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Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
En la Inglaterra de 1379, el acceso a la Biblia es imposible para el común de los mortales. La Iglesia, en su afán por mantener su influencia sobre la sociedad, impide que se hagan traducciones de las Santas Escrituras al inglés. Pero los primeros movimientos reformistas ya se hacen notar y el teólogo John Wycliffe no duda en enfrentarse al intolerante obispo de Norwich, Henry Despenser y traduce por su cuenta la Biblia para hacerla accesible al mayor número de creyentes posible. Para ilustrar esta Biblia llega a la ciudad el famoso maestro iluminador Finn, que se instala con su hija en casa de lady Kathryn, viuda de un noble favorable al movimiento reformista, y pronto surgirá algo más que amistad entre estos dos apasionados defensores de las libertades en tiempos tan difíciles.
Brenda Rickman Vantrease
El maestro iluminador
La terrible herejía de impulsar la traducción de la Biblia
ePUB v1.1
GONZALEZ17.12.11
Corrección de erratas por Tresrosas
Título original:
The Illuminator
© 2005, Brenda Rickman Vantrease
Traducción de Carlos Milla Soler
Serie: la terrible herejía de impulsar la traducción de la Biblia I
Publicación: Círculo de Lectores, S.A.
Fecha Edición: 07/2005
ISBN 13: 978-84-672-1355-3
ISBN 10: 84-672-1355-8
Para Barney y Arlene
Oxford, Inglaterra
1379
John Wycliffe dejó la pluma y se frotó los ojos. La vela casi consumida despedía volutas de humo. Ardería sólo unos minutos más, y era la última. No era aún mediados de mes y ya había agotado su cupo. Como director del Balliol College, de la Universidad de Oxford, le asignaban la cantidad que se consideraba suficiente para la mayoría de los clérigos, teniendo en cuenta que trabajaban de día y dormían de noche. Pero Wycliffe apenas dormía en las horas nocturnas. Su firme determinación lo sacaba de la cama temprano y lo mantenía alejado de ella hasta muy tarde.
El resplandor anaranjado del brasero de carbón no lograba disipar las sombras del crepúsculo, cada vez más densas en los rincones de sus espartanos aposentos. La vela chisporroteaba y parpadeaba. La muchacha no tardaría en llegar. La enviaría a la cerería, pagando de su propio bolsillo. No quería llamar la atención sobre su trabajo mendigando más velas al administrador o pidiéndolas prestadas a sus colegas.
Al menos, el retraso de la criada le concedía un muy necesario descanso. Tenía agarrotada la mano de sostener las plumas. Le dolía la cabeza de forzar la vista en la tenue luz, y estaba todo entumecido después de tantas horas inclinado sobre su escritorio. Hasta el espíritu se le había agotado. Como siempre cuando le sobrevenía el cansancio, empezó a poner en duda su misión. ¿Podía ser el orgullo, la arrogancia intelectual, y no Dios, lo que lo impulsaba a realizar una tarea tan colosal? ¿O eran simplemente las intrigas del duque de Lancaster las que lo habían empujado a recorrer ese arriesgado camino? El duque estaba a punto de hacerse con un reino y no sentía el menor deseo de compartir su riqueza con una Iglesia avariciosa. Pero aceptar el mecenazgo de semejante hombre no constituía ningún pecado, razonó Wycliffe, no cuando juntos podían acabar con la tiranía de sacerdotes, obispos y arzobispos. Juan de Gante, el duque de Lancaster, lo haría en beneficio propio; pero John Wycliffe lo haría para salvar el alma de Inglaterra.
La muerte del rey Eduardo había sido una bendición, a pesar de los conflictos políticos surgidos entre los tíos del nuevo rey, aún menor de edad. Un exceso de lascivia se había arremolinado en tomo a Eduardo y la mancha del pecado corrompía su corte. Tenía trato con su amante, Alice Perrers, sin el menor recato; corría el rumor de que era una mujer de gran belleza, pero Wycliffe la consideraba un instrumento del demonio. ¿Qué artes de hechicería había practicado esa bruja maquinadora para conquistar el alma del rey? Al menos, con la muerte de Eduardo, Alice Perrers había tenido que abandonar el albañal que fue la corte. Ahora Juan de Gante era regente. Y Juan de Gante estaba de su lado.
De momento.
Wycliffe apartó la silla del escritorio. Se acercó a la ventana que daba a Oxford. Abajo se oyeron las voces de los parranderos, estudiantes que, pese a llevar ya demasiada cerveza en el cuerpo, iban todavía a por más. Wycliffe no se explicaba de dónde sacaban el dinero para ese suministro inagotable. Suponía que bebían la más barata, los últimos restos, aunque se necesitaba más de lo que cabría en el estómago de un hombre obeso para producir semejante exceso de euforia. Por un momento casi envidió su inocencia, su licenciosa alegría, su extraña falta de voluntad.
La chica debía de estar al llegar. Ya llevaba una hora de retraso. Se dio cuenta por el color añil oscuro reflejado en la ventana: una ventana con cristal para honrar su cargo. En ese rato habría podido traducir dos páginas enteras de la Vulgata: dos páginas más para añadir al paquete que saldría hacia East Anglia al día siguiente. Estaba satisfecho con el trabajo del iluminador. Sin pecar de recargado, era hermoso, digno del texto. Cuánto detestaba aquellas grotescas ornamentaciones profanas insertadas por diversión en los márgenes —bestias, aves y bufones—, los colores ostentosos, la exuberancia del gremio de París. Además, este iluminador cobraba menos que los maestros parisinos y, según el duque, podía confiarse en su discreción.
Abajo se oyeron voces, risas, el fragmento de una canción, pero se apagaron gradualmente. Sin duda la muchacha no tardaría en llegar. Esa noche debía seguir traduciendo. Iba por la mitad del Evangelio según san Juan. Las sombras se agitaban en la habitación. Se le cerraban los ojos.
Jesús se había enfrentado a los sacerdotes del templo. Wycliffe podía enfrentarse a un papa. O a dos.
En el brasero, las ascuas de carbón se reacomodaron, susurrándole: «Las almas perecen mientras tú pierdes el tiempo». Se adormiló ante las brasas resplandecientes.
Joan sabía que llegaba tarde mientras corría escaleras arriba hacia los aposentos de maese Wycliffe. Esperaba que estuviese tan absorto en su texto que no se diera cuenta, pero no había visto la luz de la vela desde la ventana. A veces apenas se percataba de su presencia mientras ella recogía la ropa sucia, barría el suelo, vaciaba el orinal. Pero con su mala suerte seguro que ese día precisamente lo encontraba de un humor extraño, como ocurría a veces, y le preguntaba por su familia, qué hacían los domingos, si alguno de ellos sabía leer...
No era que le molestase su curiosidad —pese a sus modales abruptos tenía una mirada bondadosa, y cuando la llamaba «niña» le recordaba a su padre, muerto el año anterior—, pero en ese momento no deseaba hablar con él. Estaba segura de que no podría contener el llanto. Además, él no aprobaría aquello, pensó, toqueteando la reliquia. La llevaba colgada de una cinta prendida del cordel de cáñamo que le ceñía la cintura como un rosario.
Se alisó el pelo suelto bajo la raída gorra de hilo, respiró hondo y llamó suavemente a la puerta de roble. Al no oír respuesta, volvió a golpear, esta vez más fuerte, y se aclaró la garganta.
—Maese Wycliffe, soy yo, Joan. Vengo a limpiar vuestra habitación.
Probó con el picaporte de la puerta y, al ver que no estaba atrancada, la abrió un poco.
—¿Maese Wycliffe?
En la penumbra interior, él dijo con brusquedad:
—Pasa, niña. Llegas tarde. Perdemos tiempo.
—Lo siento, maese Wycliffe. Pero ha sido por mi madre. Es que está muy enferma. y sólo estoy yo para ocuparme de los pequeños.
Él la observó ir de un lado a otro de la habitación encendiendo las velas provisionales de médula de junco, cuyas llamas parpadearon mientras abría la ventana y tiraba el contenido del orinal. Recogió la ropa sucia e hizo un fardo, consciente de la mirada de su señor sobre ella. Nunca tocaba los papeles del escritorio. Eso lo había aprendido por el camino difícil.
—¿Os pongo una vela nueva, señor?
—No, no me quedan más. Por eso te estaba esperando, para que fueras a comprar.
—Disculpadme. Iré ahora mismo.
Joan confiaba en que no informase de su retraso. Sabía Dios cuándo se recuperaría su madre lo suficiente para seguir con su trabajo de sirvienta. Wycliffe, sentado ante la ventana, se volvió hacia ella y levantó la mano para detenerla.
—¿Dices que tu madre está enferma?
—Tiene mucha fiebre. —Contuvo las lágrimas e, incapaz de reprimirse, reconoció—: He ido a la iglesia de Santa Ana para pedirle al sacerdote que rece por ella.
Wycliffe apretó los labios, que formaron una tensa línea por encima del vello gris de su barba.
—Las oraciones del sacerdote no sirven más que las tuyas. Puede que incluso sirvan menos. Es posible que las tuyas procedan de un corazón más puro.
Levantándose, se cernió sobre ella, austero con su sencilla túnica y su gorro de lana, tan estrecho que apenas le cubría el pelo cano que le caía sobre los hombros y se confundía con la barba.
—¿Qué es eso que llevas colgado del cinturón? —preguntó.
—¿Del cinturón, señor?
—Debajo del brazo. Eso que llama la atención precisamente porque intentas ocultarlo.
—¿Esto, señor? —Cogió el objeto en cuestión. Sintió que le ardía la cara. ¿Por qué la mirada penetrante de Wycliffe le despertaba dudas acerca de algo que hacía menos de una hora le había parecido correcto?—. Es una reliquia sagrada —contestó, agachando la cabeza— Un hueso del dedo de santa Ana. Debo sostenerlo mientras rezo el padre nuestro. Me lo ha dado el cura.
—Ya veo. ¿Y tú qué le has dado a él?
—Una moneda de seis peniques, maese Wycliffe.
—Una moneda de seis peniques... —repitió él con un suspiro, asintiendo con la cabeza, y añadió—: Una moneda de seis peniques de tu sueldo. —Tendió la mano— ¿Me permites ver esa reliquia «sagrada»?
Joan desató torpemente la cinta prendida de su cinturón y le entregó la reliquia. Él la examinó, frotándola entre el pulgar y el índice.
—Es muy blando para ser un hueso —comentó.
—El sacerdote ha dicho que eso se debe a la dulzura de santa Ana.
Wycliffe lo sopesó. La cinta escarlata caía como sangre entre sus dedos.
—Es cartílago de cerdo. No beneficiará en nada a tu madre enferma.
—¿Cartílago? —A Joan se le trabó la lengua al pronunciar esa palabra desconocida para ella.
—Ternilla. Es lo que forma la oreja, la cola o el hocico de un cerdo.
¿Ternilla? ¿El sacerdote le había dado una oreja de cerdo para ayudarla en sus oraciones? Le había dicho que se lo dejaba muy barato por caridad cristiana, que le habría costado mucho más. ¿Ternilla de cerdo para su madre? No pudo contener las lágrimas, que habían estado acumulándose en su interior todo el día.
Y ahora, ¿qué podía hacer?
Él le dio su pañuelo limpio y planchado, un pañuelo que ella reconoció de la colada de la semana anterior.
—Escúchame bien, niña. No necesitas la reliquia de una santa. No necesitas un sacerdote. Tú misma puedes rezar por tu madre. Tú misma puedes confesar tus pecados directamente a Dios. Tú misma puedes rezar por tu madre en nombre del Señor. Nuestro Padre que está en los cielos te escuchará si tu corazón es puro. Y luego, después de haber rezado, vete al boticario y compra un remedio para curarle la fiebre.