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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (52 page)

BOOK: El Libro Grande
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Cuando cursaba sexto grado de escuela, mi papá me castigó en la mesa durante el almuerzo y me fui de casa. Estuve visitando compañeros y mintiendo. Cuando llegó la noche me escondí en unos matorrales cerca de casa hasta que me encontraron.

A los quince años, nuevamente tuve un altercado con mi padre y estuve cuatro días internado con un ataque de nervios. Por esa etapa de mi vida, no tenía ganas de estar en casa, y me iba al club social de mi barrio a juntarme con los mayores. Practicaba deportes y tenía que ser bueno para que los grandes me dejaran jugar con ellos. Así descubrí que siendo precoz y sobresaliendo, el premio era el compañerismo y el alcohol. Se me reconocía por lo que hacía, cosa que en mi casa no pasaba; y encontraba amistad o cariño que tampoco tenía en casa. Por esa época de los quince o dieciséis me agarré mi primera borrachera. La cama se movía, el techo daba vueltas, la cabeza se caía de un lado a otro; fue terrible. La resaca duró dos días que fueron un infierno.

Cuando tenía dieciocho años, mi mamá falleció y se agrandó el caos en mi familia. Mis dos hermanos menores (un varón y una nena) pasaron a estar bajo la tutela de una tía. A los veinte me casé tratando de fugarme del dominio de mi padre, y fue peor. Ya tomaba todos los días y a toda hora y, aunque era querido en todos los ámbitos donde frecuentaba, cada vez tomaba más. Dejé de estudiar y comencé a cambiar de trabajos, y cada vez era mayor el miedo que sentía. Mi señora se quedó embarazada y comenzaron mis grandes fugas geográficas. Conocí a mi hija cuando estaba por cumplir tres meses de edad. Viví en la casa de mi padre, no me llevaba bien. Viví en la casa de mis suegros y, aunque no tenía problemas, no me sentía a gusto. Nació otra hija: más miedo; sólo lo resolvía trabajando dieciséis horas por día y tomando a toda hora.

Durante veinte años me sentí grandioso, poderoso, un superhombre. No había tenido problemas con la ley. En los trabajos se me quería por lo que trabajaba. Tenía una esposa que me entendía y tres hijas sanas, inteligentes y bellas.

Eso me creía yo. No tuve problemas con la ley porque nadie me denunció, ni siquiera mi esposa. En los trabajos se me tenía lástima, y me ayudaban por mi familia. A mi esposa le hice la vida imposible durante los veinte años que estuvo a mi lado.

Durante veinticinco años, el alcohol me dio todas las alegrías que quise tener, pero un día las cosas empezaron a cambiar. Las noches alegres tenían despertares tristes. Los calambres eran constantes. Tenía sudores en pleno invierno, resacas, más resacas y miedo a todo. Y el alcohol comenzó a cobrarse. Se terminaron los buenos trabajos; se terminó el poder alquilar una casa; se terminaron las hijas en casa; se terminó la esposa.

A los cuarenta años de edad estaba solo y con más miedo que a los dieciocho; inmaduro, me sentía tonto y, para peor, resentido con la vida. Por sugerencia de una tía psiquiatra, comencé a visitar a una psicóloga que me atendía gratis (obviamente yo no tenía ningún problema; eran los demás que no me entendían). Ella me comentó que hay gente que tiene problemas parecidos a los míos y que se ayudan entre sí. Nunca me dijo cómo se llamaban o dónde podía encontrarlos, pero creí que podían ser mi solución. Ellos convencerían a mi esposa de lo buen marido que yo era. Le dirían a mi patrón que me aumentara el sueldo y yo trabajaría mejor y lograrían soluciones a mis problemas.

En mayo del año 1992, en una borrachera en soledad, desesperado y contra todo sentido común por mi formación y por mi manera de actuar, imploré: «Dios, si realmente existes, ayúdame a dejar de tomar». Caí de rodillas y el coma alcohólico duró dos días.

En julio de ese año, borracho y sin saber por qué ni cómo, golpeé la puerta de un grupo de A.A. La persona que abrió la puerta me preguntó si tenía problemas con el alcohol y me invitó a pasar. Cuando golpeé la puerta, sentí como que estaban rezando, después me enteré de que era el final de la reunión. Cuando pasé había ocho personas sentadas alrededor de una mesa; nadie se movió. Todos se quedaron a pasarme el mensaje y hasta el día de hoy no he bebido.

En todo este cúmulo de 24 horas, he aprendido y me han pasado un montón de cosas. Aprendí que no había sido tan buen hijo, ni tan buen hermano. Ni que tampoco había sido un buen esposo y menos un padre ejemplar. Que no había sido tan buen compañero de trabajo ni tan buen ciudadano, pero que podía serlo si me lo proponía. Aprendí que fui el asesino de los sueños de mi esposa. Que la defraudé, porque nunca fui el hombre que ella creyó que yo era, que fui un ladrón de mi propia familia, violador de mi esposa. Que nunca fui esposo, amante, padre, hermano o hijo.

Tiempo al tiempo, tómalo con calma, si hoy es lunes, no quieras estar bien para el jueves. Todo esto lo escuché en los grupos y luego lo fui descubriendo en los libros. Y la acción puesta en todas estas 24 horas comenzó a dar sus frutos. Lentamente recuperé a mis hijas y, aunque con miedo, un día pude decirles «te quiero».

Hoy puedo hablar con la que fue mi esposa y respetarla, sin que su pareja me tenga miedo. Hoy soy un padre para cuando mis hijas me necesitan. Soy un hermano y, aunque ya no tengo a mis padres, hablo de ellos con respeto y les agradezco lo que intentaron hacer de mí, porque cada vez que estoy en dificultades sólo tengo que recordar lo que ellos hacían y muchas veces, problema resuelto.

Tengo dos bellos nietos, una nueva esposa, y disfruto de un hogar; un corazón agradecido y lleno de felicidad; unos amigos que no conocía, como los ocho que me recibieron; y algo que nunca llegué a pensar que podía existir, una nueva familia, la familia de Alcohólicos Anónimos.

(6)
 
MI CAMINO INDIRECTO A A.A.

Pese a ver a su padre morir de alcoholismo, iba inventando pretextos para beber hasta acabar entre rejas encadenado al alcohol. Un compañero de celda le indicó la forma de librarse de su obsesión.

M
I HISTORIA es muy parecida a otras muchas. En mi familia siempre estuvo presente el alcohol. Nací en un pequeño pueblo en la ribera de un lago. Mi niñez fue bonita. De mi infancia hasta la edad de ocho años tengo pocos recuerdos. Éramos una familia grande. Mi padre padecía de la enfermedad del alcoholismo y pude darme cuenta de lo que el alcoholismo podía hacerle a una persona, ya que cuando iba a cumplir nueve años vi en mi padre las funestas consecuencias de beber alcohol. En muchas ocasiones mi madre hacía lo imposible por ayudarlo, pero era poco lo que sabían de la enfermedad, y la cirrosis acabó con el hígado de mi padre. El cuadro que vi era muy triste: mi madre sentada al borde de la cama, mi padre con los ojos amarillos rojizos por la enfermedad, vomitando a baldes. Fue muy desagradable ver a mi padre deshacerse por culpa del alcohol. Recuerdo que en su lecho de muerte tuvo un momento de lucidez y le dijo a mi mamá que lo perdonara, que nunca supo cómo dejar de beber, que en realidad sentía mucha pena y dolor al dejarla sola con la gran carga de diez hijos y desamparada a la edad de 39 años. Mi padre murió, y recuerdo que no lloré, no sentía dolor, más bien sentía pena y tristeza por ver morir a un hombre de esa forma.

Después de los nueve años empecé a andar con mucha vergüenza por lo que sentía; me sentía muy mal de que la gente me viera como huérfano. Me afectó mucho y me empecé a aislar de todos.

A los once años tuve mi primer contacto con el alcohol. Me daba miedo por lo que pudiera pasar, pero nunca pensé que terminaría como mi padre; sólo sentí el efecto y me gustó. Mi cara empezó a ponerse roja y caliente y parecía que mi cuerpo estuviera anestesiado. Sentía las piernas y todo el cuerpo pesados. Experimenté un cambio de personalidad. Mis miedos se esfumaron. Pude gritar y hasta pelear con un muchacho del barrio que a diario me maltrataba y me ninguneaba. Esa primera vez se empezaron a burlar de mí; me decían que me iba a poner borracho si seguía tomando rápido. Y mi primo me decía que eso se tomaba despacio; pero yo quería apurar unos tragos más porque quería sentir más valor y poderme liberar. No recuerdo el final porque perdí el conocimiento. Me quedé dormido. Fue mi primera borrachera, primera laguna mental y mi primera cruda. Al otro día sentí aún más vergüenza y miedo al recordar un poco de lo que había dicho y hecho, pues me daba miedo enfrentarme a las consecuencias y siempre lo evitaba.

Pasé algún tiempo sin tomar. Estaba en la secundaria y en un «día del estudiante», no podía bailar ni socializar, así que un amigo y yo fuimos a robar una botella de la tienda de su casa, la trajimos a la escuela y empezamos a beber. De ahí en adelante se hicieron más frecuentes las borracheras. Dejé de ir al campo a trabajar. Sólo iba porque me mandaban, pero yo prefería estar con los amigos. A veces salía a la calle bañado y cambiado sin saber a dónde ir. No me sentía bien, me volvía a mi casa frustrado. No podía andar solo; siempre tenía que andar con algún amigo y empezamos a ir a las esquinas, a la tienda y tomar cerveza. A veces no nos emborrachábamos por falta de dinero. Con otros amigos que tenían carro empezamos a salir más lejos y a tomar por las tardes. Me recuerdo que entre todos juntábamos el dinero y comprábamos cerveza. Nos gustaba llenar las mesas de botellas vacías y que la gente lo viera, y se nos hizo más grande el hábito.

Como era de esperar, tuvimos el primer accidente con la camioneta de un amigo por ir tomando. Al intentar adelantar a otro carro, chocamos contra unos caballos. El daño fue sólo a la camioneta. Nos prohibieron juntarnos. Los papás de mis amigos decían que yo era el culpable de que ellos tomaran, ya que mi padre había muerto de borracho y yo seguía sus pasos. Eso me dolió mucho y me sentí muy lastimado, pero me convencí: yo no soy ni seré como él. Él tomaba mucho y nunca paraba. Yo tomo de vez en cuando y me divierto. Además, cuando quiero, paro de beber. Basta con que yo me lo proponga. Así continué cambiando de lugar, parando de beber y volviendo a beber. Me fui a otro país creyendo que allí no iba a beber como en mi tierra y era mentira. Después de un tiempo volví a mi país para cambiar mi forma de beber pero ya estaba fuera de mi control.

Consumía diferentes drogas. Fue empeorando mi situación. Me arrestaron por primera vez por manejar borracho y el juez me mandó a A.A. y fui. Poco recuerdo de las reuniones. Me llamó la atención la palabra «padrino» y escuché a muchos que la decían. Entre ellos había uno que era muy veterano y que hablaba fuerte y parecía enojado todo el tiempo. Recuerdo que me dijo: «Mira, muchachito, si has llegado donde nosotros, te puedes ahorrar de diez a quince años de verdadero infierno porque el alcoholismo nunca te va a llevar a triunfar en nada». Yo tenía veinte años y no me interesó el mensaje. En la parte baja del edificio había un centro de baile y después de la junta me reunía con unos amigos y allí mismo nos tomábamos unas cuantas. Trataba de demostrarme a mí mismo que podía parar cuando yo quisiera y no aceptaba mi situación. A partir de ahí tuve muchos problemas con la ley; varias veces caí en la cárcel; tuve muchos accidentes pero seguía sin entender por qué. Llegué a quedarme sin amigos y a cansar a mi familia. Era una carga. Ya no podía estar ni acá ni allá, por todas partes tenía problemas.

Me casé cuando tenía veinticinco años con la firme decisión de cambiar, pero ya estaba muy avanzado en las drogas y el alcohol. Tenía destruido el sistema nervioso y sentía la impotencia y los celos que me causaba mi inseguridad. Empecé a hacer de mi matrimonio un infierno, pues llegué hasta pensar que mi hijo era de otro; acusaba a mi compañera, y eso me servía de excusa para seguir bebiendo, pues al hacerla sentirse culpable, ella tenía que aceptar la situación. Llegué al abuso doméstico. Ya no sabía lo que hacía. Empecé a tener momentos en los que me daba cuenta de que estaba mal, que el alcohol había convertido mi vida en lo que más odié en mi infancia. Ya bebía por necesidad; caí en una tremenda depresión cuando tuve un accidente y me quedé casi dos años desempleado y viviendo del seguro, otro pretexto para beber. En ocasiones sufría tanto que quería parar, pero no sabía cómo. Cuando dejaba de beber cuatro o cinco días me ponía bien neurótico. Todo me molestaba, hasta el llanto de los niños. No podía soportar mi situación y mi compañera me decía: «Es mejor que busques algo para que te calmes los nervios, pues estás peor que cuando bebes». No sabía qué hacer. Pasé un tiempo sin beber; sólo fumaba marihuana. Después de pasar unos meses sin beber, un amigo me preguntó que si yo no tomaba, porque no me había visto tomar, y me autoengañé pensando que podría beber unas cuantas. Mi intención, como en otras ocasiones, no era perder el control, pero esa vez, como todas las anteriores, terminó en desastre. Tomé hasta casi perder el sentido. Me volví a sentir prepotente y no dejé que me ayudaran. Sentía coraje conmigo mismo. Tomé las llaves de mi camioneta y me eché a manejar. Sólo recuerdo por lapsos que iba peleando con otro conductor que manejaba imprudentemente. Cuando terminó la calle me fui por una carretera solitaria. Cuando llegué a mi casa por la calle de entrada había varias patrullas esperándome. Me di cuenta de que estaba en problemas. Supe que el conductor del otro vehículo me había denunciado, que lo había amenazado de muerte. No recuerdo mucho. Me llevaron a la cárcel y cuando estaba en la celda empecé a hablar acerca de lo que me sucedió y de mi problema, con otro compañero de celda hasta que se cansó de oír mis quejas y se fue. Pero había otra persona que me estuvo escuchando y me abordó, me llamó por mi nombre y me dijo: «Yo he estado escuchando todo lo que dijiste y quiero hablar contigo». Me empezó a regalar su experiencia y me dijo que me llevaría a un lugar donde podría dejar de beber y encontrar la ayuda que necesitaba; y me dijo que si quería, podríamos ir en ese momento. Me dijo que era una junta de A.A. dentro de la cárcel que se llevaba a cabo los lunes y los miércoles, y me llevó. Yo no quería ir, pero fue agradable estar allí porque escuché casi mi misma historia de boca de otros. Me dijo que si yo estaba dispuesto a dejar de beber, podría ayudarme. Sentí mucha confianza en él pues, aunque no me conocía, me trataba bien. Me enseñó el aspecto espiritual del programa. Me dijo que él estaba en la cárcel porque estaba cumpliendo una condena por unas infracciones pasadas. No parecía preocuparse por nada. Él me dio mi primera lección acerca de A.A. Me dijo que la cárcel de la que debería cuidarme y liberarme era mi propia cárcel mental; que yo estaba encadenado a mi enfermedad y sin la ayuda de otro ser humano que hubiera pasado lo mismo, no habría ningún poder que me arrancase de la locura o de la muerte. El juez me sentenció a seis meses de cárcel y cinco años de libertad vigilada, y me dijo: «Tú eres un criminal y no puedes estar en las calles. Debes ir a Alcohólicos Anónimos de por vida». Cuando llegué, mi amigo ya había conseguido su libertad y me sentí muy solo. Quería hablar con alguien pero especialmente con él. Pregunté por él y su cama estaba vacía, y alguien me dijo que me había dejado su número de teléfono y había dicho que cuando saliera, lo llamara; que le echara ganas. Guardé el teléfono y me sentí bien. Seguí yendo a las juntas y aunque tuve muchas invitaciones a beber dentro de la cárcel, no lo hice. Yo en verdad creí en lo que me dijo este amigo, que más tarde fue mi primer padrino en A.A. Cuando salí de la cárcel lo llamé con mucho gusto. Pronto vino por mí, siempre sonriendo, y me llevó a mi primer grupo. Conocí a otros compañeros y a su padrino. Él se preocupó por recogerme todos los días aunque a veces yo no quería ir y me escondía de él, pero siempre estuvo allí para ayudarme. Me introdujo a los servicios de A.A. y me dijo: «Si no quieres beber, métete en los servicios. Si lo haces de buena voluntad es como comprar un boleto de garantía: mientras hagas un servicio en A.A. no vas a beber». Y empecé a echarle ganas. Me enseñó a sentirme parte de los demás; y me puse bien ayudando a otros alcohólicos.

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