Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—¡Esta comida no es digna de señores! ¡Que el limosnero la reparta entre los mendigos!
Luego la procesión se dirigió a la verdadera tarima de honor y presentó la comida al duque. Kathryn se preguntó qué habría dicho Agnes si hubiera visto los dos cisnes asados, adornados con sus plumas, tan elegantes en su nido de juncos dorados. Un pavo real asado (también con plumas), carne encurtida y pasteles de carne, dispuestos ingeniosamente en forma de pesebre, complementaban el ágape. El alboroto en el salón se redujo a un murmullo cuando se sirvieron platos más plebeyos en las mesas. Los cisnes estaban reservados para la tarima y el pavo real para la mesa de los caballeros, pero había empanada y morcillas en abundancia para las mesas del extremo opuesto, ocupadas por los miembros de los gremios y los comerciantes.
—Mirad, la duquesa se va —dijo sir Guy mientras esperaban a que les sirvieran la comida en el plato de plata que compartían.
La mujer que se alejaba a toda prisa de la mesa debía de tener dos o tres años más que Kathryn, pero al apartarse el manto del vestido de seda se adivinó debajo la redondez del vientre. El velo de su tocado astado se balanceó peligrosamente cuando pasó corriendo bajo la arcada, tapándose la boca con la mano.
Dos de sus damas de compañía la seguían sin prisas.
—Debe de ser difícil para ella estar encinta a su edad —murmuró Kathryn más para sí que a su acompañante.
—Es su obligación. Ya perdió seis. Si yo fuera el duque, buscaría un heredero en otra parte.
Seis hijos muertos. Kathryn sintió escozor debajo de los párpados.
—¿Abortos? —preguntó.
—Dos nacieron muertos. Otros dos vivieron unos meses, creo.
Con razón la duquesa parecía tan triste. Kathryn sólo había hablado una vez con ella en esos quince días. Fue una conversación muy breve, los habituales cumplidos entre la anfitriona y una invitada. Aunque Kathryn había pasado muchas horas de aburrimiento bordando en el salón de retiro con las tres damas de compañía de la duquesa, ésta casi siempre se había disculpado alegando que estaba cansada. A veces ella también se ausentaba con el mismo pretexto, pero si no iba allí, ¿cómo ocupaba las largas horas entre banquete y banquete? Sir Guy la había invitado a una cacería, pero Kathryn no tenía halcón y no disfrutaba con la cetrería, pues se identificaba más con la presa que con el depredador. Examinó la carne rellena que el trinchador les sirvió —¿sería la presa de ayer?— y se preguntó cuánto tendría que comer según los modales de la corte. Volvió a sonar la trompeta.
—Mis señores, la comida está servida.
En el gran salón volvió a reinar el bullicio cuando los invitados expresaron su aprobación.
—Tenéis poco apetito, Kathryn. Espero que no sea porque estáis cansada de vuestro compañero de mesa.
—¿Cansada de vos, sir Guy? —preguntó, esforzándose por evitar un tono de sarcasmo. «Sólo una noche más», se dijo— Claro que no. De hecho, vuestra compañía es muy grata para mí y me honra, pero me sorprende un poco que me hayáis elegido para estar a vuestro lado en una celebración tan importante. Estoy segura de que otras personas más dignas...
—Vamos, Kathryn, no os hagáis la tímida damisela. A estas alturas debería ser evidente que busco una alianza entre nosotros.
Su franqueza rayó en la brusquedad. Por un momento Kathryn se quedó sin habla. Pero también ella podía ser franca.
—¿Se supone que esto es una proposición de matrimonio, mi señor? Si es así, me parece prematura. En estos tiempos de caballerosidad, ¿acaso no es costumbre que el cortejo preceda a la proposición? Sin duda habéis sido un compañero de mesa muy atento, pero no he oído ninguna declaración de amor.
—Pero sí una declaración de intenciones. ¿Eso no vale más para una mujer madura que bonitas promesas de amor cortés? No obstante, señora, os aseguro que tenéis muchas cosas que admiro, y puedo ofreceros protección. .
«¡Una mujer madura!» Pinchó la carne y luego soltó el cuchillo, que resonó al golpear contra el plato de plata.
—O sea que proponéis un acuerdo práctico. Decidme, señor, ¿me admiráis a mí o a mis tierras?
El sheriff se encogió de hombros. Al menos no pretendía engañarla.
—En cuanto a vuestra oferta de protección, ya tengo a mis hijos para eso —añadió— Colin ha vuelto a casa.
—Lo sé. —Cuando sonreía, su nariz se asemejaba más aún al pico de un pájaro. Entrecerró los ojos como si estuviera a punto de disparar una flecha— Lo vi predicar en el cruce de Aylsham —dijo, levantando la voz para que se lo oyera por encima del bullicio.
El maestro de ceremonias agitó el bastón blanco ante las mesas de debajo de la tarima.
—Hablad más bajo, mis señores.
El nivel del ruido disminuyó un poco tras la admonición.
Kathryn contestó en voz baja mientras cogía el cuchillo para apartar una pluma tiznada de la pechuga del cisne.
—No olvidéis a Alfred. También es el heredero de Roderick.
—No he olvidado a Alfred.
Sir Guy le ofreció la copa de vino. Ella negó con la cabeza.
—Esperaba verlo en vuestro séquito. Todos mis intentos para ponerme en contacto con él han sido... —no podía decir rechazados— inútiles.
—Hubo una pequeña revuelta en noviembre. Rebeldes incitados por los lolardos. El rey pidió hombres armados, y yo envié cuantos pude.
Claro, ya sabía ella que pasaría algo así. Al fin y al cabo, Alfred se estaba formando para ser miembro del séquito del rey. Había intentado no pensar en ello ni siquiera durante las justas organizadas por el duque para entretener a sus invitados: el torneo en que sir Guy había derribado del caballo a su adversario y después, arrodillado ante ella, medio en broma le había pedido una prenda. Ella se había estremecido al oír el choque de la lanza contra la cota de malla y el casco a la vez que se alegraba de que semejante deporte fuera para hombres, pensando que Alfred todavía era un niño.
—Supongo que era de prever que un rey niño enviara a niños a luchar en su batalla —dijo ella.
—Por favor, hablad con menos estridencia o ni siquiera yo podré protegeros. No fue Ricardo, sino Juan de Gante quien llamó a las armas. Una ironía, fue él quien protegió a Wycliffe y fomentó sus herejías. Por lo visto Lancaster incitó a un osezno y sin querer despertó a un oso.
«¿Y qué hay de mis oseznos? —pensó ella— ¿Qué será de ellos? ¿Uno baila con el oso y el otro será enviado a matarlo?»
Sir Guy apuró la copa e hizo una señal al escanciador que aguardaba a sus espaldas.
—Alfred ya no es un niño —dijo él.
El escanciador le sirvió desde detrás, con las rodillas dobladas y la mirada baja como cada noche. Kathryn apenas se había fijado en el brazo que se alargaba para coger la copa vacía de sir Guy.
Hasta que cayó en la cuenta de que éste era distinto.
Éste tenía el vello pelirrojo y lúnulas cuadradas en las uñas, como Roderick. Como su padre. El brazo de Alfred, la mano de Alfred. Se volvió, deseosa de verle la cara.
—Alfred.
No se atrevió a tocarle la mejilla por temor a que la avergonzara apartándose.
Pero su rostro era pura cortesía, sin la insolencia que ella había visto en su último encuentro.
—Mi señora madre —dijo, devolviendo el saludo cordialmente. Hizo una reverencia a sir Guy y se retiró para esperar junto a la mesa de las copas con sus compañeros, como correspondía.
—Ha cambiado mucho, está más contenido. Confío en que no le hayáis doblegado el espíritu; a su padre eso no le habría gustado.
Sir Guy se echó a reír.
—La formación de un escudero requiere algo más que destreza para la lucha. Estoy satisfecho con él, algún día será un buen caballero. Ya duerme en el salón de los caballeros.
—Os lo agradezco —dijo Kathryn sinceramente.
Sabía que eso era una señal de favor. La mayoría de los escuderos dormían en cualquier rincón donde pudieran instalar un camastro. En invierno eso era especialmente duro; Kathryn no soportaba la idea de que su hijo pudiera dormir en un suelo frío.
—Le doy un trato de favor porque fui amigo de su padre —bebió otro sorbo de la copa de plata que compartían—, y porque deseo contraer matrimonio con su madre. Pero de eso ya hablaremos.
Otra cosa que evitar. La duquesa no había vuelto. Kathryn tenía que haber aprovechado la indisposición de la anfitriona para huir, pero entonces no habría visto a Alfred.
—Mientras tanto —prosiguió el sheriff— ¿queréis que os envíe a vuestro hijo para que podáis hablar con él a solas? Después del banquete, claro está.
—Sí, por favor.
Él clavó el cuchillo en un trozo de pechuga de cisne y lo acercó a los labios de ella.
—Y ahora no debemos ofender al duque, ¿no os parece?
Ella abrió la boca y atrapó entre los dientes la carne clavada en la punta del cuchillo. Él esbozó su sonrisa de depredador.
[...] ríos y fuentes de aguas limpias y cristalinas fueron envenenados en muchos lugares.
GUILLAUME DE MACHAUT
(poeta francés de la corte, siglo XV)
Ocho campanadas. Tal vez ya podía disculparse y marcharse del banquete sin que se considerase una descortesía, pensó Kathryn. Los manteles habían sido retirados de las mesas y se habían llenado tantas copas de hidromiel, sidra y cerveza que el bullicio en el salón hacía imposible cualquier intento de conversación. Unos cuantos comensales, borrachos como cubas, roncaban tirados por el suelo entre las mesas. La duquesa no había vuelto y el resto de sus damas de compañía se habían retirado, salvo una, que coqueteaba descaradamente con los caballeros que la rodeaban, por lo visto encantada de que sus compañeras le hubieran dejado el campo libre.
—¿Necesitaréis a Alfred mucho más? —preguntó Kathryn vociferando al oído de su compañero de mesa.
Sir Guy aguantaba bien el alcohol, pero ella no quería que olvidara su promesa. Ésa podía ser la única oportunidad de hablar con su hijo.
Sir Guy agitó el vino en su copa medio llena, pensando en si necesitaría a su escanciador.
—Os lo enviaré dentro de un rato —contestó.
—Estaré esperándolo. —Se quitó una cinta de plata de la manga y la puso junto a la tabla de trinchar. Un escalofrío le recorrió la espalda— Para que no lo olvidéis.
Al pasar por delante de los aposentos de la duquesa, Kathryn se detuvo. Como se iba al amanecer, debía agradecerle su hospitalidad. Pero, tal como se temía, su señoría seguía indispuesta. Kathryn hizo las preguntas de rigor, dio las gracias a las mujeres y pidió que se las transmitieran a la anfitriona de su parte. Luego añadió: «Decid a la duquesa que rezaré por su parto». Lo dijo sinceramente, pues dudaba que la mujer lograra sobrevivir a un parto difícil.
Cuando subía los últimos peldaños, vio su puerta entreabierta. Bien, sir Guy no estaba tan borracho como para olvidar su promesa. Se detuvo delante de la puerta entornada. Alfred se hallaba de espaldas a ella. Se le aceleró el pulso y empezaron a sudarle las manos. Su hijo hablaba con Glynis, cuya risa aguda y el rubor en las mejillas indicaban su placer al ver por fin a maese Alfred. La risa se apagó cuando levantó la vista y vio a Kathryn en la puerta. Saludó a la señora con su acostumbrada inclinación poco formal.
—Glynis, puedes retirarte.
—Pero, mi señora, no he acabado de llenar el baúl y fuera hace frío...
—Puedes ir a la cocina y chismorrear con los demás criados; te dejarán sentarte junto al fuego. Cuando vuelvas, acabaremos juntas con el baúl.
Sonrojándose —más de rabia que de placer, sospechó Kathryn—, la muchacha hizo una rápida reverencia y se retiró, lanzando una última mirada coqueta a Alfred. Su hijo parecía apurado.
—No la culpo —dijo Kathryn cuando la chica se fue—. A mí también me costaría dejar a un joven tan apuesto si fuera doncella. —El cabello y la incipiente barba de su hijo resplandecían con un tono rojizo a la luz de las velas. Ella le acarició el mentón levemente, por temor a que se apartara—. Tienes la barba de tu padre. —¿Había retirado él ligeramente la cabeza o eran imaginaciones suyas? ¿Señal quizá de que no deseaba que su madre lo tocara?—. La librea de sir Guy te sienta bien.
Él guardó silencio. ¿Cómo llenar ese silencio incómodo? Si lo abrazaba, ¿se apartaría? Ella nunca había entendido aquel último encuentro, la dureza en sus ojos el día que él le pidió permiso para marcharse con sir Guy. ¿Se le había suavizado la mirada? ¿O sus nuevos modales cortesanos eran sólo una máscara?
—¿No saludas con un beso a tu madre, a la que no has visto durante meses?
Él le cogió la mano y se la acercó a los labios. Ella la retiró.
—Quiero abrazarte —dijo acercándolo.
Él no le devolvió el abrazo, pero tampoco se apartó. Cuando lo soltó, Kathryn creyó advertir un brillo húmedo en sus ojos.
Se sentó en el banco ante el fuego y dio unas palmadas al cojín a su lado. En lugar de acomodarse allí, Alfred se sentó a sus pies, cruzando con gesto grácil las piernas enfundadas en medias de color granate, con la espalda apoyada en el banco, sin mirarla.
—Te he echado de menos, Alfred —dijo, hablándole a su espalda mientras jugueteaba con el bordado de oro del hombro.
Le costaba privarse de tocarlo. Quería acariciarle el pelo, al menos él lo conservaba.
—Teníais a Colin... y al iluminador para consolaros.
El iluminador. Así que ése era el motivo de su enfado. ¿Desde cuándo lo sabía?
—No tenía a ninguno de los dos para consolarme —dijo ella. A continuación le habló de Colin y su marcha, de Rose y el bebé.
De pronto Alfred le dispensaba toda su atención. Se volvió hacia ella.
—¿Colin? ¿Mi dulce e inocente hermanito desfloró a una virgen?
Su risa transmitió una amargura que a Kathryn no le gustó.
Jamás podría decirle que Rose era judía.
—Lo siento por Rose. Era preciosa —dijo con pesar— Es curioso, ¿no os parece, madre? Temíais que yo causara problemas, y era a Colin a quien deberíais haber echado de casa, al dulce y melifluo Colin.
Se cogió las rodillas y, con el mentón apoyado en ellas, volvió a callar, al parecer asimilando la información.
—Así que soy tío —dijo al caso—. El tío Alfred. Jasmine, un nombre extraño, pero me gusta. El mundo ya está demasiado poblado de santos.
Sonrió, y Kathryn recordó al Alfred que siempre la hacía reír, incluso cuando merecía una azotaina por sus diabluras. ¿Existía aún el niño de antaño en ese austero joven de modales cortesanos?