Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
La priora volvía a hablar. Finn intentó concentrarse en lo que decía. Ella era su último contacto con Kathryn.
—¿Encontrasteis a alguien más con vida en la casa? —preguntó ella.
—En ese infierno no podía sobrevivir nadie. El techo se había derrumbado. La casa había quedado reducida a cenizas humeantes.
La priora se santiguó.
—O sea que no habéis encontrado a vuestra nieta. Lo siento, pero es posible que no esté todo perdido. Lady Kathryn dijo antes de..., anoche me pidió que os dijera que buscarais a la niña entre los arrendatarios de Blackingham.
Un pequeño rayo de esperanza le traspasó el corazón. —Dijo que creía que la niña seguía viva. Se la dio a una fregona para que la escondiera. Lady Kathryn me pidió que os dijera que Jasmine estaría esperando que su abuelo fuera a buscarla.
—¿Eso es todo? ¿No dijo nada más?
—Me temo que no. Estaba muy débil.
¿Qué criada? Intentó recordar a la fregona de la cocina. ¿Era aquella chica tan callada que había ido a la prisión con Kathryn y el bebé?
—Ahora que me acuerdo, hay otra cosa. Cuando firmó la donación le pregunté si tenía herederos.
—Sí que los tiene, dos hijos. Aunque no los he visto. Al parecer, cuando la atacaron no había nadie para defender Blackingham.
—Dice que sus hijos han muerto. Le pregunté cómo podía estar tan segura y ella contestó que esas cosas una madre las sabe. Oficiaremos misas por sus almas.
—Había otra sirvienta fiel que pudo haber muerto en el fuego. Era una buena mujer; creo que Kathryn también habría querido una misa por su alma.
—Acataremos los deseos de lady Kathryn —dijo la priora, levantándose—. Podéis quedaros en la casa de huéspedes cuanto queráis, maese Finn. Rezaré para que encontréis a vuestra nieta y para que la paz del Señor sea con vos.
Aunque amable, era una clara despedida. Finn se puso también en pie. Le dio las gracias por su interés e hizo ademán de irse, pero de pronto se volvió. Se llevó la mano bajo la camisa y se quitó un colgante que llevaba alrededor del cuello en un cordón de cuero.
—Madre, ¿podéis ponerle esto en la mano, enterrarlo con ella? Me lo dio una vez una mujer santa. Como una especie de promesa, una prueba de fe. No tengo ningún otro recuerdo para dejarle.
—No se me ocurre mejor talismán para dejar a un ser querido que uno que se lleve cerca del corazón. Eso es mejor que el oro.
La maciza puerta de roble que daba al priorato se cerró ruidosamente tras él con la irrevocabilidad de una piedra al colocarse a la entrada de una tumba. El sol forcejeaba por atravesar la neblina matinal en el aire ya impregnado del calor de junio. A lo lejos, la clamorosa llamada de un avetoro que anidaba entre los juncos sonó como una sirena amortiguada.
Finn se pasó horas buscando. Fue a ver a todos los arrendatarios, miró en todas las chozas de los tejedores entre Blackingham y Aylsham. Ninguna madre había visto a ninguna niña salvo a sus propias hijas, aseguraron todas con ojos asustados, abrazando a los pequeños que se cogían a sus faldas mientras hablaban con él. Si alguna de ellas hubiese visto a su nieta, ¿la habría entregado o la escondería por temor a las represalias? El veía preocupación en sus miradas; algunas parecían adivinar que esta vez sus hombres se habían propasado. Sedientas de noticias, un par le hicieron preguntas. ¿Sabía si era verdad que los soldados del obispo estaban exterminando a los rebeldes? ¿Sabía si el rey había concedido una amnistía?
Finn contestaba siempre de manera cortante. Se sentía demasiado aturdido para que aquello le importase. Su caballo estaba casi tan cansado como él, pero no se veía capaz de volver a la casa de huéspedes del priorato. Kathryn se encontraba demasiado cerca, dormida en su mortaja. Podía cabalgar hasta el puerto de Yarmouth y embarcar rumbo a Flandes; allí hasta un artista indigente podía apañárselas. O bien podía volver a su celda, a sus tarros de pintura, y ponerse a la merced del obispo.
Quizá tenía suerte y Despenser ni siquiera se enteraba de que se había fugado. La priora había dicho que el obispo estaba en Cambridge sofocando la rebelión. Por lo que él recordaba, que un eclesiástico se ciñera la espada era un hecho sin precedentes, pero por alguna razón no le sorprendió. Se estremeció al pensar en las inacabables partidas de ajedrez, los futuros encargos de pinturas que no se sentía con ánimos de acometer. Envejecería y se debilitaría en aquella celda como un ermitaño. Con los años empezaría a fallarle la vista, y cuando ya no tuviera ninguna utilidad para el obispo, ¿qué sería de él? ¿Lo echarían a la calle a mendigar o lo ejecutarían por un crimen ya olvidado hacía tiempo? En cualquier caso, le traía sin cuidado.
Al final, dirigió el caballo otra vez hacia Norwich, al único hogar que había conocido en los últimos dos años.
Anochecía. Finn recordaba una taberna en los aledaños de la ciudad. Tenía mucha sed y estaba sin blanca, pero ¿qué tabernera no intercambiaría una pinta por un retrato halagador? Apenas se fijó en un pequeño grupo que se dirigía hacia él: una mujer y dos niños. Uno de los niños le hacía señas con agitación. ¿O se las hacía a su caballo? Se acordó de que montaba la yegua del capitán muerto; más le valía evitarlos. Espoleó el caballo y desvió la mirada.
Y en ese momento oyó su nombre.
—¡Finn, por favor, Finn!
Detuvo el caballo y miró. Había confundido al enano con un niño. Era su viejo amigo y una joven. Y una niña.
—Gracias a Dios eres tú, Finn. No me lo podía creer, temía que hubieras muerto. No sabes qué susto me llevé cuando me enteré de que los rebeldes habían atacado la prisión y matado al capitán. Nos íbamos al pantano, Magda, yo y la niña. Habíamos perdido la esperanza de encontrarte. Gracias a Dios te has parado, Finn, gracias a Dios.
Pero él no lo escuchaba. Miraba a la niña rubia que se movía inquieta en brazos de la muchacha. Era Jasmine, era su nieta. Le temblaron los brazos por el deseo de cogerla, pero no podía moverlos, sólo podía mirarla desde su caballo. Ella le devolvía la mirada con sus ojos azul lavanda, los ojos de Colin. Tenía una boca bonita, ancha y en forma de lazo, la boca de Kathryn. Su suave piel de bebé era más de color crema que rosada. Como Rose, como Rebekka. Le dolía mirarla y, sin embargo, no podía apartar los ojos.
—Mi Magda salvó a la niña del fuego. La escondió en el árbol de las abejas.
—¿Tu Magda?
—Sí, mía. Ha aceptado casarse conmigo. —De pronto el tono de arrogancia se desvaneció de la voz de Medio Tom, como si supiera que no estaba bien exhibir su felicidad tan cerca del dolor de Finn—. Como la señora ha..., como la señora ya no la necesita...
—¿Y la niña?
—Creíamos que debías saberlo. —El enano se sonrojó.
Finn no contestó.
—O sea, quiero decir, dicen que quieres..., bueno, que a lo mejor querías, que como...
—Has oído bien, es mi nieta. Y no has podido hacerme mayor favor que entregármela. —Se volvió hacia la muchacha— y tú, Magda, también, al salvarla.
La muchacha hizo una tímida reverencia pero no dijo nada.
Miró a Medio Tom.
—Soy un pobre preso —prosiguió Finn—. No tengo nada salvo la ropa que llevo puesta, pero si puedo hacer algo para pagaros...
—Hemos liquidado una vieja deuda, y bien que me alegro de habérmela quitado de encima.
El enano señaló con la cabeza la cabaña de piedra, que no estaba muy lejos de allí. En ese momento, Finn reconoció el lugar. La primera vez que vio a Medio Tom, la niña herida y la cerda muerta estaban sólo a unas pocas yardas de donde se encontraban. Qué aplomo el suyo por aquel entonces: supo lo que había que hacer, gritó órdenes, cabalgó velozmente, con la niña herida en sus brazos, a la ciudad en un caballo prestado. Pero la niña había muerto. Y Rose. Y Kathryn. Aquél era otro hombre, aquello había sucedido hacía una eternidad. Miró a la niña rubia.
Ella le tendió los brazos. Finn no podía cogerla; la había buscado desesperadamente, pero no había pensado en nada más allá del momento del encuentro.
Medio Tom miró a Magda, que le devolvió la mirada y asintió.
—Finn, si quieres nos quedaremos con la niña y cuidaremos de ella. Sólo creíamos que...
La niña se estiró hacia la cabeza del caballo, intentando coger el brillante metal de la brida, y Finn vio que junto a la cruz de plata también ella llevaba una avellana colgada de un cordón. Casi oyó la voz de Julián que le hablaba con ternura mientras cogía del cuenco de madera sobre su escritorio la avellana —igual que la que Finn le había dado a Kathryn— y se la entregaba. «Dura y durará siempre, pues Dios la ama.» Ella se había mostrado tan segura de ese amor divino, tan segura de que el Creador amaba la creación que sostenía con la palma de la mano. Finn también había querido creer en ese amor, pero la anacoreta vivía encerrada, fuera de aquel mundo, lejos del dolor, la pena, la calumnia y el sufrimiento de los inocentes, sin más compañía que la de su amor puro. No veía el mundo donde él vivía, y que a él le impedía sentir ese amor del que ella hablaba.
No podía sentirlo ahora, pero lo había visto. Lo había visto en el sacrificio de Kathryn por sus hijos, en el amor de Rebekka por Rose. Y se acordaba, se acordaba de cómo había sentido ese mismo amor por su hija. Pero ¿cómo podía el recuerdo de ese amor abrirse paso a través del aturdimiento que sentía en ese momento? ¿Cómo podía él, sin dinero y prófugo de la justicia, ocuparse de una niña?
—¿Finn? —preguntó Medio Tom mirándolo—. Pronto se hará de noche.
Finn tendió las manos hacia la niña. Ella se dejó coger de buena gana, se acomodó junto a él y acarició la cabeza del caballo.
—Caballito.
El caballo cansado piafó como si la caricia de la niña le hubiera devuelto la energía.
—No tengo nada para ella. No tengo dinero para comprarle comida, ni siquiera tela para confeccionarle pañales.
Magda sonrió.
—Señor, es lista. Os avisará cuando tenga que hacer sus necesidades. Os tirará de la manga.
«Me tirará de la manga.» Finn se sintió como si le hubieran tendido una trampa. Una trampa tendida por la Madre Cristo de Julián. ¿Cómo podía devolverla, renunciar a su ligero peso, devolver a esa hija de Rose, hija de su amada Rebekka, nieta de Kathryn? Su nieta. Su niña.
Magda metió la mano en su bolsa y sacó un pequeño paquete envuelto en tela.
—Le he traído ropa de la casa de mi madre. No es buena, pero está limpia.
Le dio el fardo. Finn vio que se le empañaban los ojos. Ella también conocía ese amor de madre a pesar de que aún no había tenido un hijo.
—Toma, coge esto. —Medio Tom, con voz ronca por la emoción, le tendió una bolsa con unas monedas— No es mucho, pero bastará para una comida o dos.
Pero Finn pensaba ya en una estrategia.
—Quédatelo, Tom, lo necesitarás para tu novia. Ya estoy demasiado en deuda contigo. Puedo vender el caballo en Yarmouth; con eso reuniré unas quince libras, dinero de sobra para un pasaje a Flandes, papel, plumas y comida para los dos.
—Caballito —repitió Jasmine.
Miró a Finn y después a Magda, a punto de hacer un puchero, y tendió las manos para volver con la muchacha. Ésta le dio unas palmaditas y le susurró algo al oído. Finn no la oyó, pero la niña asintió, conteniendo las lágrimas valientemente. Dejó escapar un suave gimoteo.
—Toma, mira lo que he hecho para ti —dijo Magda levantando la voz para que Finn la oyera.
Puso una tosca muñeca de trapo en brazos de la niña. Esta jugó un momento con ella antes de apoyar la cabeza en el pecho de Finn.
—No llegarás a Yarmouth esta noche, Finn —advirtió el enano—, será mejor que pases por Santa Fe.
Finn sentía el peso de la niña contra él, re confortándolo de una manera extraña. «Haré que todo acabe bien. Haré que todo lo que no está bien acabe bien, y lo veréis», había dicho Kathryn.
¿Finn lo notó? Lo único que vio fue a la niña adormilándose con la cabeza apoyada en su pecho. Lo único que sintió fue el peso de su dolor. Se sentía demasiado débil para elegir, la niña lo había hecho en su lugar.
Finn dirigió el caballo hacia Yarmouth.
A sus espaldas, le pareció oír a Magda contener un gemido, pero cuando se volvió, ella se despedía con la mano valientemente y le sonreía. Medio Tom la rodeaba con el brazo.
Recortándose contra la luz del sol poniente, el enano parecía un hombre mucho más alto.
Kahryn despertó poco a poco, saliendo del sueño en que Finn la llevaba en brazos, con el rostro junto al suyo, y su mirada no era ya fría e implacable. En el sueño, Finn cargaba con ella sin el menor esfuerzo, como si su cuerpo fuera de aire.
En el sueño no sentía dolor.
Pero ahora Finn se había ido. ¿Acaso no era así? ¿Estaba a salvo con la niña? Finn se había ido, a menos que eso también lo hubiera soñado, y el dolor había vuelto, pero no era insoportable.
Sentía una presión en el cuero cabelludo y le dolía la mano izquierda con una sensación de tirantez. Un doloroso escozor le recorría el cuello hasta la cara, produciéndole una sensación de hormigueo y picor. Tocó con los dedos una venda bajo el pómulo, donde estaba la zona más afectada por la quemadura. Hizo una mueca de dolor y dejó escapar un leve gemido.
Agnes se agachó a su lado y la riñó.
—No, no os toquéis la cara. —Acercó una taza a los labios de Kathryn—. Tomad, bebed esto; es vino con leche de semillas de amapola. Os aliviará el dolor.
Kathryn lo apartó.
— También me embotará los sentidos. —Las palabras le sonaron torpes en sus labios— El dolor es soportable. Si he de vivir, tendré que hacerlo en este mundo, no en la bruma de los sueños.
Agnes dejó la taza en un arcón junto a la cama, no mayor que un camastro, pero blanda con su colchón de plumas. Kathryn se recostó, ligeramente incorporada sobre las almohadas. Por lo visto no se había quemado la espalda. Intentó desplazar el peso del cuerpo, y sólo sintió dolor en el costado izquierdo.
La habitación se asemejaba a una celda y la luz entraba por una ventana que daba al este, lastimándole los ojos.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el priorato de Santa Fe. Vine aquí hace dos semanas, como me ordenasteis. —Agnes vaciló un momento— Os trajo el iluminador. —El tono escondía una acusación que prefirió no expresar.
Así que la había llevado Finn, pensó Kathryn. Al menos eso no era un sueño. ¿Y el perdón que había visto en sus ojos?