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Authors: José María Merino

Tags: #Otros

El lugar sin culpa (16 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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El titubeo del marido es un signo de escepticismo, de renuencia. Ángela, le dimos mil vueltas a esos papeles, acuérdate, pero ella no quiere aceptarlo, le ayuda su confusión de los últimos días, las cosas nunca están tan claras, aquella meticulosidad con la que habían revisado los cuadernos de la Nena Enfurruñada pudo no ser tan atinada, pudimos dejar de advertir algunos aspectos, hay que repasar el diario lleno de extrañas confesiones, de dibujos obscenos, de blasfemias, de terribles sentencias, las agendas de direcciones, el listín del teléfono móvil, teníamos muy cercana la desaparición, nos aturullaban las interminables horas de llamadas, visitas, citas, les dejó desorientados descubrir que, solamente un mes antes de la ausencia, se había producido una súbita desconexión de la nena con sus amigos más cercanos, había sido como si de pronto se hubiese enfadado con ellos, una separación repentina, tajante, decían, tampoco devolvía sus llamadas, a alguno le había dicho directamente que la dejasen tranquila de una vez, no insistimos en buscar otras huellas.

La doctora recuerda con turbiedad aquel periodo angustioso, pero no quiere asumir que hubiesen identificado todos los hilos de la trama, el alivio de no haberla encontrado muerta le hace ver todo aquello como una búsqueda llena de errores y malos entendidos, no seguimos las buenas pistas, no valoramos lo significativo.

Hay que comenzar otra vez, de nuevo interrogar a ese tipo de ojos ahuevados que hace instalaciones de vídeo arte, a la amiga que toca el cello, al chico que quería ser actor y trabajaba en un almacén cargando y descargando fruta, al informático de gruesos lentes que tiene un anillito en forma de flecha retorcida clavado en el lóbulo de una oreja, a la mamá de aquella amiga que estaba con una beca en el extranjero.

Le parece verlo todo bajo la luz de un mal planteamiento, como esos problemas abstrusos de las matemáticas del bachillerato que un ligero desplazamiento del enfoque permitía resolver con regocijante facilidad.

Entonces vas a volver aquí, vas a volver a casa, concluyó el marido, voy a volver a casa porque desde aquí es imposible intentar encontrarla, y quiero buscarla otra vez, la nena está viva y hay que localizarla, por lo menos saber dónde se encuentra.

Llamó luego a su madre. Sin duda lo hacía para pagar una retribución que no podía explicarse, para compensar ese probable error de planteamiento al buscar originariamente las pistas de la Nena Enfurruñada, y para pagar algo del precio del alejamiento entre su madre y ella, si en ella había culpa, como si los seguros insultos maternos fuesen a cubrir algo de los daños debidos a su error. Nadie contestaba, y estaba a punto de interrumpir la llamada, dispuesta a celebrar la intención como un hecho en sí mismo compensatorio de su propósito, cuando la voz de la madre sonó al otro lado, la voz grave, de entonación vencida, como la exhalación ronca de un enfermo en sus últimos momentos, una voz que parecía hablada más allá de la vida.

Soy Ángela, mamá, qué tal estás, y al escuchar su voz la otra resucitó en una súbita animación, pero no para increparla e insultarla, no para llamarla puta, zorra, como era su costumbre, en aquel torrente verbal que parecía un vómito. Ay, hija, pues ya ves, aquí sola, sola como un perro, tu hermana me ha dejado tirada cuando apenas me puedo valer, y luego una sucesión interminable de lamentos, un sutil cambio de enfoque en sus fobias, tu hermana es mala, muy mala, es una cabrona, tuve que echarla de casa porque traía hombres, bebía, con la buena educación que yo le di, qué queja podéis tener de mí como madre.

Era una voz peligrosa porque no la emitía un dolor racional, sin duda provenía de los mecanismos de la demencia, se articulaba desde reconcomios atroces, desde una soledad escogida y odiada al mismo tiempo. Y tú qué tal, hija, qué tal te va, hace tanto que no te veo, qué tal tu niña, también tengo ganas de verla, nunca viene a visitarme, y yo aquí siempre sola.

La doctora, menos sorprendida de lo que hubiera imaginado ante el cambio de actitud, comprendía mejor los delirios de aquella anciana, también el problema había sido enfocado de una manera equivocada, los insultos, y el aborrecimiento que parecían significar, no eran sólo datos de la locura, eran ciertamente señales para pedir ayuda, auxilio a pesar de todo, desde una soberbia indomable, alimentada por la seguridad de un rechazo. Sin embargo, era evidente que tenía memoria y que podía expresar afecto, es que no estoy ahí, mamá, estoy trabajando fuera, dijo, pero pronto regresaré y te iré a ver, ya te contaré cosas de la nena, ella también está fuera, de vacaciones, viajando.

Se le habían llenado los ojos de lágrimas e intentó hablar con su hermana. En el contestador, la inconfundible voz pretenciosa de la Hermana Preferida informaba de que en estas fechas estaba ausente de su domicilio habitual, y enumeraba con lentitud la referencia telefónica que se podía utilizar para ponerse en contacto con ella. La doctora tomó nota en su pequeña agenda del número que la voz de su hermana repetía, y luego la llamó. Sin preámbulos que pudiesen suscitar los enfrentamientos ordinarios, le contó su reciente conversación con la madre, su resolución de regresar a la ciudad y su invitación a que decidiesen entre las dos lo que sería mejor para la anciana, la manera de ayudarla, de conseguir que estuviese bien atendida. La Hermana Preferida fue también prudente, habló sin reproches, le agradeció su disposición, y su voz sonaba sincera y casi afectuosa.

Despertar, piensa la doctora, con los ojos todavía llenos de lágrimas, no hay más remedio. Cuando la Alegre Rosita regresó, qué buena está el agua, qué privilegio trabajar aquí, prepararon el informe sobre la enfermedad detectada en la pequeña foca muerta, y luego fueron juntas al pabellón, para tomar uno de esos tentempiés que el teniente aborrecía.

La tarde transcurrió con las rutinas de cada día, una siesta muy breve, luego otra vez las labores de la investigación, el análisis del agua, la revisión de algunos especímenes recogidos por el Intrépido Buceador en la cueva de Punta Figueras. La ayudante se marchó a eso de las seis, no le había vuelto a hablar de sus asuntos amorosos porque no habían tenido ocasión entre la tarea, que requería mucha atención, y la doctora continuó tomando notas durante bastante tiempo.

La interrumpió el Hombre de los Tesoros, que le traía un cestillo con higos. Ella le preguntó por su hallazgo, y el arqueólogo seguía exultante, el sol invicto, el dios del tiempo infinito, el héroe degüella al toro y esa sangre derramada originará el nacimiento de todas las cosas vivas, ¿sabías que nació de una peña un 25 de diciembre?, es un signo de regeneración psíquica y física por la energía de la sangre y del sol, y cita un diccionario de símbolos al parecer muy famoso.

La doctora le deja hablar, luego le dice que hoy tampoco va a acompañarles, quiere ordenar sus papeles de una vez, y el arqueólogo se marcha al fin solo monte abajo, la cabeza inclinada sobre el pecho, dando fuertes bastonazos a los matorrales.

Ahora, esa lagartija sobre el alféizar se convierte en una imagen turbadora, cuántas veces se ha repetido, si tuviese que resumir iconográficamente su idea de la isla esta lagartija sobre el zinc sería con seguridad el motivo principal, y la contempla sintiendo mucha congoja, esa lagartija soy yo, era yo, empezaba a ser yo en esta isla que me recibió sin rechazo ni amor, en este lugar sin culpa donde debería haber acabado disolviéndome.

La desgarradura que el día anterior había percibido mientras el barco se iba alejando de la costa es ahora casi una evidencia física, la isla anunciada como la Tierra Prometida en una fotografía aérea es un destino imposible, una ficción, una novela, un consuelo de la imaginación, no hay ninguna lagartija sobre un alféizar de zinc, estás en tu casa, nunca has salido de la ciudad, hace un día de bochorno y en la calle suenan los motores de los coches, no es el sonido de un avión que sobrevuela ese lugar en el que estás, es un vehículo que recorre la calle produciendo un ruido diferente, permaneces en el tiempo, condenada a sostener la parte que te toca en esa red con la que intentamos atrapar nuestras insatisfacciones y nuestras penas.

Estoy despierta y soy otra vez tiempo, y dolor del tiempo, piensa, y estoy de nuevo en mi casa, la nena ha llegado borracha y ha vomitado en el pasillo, el teléfono me permite identificar el número de la persona que llama y hoy ha habido diecisiete llamadas de mi madre, ha llenado el contestador, no es una voz sino un áspero ronquido que repite puta y puta, estoy en casa, acabo de llegar de la comisaría, todos los días voy a preguntar por mi hija, los guardias ya me conocen y el comisario me trata con amabilidad, siguen sin saber nada, lamentablemente hay muchas desapariciones parecidas, un día la llamará para decir que vuelve a casa, usted tiene que tranquilizarse.

La doctora sale del laboratorio y se sienta en el peldaño del umbral. Tranquila, se dice, esto fue sólo un sueño, vamos a buscar a la nena y acaso la encontremos, en cuanto la traten mi madre va a estar mucho mejor, al fin y al cabo la isla seguirá aquí, la dejaré sólo provisionalmente, con la nena otra vez en casa, y con mi madre controlada por los médicos, las cosas van a resultar muy distintas.

Un bando de gaviotas surge de repente sobre el camino del faro, graznan, y en sus graznidos la doctora descifra una afirmación, sí, sí, eso es lo que dicen las gaviotas en su lengua, tranquila, tranquila, estoy en casa, dentro de un rato iré a la consulta, mientras espero a que el médico me reciba contemplaré la fotografía de esa isla y me imaginaré en ella sola también como una isla, rodeada por un mar que hace imposible la arribada del desaliento.

JOSÉ MARÍA MERINO, escritor español que cultiva tanto la poesía como la narrativa y la literatura infantil y juvenil. Nació en A Coruña, aunque pasó su infancia en León; estudió la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Ya abogado, como no le entusiasmaba su profesión, buscó otras vías que le permitieran moverse en medios más propicios para la cultura y la literatura. Así consiguió una colaboración en la UNESCO para temas latinoamericanos y también fue director del Centro de Letras del Ministerio de Cultura. Entre otros premios literarios, ha recibido el de la Crítica, en 1985, por su novela La orilla oscura. Con un estilo simbolista próximo a las obras fantásticas de Hoffmanstal y Kafka, y no exento de las influencias de Poe, Unamuno o Calderón —en especial el de
La vida es sueño
—, la obra de Merino se mueve en la búsqueda de la identidad a través de la memoria y la imaginación.

Entre sus poemarios se encuentran
Sitio de Tarifa
(1972),
Cumpleaños lejos de casa
(1973) y
Mírame, medusa
(1984). De su obra narrativa merecen mención Novelas de
Andrés Choz
(1976), la ya citada
La orilla oscura
,
El viajero perdido
(1990),
Cuentos del reino secreto
(1982) —una colección de relatos—,
Cuentos del barrio del Refugio
(1996),
Días imaginarios
(2002) y
El heredero
(2003). Sus viajes por Latinoamérica, en su periodo de colaboración con la UNESCO en materia educativa, le proporcionaron una fuente inagotable de fascinación, ya que los personajes de sus lecturas infantiles cobraron vida. Así que decidió abordar la literatura infantil; lo hizo con la trilogía formada por
El oro de los sueños
,
La tierra del tiempo perdido
y
Las lágrimas del sol
, obras escritas entre 1986 y 1989, en las que, con la estructura de la novela histórica y muy documentadas, se cuentan los avatares de Miguel Villacel Yölotl, un adolescente mestizo hijo de un compañero de Hernán Cortés y de una mexicana. Otros libros infantiles son
La edad de la aventura
(1995),
El cuaderno de las hojas blancas
(1996) y
Regreso al cuaderno de hojas blancas
(1997).
No soy un libro
, de 1997, introduce en el ámbito de la literatura juvenil el motivo del quehacer creador convertido en objeto de juego y reflexión. Es autor también de
Silva leonesa
y
de Cuatro nocturnos
.

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