Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—¿Encontró a Jasmine?
—¿No os acordáis? Sí, encontró a la pequeña. Magda la salvó del fuego; el enano y ella entregaron la niña a Finn. Pero creía que lo sabíais. No tomasteis nada para el dolor hasta que nos enteramos. —Frunció el entrecejo al pronunciar las siguientes palabras con tono de desaprobación—: Le dijisteis a la priora que se deshiciera de Finn. Lo habéis engañado intencionadamente.
Kathryn suspiró de alivio por la niña y cerró los ojos. El ojo izquierdo se le cerró lentamente y experimentó una punzada de dolor en el párpado estirado. Pero sentía el calor de la llama de la vela en la mejilla derecha, que la reconfortaba de una manera extraña, recordándole la visión de la Madre Cristo de Julián, resplandeciente de vida por encima de su cama en llamas, recordándole también las caras de sus hijos bañadas en luz sagrada.
Colin y Alfred.
Al intentar conservarlos, los había perdido para siempre. La traspasó el dolor, un dolor fiero y brillante como sangre fresca.
—¿Y Blackingham ya no existe? —preguntó.
—No, mi señora, hemos perdido Blackingham. —La voz de Agnes se quebró con esa última palabra.
«También era su casa —pensó Kathryn—. Era su casa tanto como la mía.» Quiso dirigirle unas palabras de consuelo, palabras de gratitud, pero no tenía fuerzas para ello.
Agnes retiró la venda bajo el ojo de Kathryn. Al entrar su piel en contacto con el aire, lanzó un grito ahogado de dolor. Agnes curó la quemadura con cuidado, aplicando un ungüento balsámico de hojas de consuelda y flores de chite; a continuación le aplicó una compresa fresca Y volvió a colocar la venda. El ungüento y los cuidados de Agnes la aliviaron. Sintió que los músculos de la cara se le relajaban.
—¿Sabéis, mi señora?, no teníais que haber echado al iluminador. Nunca he visto a un hombre tan enamorado de una mujer. —Agnes se limpió el ungüento de las manos y sacó un objeto que tenía bajo su voluminosa falda— Dejó esto. Quería que os llevarais algo de él a la tumba. Le dijo a la priora que era lo único que tenía.
Agnes puso la avellana, engastada en peltre como una gran reliquia de un santo, en la palma derecha de Kathryn. Esta la reconoció; Finn le había dicho que era un regalo de la anacoreta. La cogió con los dedos, apretándola hasta que el peltre se le hincó en la piel. El mundo entero en la palma de la mano de Dios, o algo así. No recordaba qué había dicho Finn que significaba exactamente, pero le bastaba con que se la hubiera dejado. Le bastaba con que antes la hubiera llevado pegada a su piel.
Se recostó en las suaves almohadas. La habitación se desvaneció hasta que sólo vio el rostro severo de Agnes a la luz de la vela.
—Si la priora..., si yo no hubiese echado a Finn, ahora estaría muerto —dijo— O peor aún, viviría el resto de sus días como esclavo de Henry Despenser. —Le costaba formar las palabras. Luego, en un murmullo, más para sí que para Agnes—: Finn tiene a Jasmine. Ella hará que se mantenga entero.
—¿Y vos, mi señora, qué tenéis?
«Tengo el recuerdo del perdón en su mirada. Tengo el recuerdo de él.»
—Te tengo a ti, Agnes. y tú me tienes a mí —contestó—. Y de momento eso tiene que bastar.
La mano izquierda le había empezado a temblar violentamente, cada sacudida como una puñalada.
—Y ahora creo que tomaré un pequeño sorbo de tu medicina especial para conciliar el sueño. Tú también tienes que dormir, Agnes. —Señaló el camastro junto a su cama donde la cocinera había montado guardia fielmente— Esta noche no duermas aquí; la campana de la capilla toca los maitines, la noche es larga. Busca una cama en la casa de huéspedes, mañana ya tendremos tiempo de pensar en nuestro futuro.
—Si estáis segura, mi señora... Desde luego, a estos huesos viejos les irá bien una cama blanda.
Agnes apagó la vela, pero dejó la antorcha en el hachón. Estaba casi consumida y proyectaba alargadas sombras en la habitación. Kathryn notó que el somnífero empezaba a actuar, aliviando el dolor. Apretó la avellana en la mano. Era tan pequeña...
Una corriente de aire cruzó la habitación. Oyó un ruido, casi un susurro.
«Todo irá bien.»
—Agnes, ¿has dicho algo?
Pero Agnes se había ido. En la habitación sólo quedaba el silencio y las sombras titilantes.
«Debe de ser el remedio», pensó. O tal vez era una voz interior que le recordaba las palabras de Julián. Cerró los ojos buscando aquel sueño o recuerdo, lo que fuera, que le procuraba consuelo.
De nuevo las palabras susurradas penetraron en su cabeza. Esta vez oyó cada una de ellas con absoluta nitidez.
«Todo irá bien.»
Kathryn casi se lo creyó.
AGRADECIMIENTOSEsta es una obra de ficción, pero el obispo Henry Despenser, John Wycliffe, Julián de Norwich y John Ball son figuras históricas cuyas vidas entremezclé con las de mis personajes. A Henry Despenser se le recuerda como el «obispo guerrero» por la manera sangrienta y violenta en que sofocó la revuelta de campesinos de 1381 y por su posterior campaña militar fallida contra el papa Clemente VII en el Gran Cisma de Occidente, que dividió a la Iglesia Apostólica Romana. También se le recuerda por haber donado un retablo de cinco paneles, conocido como el Retablo Despenser, a la catedral de Norwich para celebrar su sangriento triunfo en la revuelta de los campesinos. Mandó enmarcar el retablo con los escudos de armas de las familias que lo ayudaron en aquella matanza. En la actualidad, la pieza se encuentra en la capilla de San Lucas, en la catedral de Norwich. Durante la Reforma la pusieron del revés y la emplearon como mesa para esconderla de los reformistas, quedando relegada al olvido durante más de cuatrocientos años. Cuenta la historia que a mediados del siglo pasado a alguien se le cayó un lápiz por detrás del altar y, al agacharse para recogerlo, descubrió las maravillosas pinturas de los cinco paneles representando la Pasión de Cristo. El nombre del pintor se ha perdido en la historia.
A John Wycliffe se le recuerda como «el lucero del alba de la reforma» por sus esfuerzos por reformar la Iglesia y porque fue el primero en traducir la Biblia al inglés, por lo que no sólo incidió en la historia de la Iglesia, sino de la cultura en general. Fue acusado de herejía y expulsado de Oxford, y sus textos fueron prohibidos. Pero nunca lo llevaron a juicio, y siguió escribiendo y predicando hasta que murió de un ataque de apoplejía en su casa de Lutterworth en 1384. Sus seguidores acabaron su traducción en 1388, siete años después del final de mi historia. En 1428, el papa Martín V ordenó que se exhumaran y quemaran sus restos y que se tiraran sus cenizas al río Swift. El movimiento lolardo fundado por él sobrevivió en la clandestinidad y al final se fundió con las nuevas fuerzas protestantes de la Reforma.
John Ball fue excomulgado en torno a 1366 por sus sermones incendiarios en los que defendía una sociedad sin clases. Según fuentes históricas, instaba a matar a los señores y prelados. Fue encarcelado en la prisión de Maidstone durante la revuelta de campesinos de 1381, pero los rebeldes de Kent lo liberaron y él los acompañó a Londres. Tras el fracaso de la revuelta, Ball fue juzgado y ahorcado en Saint Albans.
En cuanto a Julián de Norwich, sabemos muy poco de ella aparte de sus escritos. Fue la primera mujer anacoreta que escribió en inglés. Sus Revelaciones Divinas han sido objeto de un renovado interés, en gran parte fomentado por las feministas, intrigadas por su concepción de una Madre Dios. Una lectura atenta de su obra sin duda la presenta como una pensadora independiente para su tiempo y una mujer de profunda fe. Los documentos históricos señalan que en 1413, siete años después de la muerte del obispo Despenser, todavía vivía como reclusa en Norwich.
NOTASDeseo expresar mi gratitud a los lectores que me ofrecieron valiosas sugerencias mientras escribía este libro: Dick Davies, Mary Strandlund y Ginger Moran, que criticaron mi obra cuando estaba en su fase de elaboración, y Leslie Lytle y Mac Clayton, que trabajaron conmigo en la fase final. Deseo agradecer asimismo a Pat Wiser y Noelle Spears (mi lectora más joven, de diecisiete años), que leyeron y comentaron mi borrador final. Debo dar especiales gracias a mi compañera de escritura desde hace muchos años, Meg Waite Clayton, autora de The Language oi Light, que sufrió a mi lado mientras escribía los numerosos borradores.
También estoy en deuda con los escritores de los que he aprendido. Gracias a Manette Ansay por sus valiosos consejos sobre la integración del paisaje interno y externo en la ficción. Gracias a Valerie Miner por sus excelentes enseñanzas sobre la evocación del sentido de lugar —una de las escenas de Medio Tom se desarrolló a partir de un ejercicio de escritura en su maravilloso taller de Cayo Hueso—, y gracias a Max Byrd por su excelente conferencia sobre los recursos retóricos que dictó en el taller de la Comunidad de Escritores del Valle de Squaw y por sus oportunas palabras de aliento.
A mi agente, Harvey Klinger, y a mi editora, Rape Dellon, por sus conocimientos editoriales e instinto literario, les expreso mi más sincera gratitud. Me siento verdaderamente afortunada de tener a dos profesionales tan consumadas a mi lado.
En la vida de un escritor no se puede exagerar el papel de las personas que le dan ánimos. Deseo agradecer a todos los que con sus palabras y acciones me han ayudado a alimentar mi frágil sueño de publicar: Helen Wirth, que editó mi primer relato; el doctor Jim Clark, por sus consejos profesionales y sus palabras de aliento; a mis familiares y a los amigos que mostraron su interés y fe en mis habilidades, y finalmente deseo expresar mi amor y reconocimiento a mi marido, Don, cuyo apoyo inquebrantable me sostiene. Por último, y más importante, doy las gracias al Ser del que fluyen todas las bendiciones.
[1]
En inglés,
thursday
, jueves, deriva de
Thor's day
, «día de Tor», divinidad escandinava.
(N. del T.)
[2]
Enfermedad bacterial que afecta especialmente al ganado lanar.
(N. del T.)
[3]
Páginas ornamentales con intrincado dibujo, pegadas a la cara interior de las tapas.
(N. del T.)
[4]
Guiso de la época, a base de carne picada.
(N. del T.)
[5]
Juego de palabras. En inglés,
anchoress
( «anacoreta» ) y
to anchor
( «anclar» ).
(N. del T.)
[6]
Antigua unidad de medida equivalente a la longitud de un estadio romano, unos doscientos metros.
(N. del T.)