Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Pero ¿no veis, madre, que tengo que difundir la verdad tal como la veo? Estamos todos sometidos a una Iglesia que nos ha abandonado. Ahora rinde tributo a la avaricia, no a Dios. Ella es la gran ramera de Babilonia. Fíjate en Henry Despenser, que está construyendo su gran palacio. ¿De dónde crees que saca el dinero para el oro y el alabastro con que al parecer cubre las paredes? ¿O para todos los canteros necesarios para construir el mayor claustro de la cristiandad? Quita el pan a los pobres.
«Y roba joyas a las viudas», pensó Kathryn. Estaba demasiado cansada para esa discusión, pero una madre tenía que aprovechar los momentos cuando llegaban. Vio un hilo suelto en la devoción de su hijo y tenía que tirar de él si podía.
—Colin, reconoces que John Ball, que predica la sedición y el asesinato, no es la solución, ¿y Juan de Gante?, ¿acaso no busca simplemente una excusa para arrasar con los tesoros de la Iglesia y llenar las arcas del rey?
—Pero no Wycliffe, madre. Él sólo pretende difundir la verdad sobre los abusos de los sacerdotes y la necesidad de todos los hombres de poder leer el Libro Sagrado en su propio idioma.
Kathryn no discutiría la esencia de lo que defendía su hijo.
Ella había rezado en la lengua de su padre, su propia lengua. ¿La habría oído Dios? ¿Necesitaba una lengua determinada? ¿Podía leer los corazones como otros leían palabras?
—Pero ¿y si esa verdad, en caso de que lo sea, está siendo tergiversada por hombres malvados en interés propio?
—Eso no es asunto mío. Debo decir la verdad tal como la veo y no preocuparme por el precio que pueda suponer.
A Kathryn le dolía la cabeza de tanto hablar; aun así, persistió.
—Colin, no eres más que un niño. Conozco a otra persona, a un hombre, un buen hombre, que no se preocupó por el precio a pagar. Si él no fue capaz de defenderse de semejantes enemigos, ¿cómo crees que tú sí podrías? Si no quieres pensar en tu madre, al menos piensa en tu hija. —Empezó a toser.
—Precisamente en quien pienso es en mi hija y en otras personas como ella. Pero no discutamos, madre, tenéis que descansar. —Le dio un beso en la mejilla y luego cogió su andrajosa túnica de fraile colgada del gancho de la puerta— Salgo un rato.
La tos la había dejado demasiado débil para contestar. Una vez a solas, Kathryn buscó el rosario junto a su cama y lo vio colgado de un gancho en la otra punta de la habitación, pero no se sintió con fuerzas para levantarse a cogerlo. Murmuró el padre nuestro en su lengua materna y preguntó a Dios en voz alta por qué distribuía la misericordia con cuentagotas y no a raudales.
Y así se expulsa la perla del evangelio, para que la pisoteen los cerdos; y lo apreciado por clérigos y laicos se ha convertido en motivo de escarnio para unos y otros, de modo que la joya de la Iglesia es ahora el hazmerreír de los laicos, y eso es así para siempre.
HENRY KNIGHTON.
Canon de Leicester (siglo
XIV
)
Sir Guy no se sorprendió cuando llegó la solicitud de ayuda de Essex. Era mayo, y los alguaciles hacían sus rondas en el cálido tiempo primaveral recaudando los impuestos del rey. Cabía esperar cierta resistencia en pequeños reductos, entre las clases más pobres. y en ésas un grupo de campesinos atacó con horquillas a dos recaudadores del rey y prendió fuego al almiar de una abadía. Ante tan manifiesto acto de insurrección había que responder con una actitud férrea, atajarlo antes de que se propagara por todo el condado. Él también tenía que lidiar con sus propios alborotadores, pero enviaría a los pocos hombres de los que podía prescindir. Así que mandó a un contingente de jóvenes escuderos inexpertos como Alfred —que se contaba entre ellos—, pero en número suficiente para someter a unos cuantos rebeldes andrajosos armados con guadañas y horquillas. Sería una buena experiencia para ellos.
La noticia llegó al cabo de dos semanas. La rebelión se extendía como la peste, y un ejército de campesinos de Kent y Essex marchaba hacia Londres con un agitador llamado Wat Tyler al frente. El sheriff reunió a más hombres, esta vez hombres fogueados en la batalla. Guy de Fontaigne sabía lo que había que hacer: torturar a unos cuantos bellacos, cortarles la lengua, aplastar a otros pocos, y pronto el resto de la chusma volvería a sus campos y sus gremios. Debía encontrar la cabeza de la serpiente y rebanarla. No podía hacerle nada al clérigo Wycliffe, no mientras estuviera bajo la protección del duque de Lancaster, pero sí podía encontrar a John Ball. Y ésa era una marca que le gustaría añadir a su jarretera.
De todos modos el actual incidente era muy inoportuno; había otras puertas que quería derribar. Aunque no ondeó ninguna bandera negra en Blackingham, sus espías le informaron de que su señora había estado realmente al borde de la muerte. Seguía débil, pero tampoco se requería mucha fuerza para contraer matrimonio ni para consumarlo. Al menos por la parte que a ella le tocaba: no tenía más que tumbarse y abrirse de piernas.
Pidió su caballo y su armadura al tiempo que escribía apresuradamente una amable nota diciendo que había rezado noche y día por su salud. Rebosante de alegría al ver que sus oraciones habían sido atendidas, estaba dispuesto a publicar las amonestaciones para la boda. Cuando volviera, iría a visitarla para acordar el contrato matrimonial.
De camino hacia el sur y Essex, el sheriff pasó por Norwich y se detuvo en la calle Colgate con la intención de encargar un vestido para Kathryn y un sobreveste nupcial para él. «No os olvidéis de bordar la orden de la jarretera», indicó al sastre adulador. Para Kathryn eligió un brocado de color ciruela con tornasoles plateados. El comerciante flamenco asintió con aprobación. Era un vestido caro, pero le serviría para presionarla, y si no se recuperaba, lo llevaría en la cripta. En cualquier caso, se haría con las tierras que codiciaba; ya tenía a su hijo mayor.
Colin volvía a su casa. Tenía que ver a su madre. Esta se había recuperado, pero seguía convaleciente. El había cumplido con la promesa que le había hecho; había ido a ver a los campesinos a fin de asegurarse de que tenían el dinero para pagar el impuesto de capitación. Su madre estaba dispuesta a pagar los impuestos, había dicho, antes de que se les privara de lo poco que tenían. «Lo consideraré mi diezmo. Es lo mismo dárselo a ellos para comprar a un rey en guerra que dejar que un obispo en guerra lo coja con sus dedos enjoyados.»
Aunque Colin no podía discutirlo, la idea lo incomodaba.
Una cosa era proferir diatribas contra la corrupción de la Iglesia desde la seguridad relativa de la túnica de un pobre fraile, y otra muy distinta que una viuda noble no pagara el diezmo en señal de protesta. Pero él había accedido a ver a los campesinos en su lugar y le había asegurado que se encargaría de que ninguno de sus hijos pasara hambre por pagar el impuesto del rey. Cuando se acercaba al cruce de Alysham, oyó las acaloradas voces.
Su primera reacción fue desviarse para evitar a los rufianes y al pobre infeliz al que estaban torturando, pero se acordó del buen samaritano. ¿Qué clase de cristiano sería si no intervenía? Así que se acercó al grupo de hombres, unos siete u ocho, que por su aspecto parecían fornidos campesinos, y por su manera de hablar cabía pensar que estaban enardecidos por la cerveza. Rodeaban a un hermano de la catedral con los brazos atados a la espalda. Colin reconoció a uno de ellos, el curtidor. Una vez le había comprado cuero para pergaminos por encargo del iluminador. Pero aunque no lo hubiera reconocido, el hedor que desprendía delataba su oficio; olía al excremento empleado en el proceso de curtido, que al parecer había recogido con el gran saco que había a sus pies. El curtidor cogía al monje por la cogulla con una mano y con la otra le frotaba una sustancia oscura y apestosa en la tonsura. Colin arrugó la nariz de asco. El monje se encogió en ademán de airada protesta, mientras los demás hombres se reían. Una mirada de incredulidad asomó al rostro del monje, que se trocó en dolor cuando los hombres lo sujetaron con más fuerza.
Colin se metió en el círculo.
—Soltadlo.
El curtidor alzó la vista, sorprendido.
—¿Tú también quieres un poco, muchacho? Sólo estoy ungiendo un poco aquí al «hermano». Si crees que esa túnica de cura va a protegerte, pues...
Un hombre corpulento cogió a Colin y le retiró la capucha.
El curtidor se interrumpió y agitó la mano.
—Espera, yo te conozco. Eres uno de los hijos de Blackingham.
—¡De Blackingham! Un noble. ¿Lo habéis oído, muchachos?
—No, esperad —dijo el curtidor— Es uno de esos lolardos. Es un pobre cura.
—No existen curas pobres; has dicho que era noble —repuso el otro, quien no obstante lo soltó. Pero seguía cerca; Colin percibía el roce de su barba sucia en el cuello y el olor de los dientes podridos.
—Predica contra la Iglesia, como John Ball y Wycliffe. Es uno de los nuestros.
—Si ha comido hoy, no es uno de los nuestros —gruñó el hombre, pero retrocedió y se colocó donde Colin pudo verle la cara, con marcadas patas de gallo.
Colin cuadró los hombros e intentó armarse de dignidad.
—¿Qué delito ha cometido el monje, maestro curtidor, para recibir semejante trato? El Señor dijo...
—El Señor dijo algo sobre el robo. Si no él, sí los Mandamientos. Este hermano es un ladrón. Se llevó cuero para emplear como pergamino en el escritorio y ahora dice que el obispo no piensa pagar, dice que puede ser mi diezmo. Pues yo voy a diezmar esto también. —y señaló el saco de bosta a sus pies.
—Él no tiene la culpa. —¿Cómo se llamaba el curtidor? ¿Tim, Tom?—. La tiene el obispo.
—Pero el obispo no está aquí, ¿no? —intervino el hombre corpulento.
Aunque Colin lo había identificado como el cabecilla, se dirigió al curtidor estafado.
—Exacto, así que suelta al monje, Tom, antes de que esto llegue demasiado lejos. Por más satisfacción que te reporte la venganza, no te pagará el cuero y en cambio sí puede procurarte unos azotes. —Señaló un grupo de jinetes armados que se acercaba a la encrucijada. En el escudo del que iba en cabeza lucía la divisa de Henry Despenser—. Es posible que incluso te inflija algo más que unos azotes.
El hombre corpulento vio a los jinetes casi al mismo tiempo.
—Son los hombres del obispo. Corred.
Salieron todos disparados, como ratas en un granero, hacia un seto cercano.
El monje también corrió, pero en dirección opuesta, hacia los jinetes. Estos lo vieron y detuvieron los caballos. Desde donde estaba, Colin no oyó qué decían, pero el monje empezó a gesticular de manera exagerada.
Descabalgaron cinco jinetes. Dos se encaminaron hacia los arbustos; los otros tres hacia Colin. También él empezó a andar hacia ellos, recortando la distancia que los separaba como gesto amistoso.
Uno de los soldados desenvainó su espada mientras avanzaba entre los pequeños remolinos de polvo que levantaban sus botas. Colin vio la amenaza en su rostro, pero no la entendió. Él había actuado en defensa del monje. Abrió la boca para explicarlo.
—No le ha pasado nada a...
La fría hoja de la espada penetró en su vientre antes de que pudiera acabar la frase. Entró limpiamente y, en su trayectoria ascendente, le atravesó el corazón. Las palabras que se formaban en su boca quedaron ahogadas en una sibilante exhalación y un borboteo de sangre.
El último pensamiento que acudió a la mente de Colin fue que no había podido cumplir la promesa a su madre.
—Pero si él no era uno de ellos —protestó el monje— Habéis matado a un hombre inocente.
—Da igual; para su ilustrísima sólo es otro cura agitador de la chusma —dijo el soldado.
De una patada, hizo rodar el cuerpo hasta la acequia del borde del camino.
El obispo venía de celebrar misa. Era el 11 de junio, día de San Bernabé, y habían asistido muy pocos feligreses. Creía conocer el motivo: la asistencia en las fiestas de guardar empezaba a decaer, ya no se respetaban los días más sagrados. A eso conducía tanta charlatanería sobre la igualdad y las Escrituras en inglés. Algunos incluso manifestaban claramente —no delante de él, a tanto no se atreverían—, pero le habían llegado informes que si podían hablar directamente a Dios, no era necesario asistir a misa. ¡Cada hombre sería su propio sacerdote! Cada vaquero, recogedor de excrementos, fregona de cocina y vulgar criado manejaría el Verbo Sagrado. Sólo de pensarlo, le subía la bilis a la garganta.
Mientras se dirigía a su alcoba, tiró las vestiduras sagradas y la túnica al chambelán, el viejo Seth, que dormitaba en un rincón, golpeándolo en la cara y casi derribando su frágil cuerpo. Con la reciente homilía en latín todavía en los labios, Despenser maldijo al anciano en el mismo idioma:
«Fimus, fimus, fimus»,
y luego, al darse cuenta de que su sirviente entendía el tono condenatorio pero no las palabras —aunque no se rebajaría a «ensuciarse» con la lengua sajona de los campesinos—, siguió con su arenga en francés normando para que el viejo Seth se enterase bien.
—Pedazo de excremento de perro, no sé por qué aguanto tu negligencia. ¿Acaso no sabes que la pereza es pecado? —Con gesto vehemente, señaló al criado con un dedo, casi rozándole la nariz— La clase de pecado que puede enviarte derecho al infierno. —El anciano sabía suficiente francés para comprenderlo, y Despenser advirtió con satisfacción su nerviosismo mientras se alejaba— Trae mi túnica de montar y mi puñal.
La idea se le había ocurrido mientras atravesaba el recinto de la catedral tras la escasa asistencia a misa. Podía realizar otras tareas para su Iglesia que requerían algo más que palabras sagradas y cruces pectorales. Pero se despojó del crucifijo de mala gana, acariciando las gemas incrustadas. Pesaba demasiado para su siguiente misión; era más acorde con la túnica de seda de un clérigo que con la cota de malla que se puso encima de la camisa.
—Y ahora dame el estoque. Y de prisa, si no quieres recibir un guantazo.
Flexionó la mano en un deseo de cumplir su amenaza. «Resérvate para los rebeldes», se advirtió a sí mismo. Esa era la vida para la que servía, y no necesitaba más razones que la rebelión contra la Santa Iglesia. Tenía noticia de que un ejército rebelde encabezado por un bribón llamado Wat Tyler había llegado a Londres y había prendido fuego al palacio de Juan de Gante. Como un perro que se muerde su propia cola, sin duda el duque había recibido su merecido, eso no lo lamentaba. Lancaster debería haber previsto las consecuencias de alentar a Wycliffe: quien se acuesta con cerdos acaba oliendo a cerdo. El siguiente en la lista sería el palacio del obispo y las abadías. Despenser no confiaba en aquel sheriff incompetente y sus escuderos inexpertos, y ya había enviado un contingente de soldados, pero reuniría más hombres y esta vez iría con ellos.