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Authors: José María Merino

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El lugar sin culpa (11 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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El tipo alto y flaco tenía el pelo de color ceniza y unos ojos pequeños, cargados de tristeza. Era al parecer el ayudante del forense y la llevó ante él. Al contrario que su ayudante, el forense era un hombre gordo, de poca estatura, ojos alegres, hablador, y hasta practicante de galanterías verbales de otro tiempo. Le hizo unas cuantas preguntas sobre su interés en el caso y ella repitió lo que les había contado al conserje y al ayudante. El forense la miró con fijeza durante unos instantes y al cabo dijo que, aunque hubieran sido necesarios ciertos requisitos previos, iba a permitirle echar un vistazo al cadáver mientras él y su ayudante se preparaban para iniciar la autopsia, cinco minutos.

El conserje de aire soñoliento acompaña a la doctora Gracia a un sótano. Varias ventanas, en lo alto de una pared, permiten vislumbrar la parte inferior de las piernas de los transeúntes que recorren la acera de la calle. El lugar está iluminado por lámparas con pantalla de porcelana y grandes bombillas desnudas, colgadas del techo. Hay al fondo un armario metálico y, en el centro, un par de mesas también metálicas, sobre una de ellas un bulto tapado. En un pequeño carro auxiliar cercano brillan los bisturís, los escalpelos, las sierras quirúrgicas. Todas las imágenes, a la luz muy blanca, adquieren también una atmósfera de escenario artificial, preparado para una representación, adecuada al aspecto del conserje y a la propia conciencia de la doctora Gracia, que con la proximidad del mediodía siente cada vez más ese marasmo de quien lleva sin dormir muchas horas y tiene una percepción algo borrosa de las cosas reales que le suscita pequeños respingos de conciencia.

El conserje agarra por un extremo la sábana que cubre el cuerpo y la levanta de un tirón, con aire de capotazo taurino. Luego mira a la doctora y murmura algo, antes de retroceder unos pasos. Eso que ha hecho ha parecido un gesto ritual, un adorno de torero en un pase pero también el desvelamiento de un objeto misterioso. Estoy en el Reino de los Muertos, piensa la doctora Gracia, todos estos son Servidores que cumplen sus Ceremoniales y Protocolos.

El Reino de los Muertos no es otro mundo, ni siquiera una dimensión paralela, está incrustado en éste con toda perfección, es un patio trasero, la zona oscura, quieta, plana, que permite la luminosidad, el movimiento y el bulto de la otra, y comprendió que si el cadáver era el de su hija, aquel sótano, aquel edificio, pertenecerían ya a su vida con toda naturalidad, se comunicarían directamente con los lugares de su hábito, como los pasillos de la casa paterna o la sala del domicilio conyugal.

El cadáver está desnudo, tumbado sobre una mesa metálica, y lo primero que advierte la doctora Gracia es que no lleva en ningún dedo el anillo entrevisto la víspera. Le pregunta al hombre soñoliento si hay más muertos en el depósito y el hombre, con un castellano muy impregnado del tono y la dicción de la lengua del archipiélago, responde que no, éste es el único que hay, es el que esta misma mañana han transportado desde la isla.

Si esto fuese un sueño este hombre sería el Guardián de los Muertos, y ese parlamento que parece tan claro constituiría una serie de palabras enigmáticas que al despertar no sería posible recordar.

Sí, tiene que ser el mismo cuerpo, la doctora Gracia vio ayer relumbrar un pelo cobrizo y corto como éste, y el tono de la piel recuerda el del torso entrevisto, aunque el blanco se va haciendo gris, azulean las uñas y los labios, es como una escultura yacente de algún material ajeno a la carne humana, y no hay en ella ningún rasgo especialmente singular, fuera de lo común, pero acaso todos los cuerpos de muchachas muertas se parecen, como se parecen los de los ancianos o los de los niños, en el rostro hay una falta total de individualidad, la nariz muy afilada por la rigidez, los ojos dejando entrever dos rendijillas blancas, los labios también ligeramente separados, los pechos apenas sobresalientes por la postura pero con grandes pezones oscuros, el pelo del pubis recortado, también teñido de un color cobrizo, y bajo el ombligo, a un lado, el tatuaje de una flor.

La doctora teme de repente que no esté en condiciones de saber si aquel cadáver es o no el de su hija, los rasgos están ya desdibujados por tantas horas de muerte, le parece que el cuerpo comienza ya a oler un poco, tranquilízate, casi murmura, debes serenarte, buscar señales claras.

El cuerpo de su hija vuelve a su recuerdo desde que la parió, no acababa de ponerse de parto, hubo varias alarmas y al final tuvieron que provocárselo porque ya no se debía esperar más. Aquel cuerpecito enrojecido y diminuto que al fin colocaron a su lado era el de su hija, un ser completo salido de ella misma, siempre que contemplaba ese cuerpecito que enseguida se descongestionó, y fue redondeándose, con sus miembros que iban también fortaleciéndose, adquiriendo destrezas, cuando la desnudaba para asearla, para bañarla, la visión le devolvía aquella imagen escuálida del nacimiento, con la certeza asombrada de su hermoso desarrollo. Durante muchos años la bañaba conmovida, llena de ternura, y también con el regocijo secreto de recuperar cierto sentido de los juegos de la infancia, y había una alegría especial dentro de ella mientras iba constatando las señales de crecimiento.

Su propósito de tranquilidad la hizo recuperarse. Conocía perfectamente los lunares, los hoyuelos, la forma de la piel en todos los lugares del cuerpo de su hija. Una vez, en el colegio, una carrera por un pasillo había terminado en un portazo que rompió una puerta de cristal: uno de los fragmentos del vidrio roto había caído en la pierna derecha de la nena, debajo de la rodilla, causándole un corte largo que hubo que coser con varios puntos de sutura y que dejó la señal de una pequeña cicatriz, que no estaba en la misma pierna del cadáver. Sobre la clavícula, en el lado izquierdo, la nena tenía un lunar muy oscuro, y en este cuerpo no aparecía. Tampoco las orejas eran iguales, las de la nena eran grandes, heredadas del padre, en cambio las de esta chica eran muy pequeñitas, nada carnosas, como frágiles. El ombligo, aunque el de la chica ahogada llevase un pequeño adorno esférico, tenía una forma diferente, mucho menos alargado que el de la nena. Además, la chica ahogada mostraba a un lado del vientre una cicatriz, tal vez la de la operación de apéndice, que su hija no tenía. Al comprender que no era la nena y con ello serenarse del todo, su alivio le devolvió muchos datos del otro cuerpo y le hizo descubrir nuevas diferencias, la forma de la rodilla, el tamaño de los pies.

Cuando entraron el forense y su ayudante recubiertos con sus batas, la ropa sacramental, ya estaba segura de que aquel cadáver no era el de la Nena Enfurruñada. La sensación de sueño se había transformado. Quería sentir piedad por aquella muchacha desconocida, que quizá también se había ido de su casa para correr una aventura, pero el sentimiento de compasión era muy pequeño comparado con su euforia.

Pensó que el forense y su ayudante parecían una de esas parejas arquetípicas, don Quijote y Sancho, el Gordo y el Flaco, el Simpático y el Adusto. El forense llevaba algo en su mano y se lo mostró, un anillo que al parecer tenía la joven en uno de sus dedos, no sabía por qué razones se lo habían sacado, y la doctora Gracia pudo descubrir, como la confirmación oficial de su reconocimiento, que no era un trébol sino una especie de flor en forma de margarita.

Estaba tan satisfecha que se lo dijo, esta noche me obsesioné con el temor de que fuese mi hija, he podido comprobar que no, esta pobre chica no es ella, imagínense cómo me encuentro. Subió la escalera que llevaba del sótano al vestíbulo en la asunción de un acto simbólico y, tras firmar un formulario que le entregó el Guardián de los Muertos solemnemente, salió a la calle recibiendo la visión de las casas, de las gentes, del tráfico, como territorios de vida y plenitud, con una disposición opuesta a la que tenía antes de entrar en el depósito.

Libre de prisas y tensiones, echó a andar despacio, perdiéndose durante buen rato entre los claroscuros de las callejuelas, los olores sucesivos, atisbando los portales con curiosidad, deteniéndose ante los escaparates, mirando los pasteles, los zapatos o los cacharros como si fuesen también señales de que la nena no estaba de la parte de la muerte. Luego decidió encaminar sus pasos hacia la costa y el puerto, y cuando llegó allí continuó paseando por la avenida que llevaba a la catedral.

El mediodía, deslumbrante sobre el mar, restallaba con mucha intensidad en el asfalto, en las fachadas, en la balaustrada del paseo, y se sentó en un banco, bajo un árbol, para acurrucarse en aquella sombra que era una burbuja protectora de la luminosidad esplendorosa, pero agradeciendo que la envolviese alrededor, como el inmenso nimbo de su bienestar.

Doctora, eh, doctora Gracia, alguien de repente exclamaba su nombre desde un coche que se había detenido en la calzada y se estremeció, advirtiendo que se había quedado amodorrada. El teniente, el Apuesto Oficial, bajó entonces de aquel coche, un vehículo militar, el chasis pintado con las características formas de camuflaje, cubierto a medias por una lona de color verde oscuro. El teniente estaba sorprendido al encontrársela así, pero cómo vino usted, y ella se echó a reír, seguía impregnada en la euforia de no haber encontrado a su hija en el Reino de los Muertos.

Es una historia larga, aunque empezó solamente ayer, una historia con final feliz. Me extrañaba verla aquí, dice el teniente y ella descubre que nunca han estado a solas, hablándose de forma tan directa. Vine en el barco de los excursionistas, fue una decisión repentina. El Apuesto Oficial quiere saber si se va a quedar en la ciudad mucho tiempo y ella responde que no, qué va, volverá en cuanto le sea posible, aunque tendrá que esperar al día siguiente, cuando salga a primera hora el barco de las excursiones.

El teniente tiene que regresar esta misma tarde, el helicóptero lo trasladará a la isla, la invita a volver con él, y ella acepta encantada, descubriendo en esa posibilidad de vuelta inmediata otro dato más que incorporar a su júbilo.

Almorzaremos juntos, dijo el Apuesto Oficial, en un restaurante decente, vamos a descansar de mi rancho y de esos tentempiés cartujos que ustedes hacen, comemos bien, nos tomamos luego tranquilamente un café, y regresamos. Ella accedió a todo, en la seguida de su alegría y de su amodorramiento. Pero el teniente tenía que hacer todavía unas gestiones antes del almuerzo, la voy a acercar a usted al restaurante y me espera allí veinte minutos, que es el tiempo de un aperitivo.

La amabilidad del Apuesto Oficial continúa mostrando las señales de los buenos augurios. El restaurante es fresco, una sala oscura y confortable, detrás un pequeño jardín protegido por un toldo. En el muro del fondo brillan las buganvillas y las hojas de hiedra.

La doctora se sienta en un rincón del jardín, bien retrepada en el sillón de paja, inmersa en una enorme paz sin recuerdos ni estímulos. En algún lugar del jardín hay un pájaro que canta incansable, con ímpetu, se pudiera pensar que con entusiasmo, y la doctora imagina que es un heraldo del Reino de la Vida.

16.45

La charla de la comida había sacado por fin a la doctora de su amodorramiento, aunque el suave balanceo del helicóptero la acuna ahora, invitándola otra vez al sueño, y sólo la confesión del teniente, que no cesa de hablarle al oído, la mantiene en la conciencia de la realidad.

A la hora del almuerzo el teniente se retrasó, y el pequeño cobijo de aquel patio ensombrecido por el toldo, con los muros resplandecientes de flores rojas, en un extremo, de espesura de hiedra, en el otro, y el pájaro cantor, le habían vuelto a llevar a una suave somnolencia. Así, la llegada del teniente, retorno a una vigilia confusa, la había desconcertado. Al Apuesto Oficial le parecía que en el jardincito hacía demasiado calor y propuso que entrasen en el comedor, era casi una orden, pero a ella le daba igual, aunque se levantó con pereza. El comedor estaba muy fresco, silencioso, el aire acondicionado no llegaba a molestar, lo temprano de la hora hacía que ellos fuesen todavía los únicos comensales.

El teniente le explicó las razones de su retraso, parecía un hombre distinto al de la isla, como si el contacto con la ciudad hubiese suscitado en él la animación y el buen humor. Al parecer, había tenido que ir a varios acuartelamientos para conocer los transportes de los días siguientes y asegurarle un sitio al Intrépido Buceador en alguno de los vuelos militares a la Península. Quiere visitar a los hijos del pescador, intentar enterarse de lo que les pasa, las razones verdaderas de que no vengan este año, está preocupado por el viejo, se lo ha prometido.

A la doctora no le sorprendía tanto la disposición generosa del buceador como que el teniente estuviese arreglándole las cosas para que el vuelo le saliese gratis y, sobre todo, que existiesen esos acuerdos y compromisos sin que ella se hubiese enterado, resultaba que en la pequeña comunidad improvisada de la isla había, más allá del Lugar Sin Nombre, triángulos sentimentales, pasiones secretas, contactos amistosos que podían relacionar a gentes tan distintas como aquellos dos hombres.

Uno piensa que todo el mundo pasa de todo, pero hay quien se preocupa de la gente, dijo el teniente, muchas veces quien menos esperamos que lo haga. Había tomado con ansia la bebida que pidió como aperitivo y lucía en sus ojos un brillo alegre. ¿Le iba a contar aquella historia larga que había comenzado la víspera?, añadió, en una actitud inédita de campechanía, que concordaba mejor con su aspecto juvenil que el aire de autoridad que, sin duda, se sentía obligado a mantener en la isla.

La doctora apuró su bebida y habló sin reservas, porque ya estaba liberada de su angustia, pero también porque era una forma de incorporarse a ese juego de relaciones particulares que iba más allá de los encuentros en el Lugar Sin Nombre y creaba una suerte de intimidad, como la que había tenido aquella misma mañana con el arqueólogo.

De manera que le contó al teniente su sobresalto nocturno al pensar en el cadáver entrevisto la noche anterior en la cabina del pesquero, sus temores, su viaje para reconocerlo, tenía miedo de no saber identificarlo, de no poder distinguir facciones, formas de miembros, señales, una experiencia sobre sus propios recursos que antes no había tenido, desconocía esa sensación de no saber de repente qué vas a hacer, como si en ti hubiese conseguido aparecer alguien que no eres tú, como si te hubieses desdoblado de pronto, y la que tú has sido siempre se viese dominada por una desconocida titubeante, medio amnésica, que sin embargo eres tú misma.

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