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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (3 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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—Buen café —comenté con algo menos de sinceridad puesto que detesto el café recalentado. Sin embargo, éste no parecía el momento adecuado para ponerse de cháchara.

Miré significativamente a Björn. Éste asintió y nos levantamos de la mesa para regresar al establo de las ovejas. Una vez allí, me cambié para ponerme mi gélida y grasienta ropa de esquilar y colgué mi máquina en un rincón mientras Björn encendía una lámpara de mercurio. No eran más que las dos y media pero el sol bajaba ya rápidamente. Las cochambrosas ovejas negras rumiaban insolentemente a nuestro alrededor, y cuando la lámpara de mercurio alcanzó su máxima potencia me hallé de pronto en el centro de un foco bañado por una luz azulada, semejante a un actor en una obra de teatro alternativo. Björn desapareció en la oscuridad y regresó con una oveja, el primer cliente del día, con lo que le di un tirón al cordón de arranque.

Cuando se esquila una oveja, con el primer movimiento la esquiladora se desliza desde el pecho a la barriga —o al menos así debería ocurrir. Pero la máquina se atascó casi inmediatamente en una maraña de lana apelmazada. Empujé con un poco más de fuerza, saqué el peine y probé de nuevo desde otro ángulo, pero daba lo mismo: por más que empujaba, tiraba de uno y otro lado y me esforzaba, esa primera porción de lana del día se negaba a separarse de la piel. O Björn me había elegido la peor oveja del rebaño, o me esperaba un auténtico suplicio durante una temporada.

La oveja era una auténtica calamidad, pero finalmente conseguí quitarle la mayor parte de la lana a fuerza de empujones y codazos, y de darles tirones con la mano sin piedad a los mechones más reacios. Cuando al fin regresó a la oscuridad, su aspecto era lamentable.

—Lo siento, Björn —dije jadeante—. Está hecha un espantajo, pero me ha llevado casi quince minutos esquilar una maldita oveja. Si hay tantas como dices que hay vamos a pasarnos aquí toda la semana, y ¡menuda semanita va a ser!

Björn adoptó una expresión de abatimiento.

—Tal vez ésta sea un poco mejor —sugirió esperanzado mientras sacaba a rastras de la oscuridad la siguiente oveja.

Pero no lo era. Como tampoco lo era la siguiente. A continuación le llegó el turno a una que solo podía ser descrita con juramentos. Me enderecé dejando escapar un gemido a causa del dolor de espalda. Llevaba una hora trabajando y había esquilado cuatro ovejas. Se suponía que era un rebaño de unas trescientas... lo cual significaba setenta y cinco horas de este suplicio.

Con un gemido me puse a pensar en la larga semana que me esperaba —el frío, el establo maloliente— y más que nada en la soledad, ya que aunque Björn me caía bien, ni él ni sus padres eran el tipo de personas que uno elegiría para pasar con ellos una semana. Empecé a pensar en la posibilidad de escaquearme en aquel mismo momento.

—¿Quién esquila normalmente estas ovejas, Björn?

—Generalmente lo hago yo, lo que pasa es que me he hecho daño en la espalda, trabajando con la motosierra en el bosque. —El problema de siempre en Suecia.

Me dio la impresión de que Björn me estaba leyendo el pensamiento. Parecía realmente desesperado, y con razón: si no esquilaba yo esas ovejas, no veía cómo iba a llegar nadie más hasta aquí para hacerlo. Me puse a pensar en el largo viaje que había hecho, en el dinero que necesitaba, en la tarea cada vez más difícil que dejaría sin hacer y me ablandé. Le hice señas a Björn para que sacara otra oveja.

Aunque no quiero seguir insistiendo demasiado en el tema del esquilado de las ovejas, cuatro ovejas en una hora es un calvario. Cuando se trata de ovejas en buen estado y limpias, en general puedo esquilar entre veinte y veinticinco por hora. Yendo a esa velocidad, el cuerpo está continuamente en movimiento, con todos los músculos bien ejercitados y moviéndose fluida y libremente en lo que casi parece una danza coreografiada. Pero cuando estás inclinado sobre la misma oveja, forcejeando, empujando y dando tirones en la misma postura terrible, el dolor en la parte baja y media de la espalda, así como en las piernas, es casi insoportable —y para las ovejas tampoco es un placer.

Mientras yo forcejeaba y luchaba con las ovejas, Björn permanecía de pie a mi lado lleno de abatimiento, con el aliento saliéndole en forma de vaho debido al aire frío y húmedo del establo. A medida que avanzaba el día mis pensamientos se iban volviendo cada vez más negros y maldecía en silencio todo y a todos: a Björn, sus desgraciadas ovejas, su repugnante establo y a sus padres. No sentía nada que no fuera amargura y dolor de espalda. ¡Vaya una manera de ganar dinero! ¡Qué pérdida de tiempo!

—Vamos a acabar ya —me rogó Björn viendo que la cólera se apoderaba de mí.

—No, vamos a hacer dos más. Así habrá dos menos al final de la faena.

Björn trajo dos ovejas más y, como si estuviese siendo recompensado por mi perseverancia, ambas resultaron rapidísimas. Jóvenes y de carnes prietas y rollizas, se quedaron sentadas en la tabla dóciles y sumisas mientras la lana se les desprendía como si fuese seda gris.

Me enderecé tambaleándome y me estiré, soñando con una cerveza. Pero entonces recordé que estaba en la Suecia rural. Lo mejor que podía esperar era una cerveza ligera, fabricada mediante algún proceso químico repugnante. Hasta podría ser lättöl —sin alcohol, pero también sin sabor, sin aroma y sin placer. Esta bebida siempre me hace pensar en la «Cerveza de la Victoria» de la novela de George Orwell 1984.

Colgué las tijeras de esquilar y, juntos, atravesamos lentamente el patio helado haciendo crujir la nieve con nuestras botas (lo que quiere decir, si no me equivoco, que la temperatura era de al menos diez grados bajo cero). Björn abrió de un tirón la puerta de la casa y nos colamos en tropel entre hileras de botas y ropa de trabajo malolientes. Nos quitamos las prendas exteriores y entramos en la luminosa cocina arrastrando nuestros calcetines de lana. Tord se encontraba allí, esbozando como siempre una amplia sonrisa, y me pasó una botella de lättöl y un vaso de plástico de color rosáceo.

—Gracias te daré —dije utilizando esa curiosa forma de hablar de los suecos.

Tord miró cómo me iba bebiendo sin entusiasmo la cerveza. Esta noche, nos dijo, iríamos a la reunión semanal del Círculo de Estudio de los Granjeros de Norrskog, pues pensaba que sería muy interesante para mí asistir y participar en el encuentro. Pensé en la posibilidad de rehusar. Sabía que por supuesto eso no iba a suponer una noche de diversión desenfrenada, pero por otro lado nos imaginé a todos pasando la velada sentados alrededor de la mesa de la cocina dando sorbitos a nuestro lättöl y contemplando el montón decreciente de bollos de canela. Así pues, fui a coger mi abrigo.

Avanzando a toda velocidad en el coche de Tord por unas carreteras heladas, nos dirigirnos al centro cultural y social del pueblo, situado en un claro del bosque, deteniéndonos de camino para recoger a Ernst, el presidente del Círculo de Estudio, que vivía en una casita roja al borde de la carretera. Ernst era pequeño y enjuto, con una boca de labios delgados ligeramente torcida, y Tord parecía sentir por él un respeto reverencial. Llegados al edificio, Tord me hizo pasar por la cámara de descompresión, unas pesadas puertas dobles, antes de adentrarnos en una cálida habitación de madera intensamente iluminada. Grupos variopintos de hombres altos y corpulentos vestidos con camisas de lana y gorras de béisbol daban vueltas con aire inseguro bebiendo a sorbitos sus refrescos de fruta en vasos de papel. Estos hombres trabajaban solos en lo más profundo del bosque con sus motosierras, o vivían en comunión íntima con sus cerdos en unos establos oscuros cuyas ventanas permanecían tapadas por la nieve, y charlar sobre temas triviales no era lo que mejor sabían hacer. Cuando Tord y Ernst entraron se hizo un silencio que detuvo, para gran alivio de los concurrentes, sus espasmódicos y constreñidos intentos de entablar conversación.

—¡Hejsan! —hola —exclamó Ernst mientras pasábamos por la sala. Todos bajaron los ojos y movieron nerviosamente los pies de un lado a otro llenos de embarazo.

—¡Hej, Ernst! —murmuró algún valiente.

—Hej, hej, hej... —añadieron a coro en voz baja. Estaba claro que Ernst era el dueño del cotarro, lo que quiera que éste fuese, y cuando hablaba la gente le escuchaba, acogiendo con alivio cualquier cosa que dijese porque gracias a ello nadie más estaba obligado a decir nada. Por eso todos los reunidos permanecían pendientes de sus palabras.

—Esta noche tenemos a un inglés entre nosotros —anunció Ernst—. Va a hablarnos de la agricultura y la ganadería en Inglaterra.

—Maldita sea, Ernst, no puedo... —farfullé, antes de que mis palabras fueran ahogadas por una ronda de tibios aplausos. Dirigí la mirada al mar de gorras de béisbol (bueno, por lo menos serían veinte) inclinadas hacia arriba y comencé—. Esto..., buenas tardes —dije.

—Go'afton —replicaron uno o dos.

Se hizo una pausa.

—Realmente no soy ningún experto —aventuré tratando de ganar tiempo—. No sé mucho sobre el aspecto técnico de la agricultura, ni siquiera sobre cosas corrientes como las tasas de conversión de materia seca o la recuperación del subsidio... ¿no podría, esto..., simplemente contestar a algunas de vuestras preguntas sobre animales y cosechas?

Las gorras de béisbol apuntaban hacia mí con expectación, pero nadie se decidía a romper el silencio, hasta que finalmente Ernst puso las cosas en marcha.

—Kris —comenzó (kris quiere decir «crisis» en sueco)—, dinos, ¿con qué tamaño vendéis una vaca en Inglaterra?

Por el asentir concertado de las gorras vi que se trataba de un tema que suscitaba un interés universal. Sin embargo, no tenía la menor idea del tamaño con que vendíamos las vacas en Inglaterra. Traté de imaginar una vaca, el tipo de vaca gorda que podría ponerse a la venta. Las vacas son unos bichos enormes, con grandes panzas colgantes y unas cabezas descomunales. Hice un cálculo mental rápido.

—Bien, pues supongo que con un par de toneladas.

De la multitud de gorras surgió un grito ahogado, seguido de un animado murmullo. Evidentemente, me había pasado en mis cálculos.

—Por supuesto —añadí—, una vaca así sería muy grande, en realidad una de las más grandes. Supongo que un tamaño más normal sería de alrededor de una tonelada y media.

Nuevos gritos ahogados aún más incrédulos. Me había hundido hasta el cuello.

—Y por supuesto muchas de ellas son bastante más pequeñas... algunas, incluso, solo pesarían una tonelada, las más canijas, claro está.

Las cosas fueron empeorando cada vez más. Para el final de la velada había pintado una imagen de Inglaterra como una tierra poblada por unos animales de proporciones fabulosas y llena a rebosar de los más inverosímiles cultivos y las más asombrosas cosechas.

Más tarde, una vez en el coche, Björn rompió el denso silencio.

—No te preocupes, Kris —dijo—. La gente da demasiada importancia a los datos.

Hizo una pausa.

—Lo que has dicho ha sido... bueno, digamos que inusual. Ha hecho que la gente se despertara.

—Björn —gemí—. ¿Cómo he podido decir que una vaca pesa dos toneladas? ¡Eso supone casi tres veces su tamaño normal! Deben estar pensando que soy un auténtico gilipollas.

—No sé —dijo Tord desde el asiento trasero. Hablaba sin apenas poder contener la risa—. ¡Tampoco es que hayas dicho que alguna vez les limpiaste el establo!

Le tomé bastante cariño a Björn durante la semana que estuve en Norbo. Los tristes días que pasamos juntos en el establo de las ovejas nos hicieron llegar a un cierto grado de cordialidad; un par de noches cruzamos esquiando el mar a la luz de la luna, y otra fuimos al baile del pueblo, donde nos dedicamos a mirar a las chicas desde las sombras apoyados en una pared mientras bebíamos whisky de una botella de Coca—Cola escondida en una bolsa de papel de estraza.

Cuando Björn anunció que creía que solo quedaban cuatro ovejas, sentí una oleada de afecto hacia mi melancólico amigo, que ni siquiera se disipó cuando esas cuatro se convirtieron en quince o más escondidas en la penumbra. Mientras nos dirigíamos a la puerta del establo salió el sol, y unos rayos finos como agujas se filtraron por los agujeros del revestimiento podrido de las paredes pintando manchas en los palpitantes flancos esquilados de las ovejas, cuyo aliento se escapaba en forma de vaho. Björn miró su rebaño con evidente alivio y, quitándose la manopla, me estrechó solemnemente la mano.

—Gracias te daré —me dijo.

Al día siguiente, lancé mis cosas al interior del coche y volví a cruzar el mar, desplazándome a otra media docena de granjas separadas por fatigosas travesías de bosques infestados de alces.

Como de costumbre, el viaje duró alrededor de un mes: mucho tiempo para estar fuera de casa, y mucho tiempo para pasar a oscuras, en la carretera o entre ovejas. El momento culminante fue la llegada de una carta de mi familia mientras me encontraba en una de las granjas. Chloë me enviaba un breve poema en español acompañado del dibujo de una princesa, y Ana me escribía una maravillosa y divertida carta con unas noticias trascendentales.

Al parecer mis amigos editores de Londres opinaban que tal vez iban a poder sacar algún provecho de mis historias del cortijo, y habían enviado un adelanto para que pudiera ponerme manos a la obra y terminar de escribirlas. «Prepárate para ser un escritor de éxito —advirtió Ana con tono de cansancio—. No tienes más que vender unos cuantos cargamentos de libros y nunca más necesitarás regresar a Suecia para esquilar ovejas.»Ante esta remota perspectiva sonreí bovinamente lo haría una vaca gigante en los prados de Inglaterra.

De nuevo entre limones

Me apeé del autobús en Órgiva, la pequeña población y centro de la vida urbana de Las Alpujarras Occidentales, y el fuerte sol de abril me hizo entrecerrar los ojos. Después de pasar un mes fuera, hasta una parada de autobús de mala muerte me parecía alegre y animada, flanqueada como estaba por la óptica de color verde pastel y el supermercado rojo y blanco, y con unas bolsas de plástico de vivos colores revoloteando alrededor de los contenedores de basura. Respiré profundamente el inimitable olor de los pueblos españoles a café, ajo y tabaco negro y, echándome al hombro la bolsa, me encaminé a mi casa. Siempre prefiero hacer a pie el último tramo del viaje de regreso, ya que le añade una cierta nota romántica y me da la oportunidad de disfrutar de las vistas y de los ruidos del campo durante el camino. Esta última etapa dura aproximadamente una hora y media, en las raras ocasiones en que no te encuentras a nadie con quien detenerte a hablar.

BOOK: El Loro en el Limonero
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