas como si hubiera sido derribada por los hombres que la habían asaltado, el brazo cubriéndole a medias la cara para protegerse del golpe que le había manchado el rostro de sangre. La posición del brazo debería permitirle abrir los ojos sin ser vista, pero no los abrió todavía. Permaneció inmóvil, intentando escuchar.

A excepción de la campana, no había ningún otro sonido. Si se encontraba tendida en una carretera del siglo
XIV
, tendría que haber pájaros y ardillas, al menos. Probablemente su súbita aparición o el halo de la red, que dejaba en el aire durante varios minutos partículas parecidas a escarcha, los había hecho enmudecer.

Tras un largo minuto, un pájaro trinó, y luego otro. Algo se movió cerca, se detuvo y volvió a moverse. Una ardilla del siglo
XIV
o un ratón de campo. Hubo un movimiento más leve, probablemente el viento en las ramas de los árboles, aunque no notaba ninguna brisa en el rostro, y en lo alto, desde muy lejos, el distante sonido de la campana.

Se preguntó por qué doblaba. Podía estar llamando a vísperas. O a maitines. Badri le había advertido que no sabía cuánto deslizamiento habría. Había querido retrasar el lanzamiento mientras hacía una serie de comprobaciones, pero el señor Gilchrist aseguró que Probabilidad había predicho un deslizamiento medio de seis coma cuatro horas.

Kivrin no sabía a qué hora había llegado. Eran las once menos cuarto cuando salió de la sala de preparación (había visto a la señora Montoya mirar su digital y le preguntó qué hora era), pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado después. Le habían parecido horas.

El lanzamiento estaba previsto para mediodía. Si había saltado según lo previsto y Probabilidad tenía razón en lo del deslizamiento, debían de ser las seis de la tarde, lo cual era demasiado tarde para vísperas. Y por cierto, ¿por qué seguía doblando la campana?

Podía estar llamando a misa, o a un funeral o una boda. Las campanas repicaban casi constantemente en la Edad Media, para avisar de invasiones o incendios, para ayudar a un niño perdido a encontrar el camino de vuelta a la aldea, incluso para detener tormentas. Podía estar sonando por cualquier motivo.

Si el señor Dunworthy se encontrara aquí, estaría convencido de que se trataba de un funeral. «La esperanza de vida en el siglo
XIV
era de treinta y ocho años —le había dicho—, y sólo llegabas a esta edad si sobrevivías al cólera, la viruela y la gangrena; y si no comías carne podrida o bebías agua contaminada o te atropellaba un caballo. O te quemaban en la hoguera por bruja.»

O si te mueres congelada, pensó Kivrin. Empezaba a sentirse aterida, aunque sólo llevaba allí tendida un ratito. Fuera lo que fuese lo que la pinchaba en el costado, le había atravesado las costillas y le hería el pulmón. El señor Gilchrist le había indicado que permaneciera tendida durante varios minutos y luego se levantara tambaleándose, como si recuperara el sentido. A Kivrin le pareció que varios minutos no era suficiente, teniendo en cuenta la valoración que Probabilidad había hecho del número de personas en la carretera. Seguro que pasarían bastantes minutos antes de que un viajero pasara por allí, y ella no estaba dispuesta a renunciar a la ventaja que le proporcionaría el hecho de parecer inconsciente.

Y era una ventaja, a pesar de la idea del señor Dunworthy de que media Inglaterra se abalanzaría sobre una mujer inconsciente para violarla mientras la otra media esperaba cerca con la pira donde pretendían quemarla. Si estaba consciente, sus rescatadores le formularían preguntas. Si no lo estaba, discutirían acerca de ella y de otras cosas. Hablarían sobre dónde llevarla y especularían acerca de quién podría ser y de dónde podría venir, especulaciones que le proporcionarían mucha más información que un simple «¿Quién eres?».

Pero ahora sentía una abrumadora urgencia por hacer lo que el señor Gilchrist había sugerido: levantarse y echar un vistazo alrededor. El suelo estaba frío, le dolía el costado, y la cabeza empezaba a latirle al compás de la campana. La doctora Ahrens le había advertido que eso sucedería. Viajar hasta tan lejos en el pasado le daría síntomas de desplazamiento temporal: dolor de cabeza, insomnio y una alteración general de los ritmos circadianos. Estaba helada. ¿Era también un síntoma del desplazamiento temporal, o estaba el suelo tan frío que penetraba rápidamente su capa forrada de piel? ¿O era el deslizamiento peor de lo que el técnico pensaba y se encontraba realmente en mitad de la noche?

Se preguntó si estaría tendida en la carretera. En ese caso, no debería quedarse allí. Un caballo rápido o la carreta que había hecho los surcos podrían atropellada en la oscuridad.

Las campanas no suenan en mitad de la noche, se dijo, y a través de los párpados cerrados se filtraba demasiada luz para que estuviera oscuro. Pero si la campana que oía estaba tocando a vísperas, eso significaba que anochecía, y sería mejor que se levantara y echara un vistazo antes de que oscureciera.

Volvió a prestar atención, a los pájaros, al viento en las ramas, a un firme ruido de roce. La campana se detuvo, y el eco quedó resonando en el aire. Hubo un pequeño sonido, como un suspiro o el roce de un pie sobre el suelo, muy cerca.

Kivrin se tensó, esperando que el movimiento involuntario no se notara a través de la capa, y aguardó, pero no hubo pasos, ni voces. Ni pájaros. Había alguien, o algo, sobre ella. Estaba segura. Percibía su respiración, sentía su aliento encima. Permaneció allí durante largo rato, inmóvil. Después de lo que le pareció una eternidad, Kivrin advirtió que estaba conteniendo la respiración y soltó el aire lentamente. Escuchó, pero no oyó nada por encima del golpeteo de su propio pulso. Inspiró hondo, suspirando, y gimió.

Nada. Fuera lo que fuese no se movió, no hizo ningún ruido, y el señor Dunworthy tenía razón: fingir estar inconsciente no era forma de llegar a un siglo donde los lobos todavía merodeaban por los bosques. Y los osos. Los pájaros volvieron a cantar repentinamente, lo cual significaba que no se trataba de un lobo, o que el lobo se había marchado. Kivrin volvió a prestar atención, y abrió los ojos.

Sólo vio su propia manga pegada contra la nariz, pero el mero hecho de abrir los ojos hizo que la cabeza le doliera aún más. Los cerró, gimió, se agitó, moviendo el brazo lo suficiente para que cuando volviera a abrirlos pudiera ver algo. Gimió de nuevo y parpadeó.

No había nadie de pie junto a ella, y no era de noche. El cielo que aparecía más allá de las enmarañadas ramas de los árboles era de un pálido azul grisáceo. Kivrin se sentó y miró alrededor.

Casi lo primero que el señor Dunworthy le había dicho la primera vez que ella le confesó su deseo de ir a la Edad Media fue: «Eran sucios y estaban llenos de enfermedades, el estercolero de la historia, y cuanto antes te desprendas de cualquier noción de cuento de hadas al respecto, mejor.»

Tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Pero aquí estaba ella, en un bosque digno de hadas. Ella y la carreta y el resto de lo que había hecho el viaje en un pequeño espacio abierto demasiado diminuto y oscuro para ser llamado claro. Gruesos y altos árboles se alzaban alrededor.

Kivrin se encontraba bajo un roble. Vio unas cuantas hojas dispersas en las ramas peladas. El roble estaba lleno de nidos, aunque los pájaros habían vuelto a callar, acobardados por su movimiento. Los matorrales eran espesos, una alfombra de hojas muertas y hierbas secas que debería haber sido blanda pero no lo era. Lo que había estado molestando a Kivrin era la punta de una bellota. Setas blancas salpicadas de rojo se arracimaban cerca de las retorcidas raíces del roble. Como todo lo demás en el pequeño claro (los troncos de los árboles, la carreta, la hiedra) brillaban con el helado rocío.

Era obvio que allí no había nadie, que no lo había habido nunca; que aquello no era la carretera de Oxford a Bath y que ningún viajero iba a aparecer en una coma seis horas. Ni nunca. Los mapas medievales que habían utilizado para determinar el lugar del lanzamiento por lo visto eran tan inexactos como había predicho el señor Dunworthy. La carretera se encontraba más al norte de lo que indicaban los mapas, y ella estaba al sur, en el bosque de Wychwood.

—Asegure inmediatamente su emplazamiento temporal y espacial exacto —le había dicho el señor Gilchrist.

Cómo iba a hacerlo, ¿preguntándoselo a los pájaros? Estaban demasiado arriba para poder determinar a qué especie pertenecían, y las extinciones en masa no habían comenzado hasta la década de 1970. A menos que fueran palomas peregrinas o dodos, su presencia no indicaría ningún tiempo o lugar concreto de todas formas.

Empezó a sentarse en el suelo, y los pájaros estallaron en un salvaje aleteo. Permaneció inmóvil hasta que el ruido remitió y entonces se puso de rodillas. El aleteo comenzó de nuevo. Unió las manos, presionando la carne de sus palmas y cerrando los ojos para que el posible viajero que la viera al pasar pensara que estaba rezando.

—Estoy aquí —dijo, y entonces se detuvo. Si informaba que había aterrizado en mitad de un bosque, en vez de en la carretera de Oxford a Bath, sólo confirmaría los temores del señor Dunworthy: que Gilchrist no sabía lo que hacía y que ella no podía cuidar de sí misma, y entonces recordó que no importaría nada, pues él nunca oiría su informe hasta que hubiera regresado sana y salva.

Si regresaba, cosa que no haría si todavía se encontraba en este bosque cuando cayera la noche. Se levantó y miró alrededor. Eran las últimas horas de la tarde o las primeras de la mañana, no podía asegurarlo dentro del bosque, y tal vez no pudiera determinarlo por la posición del sol cuando viera el cielo. Dunworthy le había dicho que algunos historiadores pasaban toda su estancia en el pasado sin saber dónde se hallaban. Le había hecho aprender a ver usando sombras, pero tenía que saber qué hora era para hacerlo, y no había tiempo que perder preguntándose qué dirección era cada cual. Tenía que salir de aquel sitio. El bosque estaba casi enteramente cubierto por las sombras.

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