Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Su esposa corrió al vestíbulo y Nikanor Ivánovich, con un cucharón en las manos, empezó a sacar el hueso con una raja a lo largo, en el mismo momento en que entraban en la habitación dos ciudadanos, y con ellos, Pelagia Antónovna, muy pálida. Al verlos, Nikanor Ivánovich palideció. Se levantó.
—¿Dónde está el retrete? —preguntó con aire preocupado uno que llevaba camisa blanca. Algo golpeó la mesa del comedor y produjo una detonación: era el cucharón que había caído sobre el hule.
—Por aquí, por aquí —dijo rápidamente Pelagia Antónovna.
Los recién llegados la siguieron ligeros al pasillo.
—¿Pero qué pasa? —preguntó en voz baja Nikanor Ivánovich, siguiendo a su vez a los ciudadanos—. En nuestra casa no pueden encontrar nada... Por favor..., me permiten sus documentos...
Uno de ellos le mostró el suyo, sin pararse, mientras que el otro estaba ya en el retrete, encima de una banqueta, buscando con la mano en el tubo de ventilación. Nikanor Ivánovich apenas veía. Descubrieron el paquete, que no contenía rublos, sino unos billetes desconocidos, azules o verdes, con la efigie de un viejo. Nikanor Ivánovich no pudo verlos con claridad; una nube, unas manchas, le cegaban.
—Dólares en la ventilación... —dijo pensativo uno de los ciudadanos, y preguntó a Nikanor Ivánovich con voz suave y amable—: ¿Es suyo este envoltorio?
—¡No! —respondió Nikanor Ivánovich con voz terrible—. ¡Lo han puesto aquí enemigos!
—Sí, eso suele pasar —afirmaba uno, y añadió de nuevo con voz suave—: Bueno, hay que entregar el resto.
—¡No tengo!, ¡les juro que es la primera vez que los veo! —gritó el presidente lleno de desesperación.
Se precipitó hacia la cómoda, abrió nerviosamente un cajón del que sacó su cartera, mientras gritaba incoherente:
—¡Tengo aquí el contrato... Ese sinvergüenza del intérprete... Koróviev..., con impertinentes!
Abrió la cartera, echó una ojeada dentro, metió la mano... y su rostro adquirió una tonalidad azul; la dejó caer en el «borsh». En la cartera no había nada, ni la carta de Stiopa, ni el contrato, ni el pasaporte del extranjero, ni dinero, ni el vale. En una palabra: nada; bueno, sí, allí estaba la cinta métrica.
—¡Camaradas! —gritaba el presidente frenético—. ¡Hay que detenerles! ¡El diablo está en esta casa!
Quién sabe lo que pasó por la cabeza de Pelagia Antónovna, que juntando las manos y con expresión de asombro, gritó:
—¡Confiésalo todo, Nikanor, lo tendrán en cuenta!
Los ojos rojos de ira, Nikanor Ivánovich levantó los puños cerrados sobre la cabeza de su mujer, lanzando un tremendo alarido:
—¡Maldita imbécil!
Después, casi sin fuerzas, se deslizó sobre una silla, decidido probablemente a afrontar lo irremediable.
Y mientras esto sucedía, Timoféi Kondrátievich Kvastsov estaba en el descansillo de la escalera, junto a la puerta del piso del presidente, con el oído o con el ojo pegados al agujero de la cerradura, sin poder dominar su curiosidad.
Cinco minutos después, los inquilinos que estaban en el patio vieron cómo el presidente, acompañado por dos individuos, salía en dirección a la verja de la casa.
Contaban que Nikanor Ivánovich tenía la cara descompuesta, que andaba dando tumbos como si estuviera borracho y que iba murmurando algo entre dientes.
Y una hora más tarde, un ciudadano desconocido entraba en el piso número 11, donde precisamente en ese momento Timoféi Kondrátievich, lleno de satisfacción relataba a otros vecinos cómo se habían llevado al presidente. El desconocido le hizo una seña con el dedo, para que fuera de la cocina al vestíbulo, le dijo algo y desaparecieron los dos.
Mientras sobre Nikanor Ivánovich caía aquella desgracia, también en la Sadóvaya, y bastante cerca del inmueble número 302 bis, Rimski, director de finanzas del Varietés, estaba en su despacho acompañado por Varenuja, el administrador.
El despacho estaba situado en la segunda planta del edificio. Dos de las ventanas del amplio despacho daban a la calle y una tercera, a espaldas del director, al parque de verano del Varietés, en el que había un bar con refrescos, el tiro y un escenario al aire libre. Decoraban la estancia, además del escritorio, unos viejos carteles murales colgados en la pared, una mesa pequeña con un jarro de agua, cuatro sillones y una antigua maqueta llena de polvo, que debió de ser para alguna revista. Y había, como es lógico, una caja fuerte, de tamaño mediano, desconchada y vieja, colocada junto a la mesa, a mano izquierda de Rimski.
Rimski, que llevaba sentado a su mesa toda la mañana, estaba de mal humor; Varenuja, por el contrario, se encontraba animoso, con viva actividad. Pero no era capaz de dar salida a su energía.
En los días de cambio de programa, Varenuja se refugiaba en el despacho del director de finanzas, huyendo de los que le amargaban la vida pidiéndole pases. Éste era uno de esos días. En cuanto sonaba el timbre del teléfono Varenuja descolgaba el auricular y mentía:
—¿Por quién pregunta? ¿Varenuja? No está. Ha salido del teatro.
—Oye, por favor, llama otra vez a Lijodéyev —dijo Rimski irritado.
—Te he dicho que no está. Mandé a Kárpov. No hay nadie en su casa.
—¡Sólo me faltaba oír eso! —refunfuñaba Rimski, haciendo ruido con la máquina de cálculos.
Se abrió la puerta y entró un acomodador, arrastrando un paquete de carteles suplementarios, recién impresos en papel verde con letras rojas. Se leía:
Todos los días desde hoy en el teatro Varietés y fuera de programa
EL PROFESOR VOLAND
Magia negra. Sesiones con la revelación de sus trucos
Varenuja tiró un cartel sobre la maqueta, se apartó para contemplarlo mejor y ordenó después al acomodador que se pegaran todos los ejemplares.
—Ha quedado bien llamativo —indicó Varenuja al salir el acomodador.
—Pues a mí todo este asunto no me hace ninguna gracia —gruñía Rimski, mirando el cartel con enfado a través de sus gafas de concha—. Me sorprende que le hayan dejado representarlo.
—¡Hombre, Grigori Danílovich, no digas eso! Es un paso muy inteligente. El meollo de la cuestión está en la revelación de los trucos.
—No sé, no sé, me parece que no se trata del meollo... Siempre se le ocurren cosas así. Y, por lo menos, nos podía haber presentado al mago ese. ¿Lo conoces tú? ¡De dónde diablos lo habrá sacado!
Pero tampoco Varenuja había tenido la oportunidad de conocer al nigromante. Stiopa había irrumpido el día anterior en el despacho de Rimski («como un loco», según decía el mismo Rimski) con el borrador del contrato, pidiendo que lo pusieran en limpio inmediatamente y que entregaran a Voland el dinero. Pero el mago desapareció y nadie pudo conocerle, a excepción de Stiopa.
Rimski sacó el reloj: ¡las dos y cinco!, comprobó furioso. La verdad es que tenía toda la razón. Lijodéyev había llamado sobre las once, diciendo que llegaría en seguida y no sólo no había venido, sino que, además, había desaparecido.
—Está todo paralizado —casi rugía Rimski, señalando con el dedo un montón de papeles a medio escribir.
—¡Mira que si lo ha atropellado un tranvía como a Berlioz! —decía Varenuja, escuchando las graves, prolongadas y angustiosas señales del teléfono.
—Pues no estaría mal —apenas se oyeron las palabras de Rimski, dichas entre dientes.
En este momento entró en el despacho una mujer, chaqueta de uniforme, gorra, falda negra y alpargatas. Sacó de una bolsita que le colgaba de la cintura un pequeño sobre blanco cuadrado y un cuaderno, y preguntó:
—¿Quién es Varietés? Un telegrama urgentísimo. Firme.
Varenuja hizo un garabato en el cuaderno de la mujer y, en cuanto se cerró la puerta tras ella, abrió el sobrecito cuadrado. Leyó el telegrama; parpadeando, le dio el sobre a Rimski.
El telegrama decía lo siguiente: «yalta moscú varités hoy once y media instrucción criminal apareció moreno pijama sin botas enfermo mental dice ser lijodéyev director varietés telegrafíen instrucción criminal yalta donde esté director lijodéyev.»
—¡Mira por dónde! —exclamó Rimski, y añadió—: ¡Vamos de sorpresa en sorpresa!
—¡Falso Dimitri!
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—dijo Varenuja, y se puso a hablar por teléfono—. ¿Telégrafos? A cuenta del Varietés. Telegrama urgente. ¡Oiga! «Yalta Instrucción Criminal Director Lijodéyev en Moscú Director de Finanzas Rimski.»
Después de la noticia del impostor de Yalta, Varenuja siguió buscando a Stiopa por teléfono; buscó por todas partes y, naturalmente, no le encontró.
Cuando Varenuja, con el teléfono descolgado, pensaba adónde podía llamar, entró de nuevo la mujer que trajera el primer telegrama y le entregó un nuevo sobre. Lo abrió con mucha prisa, y al leer su contenido silbó.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Rimski con gesto nervioso.
Varenuja, sin decir una palabra, le alargó el telegrama y el director de finanzas pudo leer: «suplico crean arrojado yalta hipnosis de voland telegrafíen instrucción criminal confirmación identidad lijodéyev.»
Rimski y Varenuja, las cabezas juntas, releían el telegrama; luego se miraron, sin decir palabra.
—¡Ciudadanos! —se impacientó la mujer—. ¡Firmen, y después pueden estar así, callados, todo el tiempo que quieran! ¡Tengo que llevar los telegramas urgentes!
Varenuja, sin dejar de mirar el telegrama, echó una firma torcida en el cuaderno de la mujer, que rápidamente desapareció.
—¿Pero no has hablado con él a las once y pico? —decía el administrador perplejo.
—¡Pero esto es ridículo! —gritó Rimski con voz aguda—. Haya hablado o no, ¡no puede estar en Yalta! ¡Es de risa!
—Está bebid... —dijo Varenuja.
—¿Quién está bebido? —preguntó Rimski, y de nuevo se quedaron mirándose el uno al otro.
No había duda, el que telegrafiaba desde Yalta era un impostor o un loco. Pero había algo extraño: ¿cómo podía el equívoco personaje de Yalta saber quién era Voland y que había llegado el día antes a Moscú?
—«Hipnosis»... —repetía Varenuja la palabra del telegrama—. ¿Cómo sabe lo de Voland? —parpadeó, y luego exclamó muy decidido—: ¡No! ¡Tonterías!... ¡Tonterías, tonterías!
—¿Dónde diablos se hospeda ese Voland? —preguntó Rimski.
Varenuja se puso en contacto inmediatamente con la Oficina de Turistas extranjeros y Rimski se sorprendió en extremo al saber que se había instalado en casa de Lijodéyev. Marcó el número de éste y durante un buen rato escuchó las señales prolongadas y graves. Se oía también una voz monótona y lúgubre que cantaba: «Las rocas, mi refugio...». Varenuja pensó que había interferencias en la línea y la voz sería del teatro radiofónico.
—En su casa no contesta nadie —dijo colgando el teléfono—. ¿Qué hago? ¿Llamo otra vez?
Apenas pudo terminar, porque en la puerta apareció la cartera de nuevo, y los dos, Rimski y Varenuja, se adelantaron a su encuentro. Esta vez el sobre que sacó de la bolsa no era blanco, sino de un color oscuro.
—Esto empieza a ponerse interesante —dijo Varenuja entre dientes, acompañando con la mirada a la mujer que se iba muy presurosa. Rimski se apoderó del sobre.
Sobre el fondo oscuro de papel fotográfico se veían claramente unas letras negras, manuscritas: «Comprueba mi letra, mi firma, telegrafía confirmación, establecer vigilancia secreta Voland Lijodéyev».
En los veintisiete años de actividad teatral Varenuja había visto bastantes cosas, pero ahora se sentía incapaz de reaccionar, como si un velo siniestro le envolviese el cerebro. Lo que pudo decir fue algo vulgar que no dejaba de ser absurdo:
—¡Pero esto es imposible!
Rimski reaccionó de manera distinta. Se levantó y abriendo la puerta, vociferó al ordenanza, que permanecía sentado en una banqueta.
—¡Que no entre nadie más que los de correos! —y cerró con llave.
Sacó de un cajón un montón de papeles y, cuidadosamente, hizo la comparación de la letra gruesa, inclinada a la izquierda de la fotocopia, con la letra de Stiopa que hallara en algunas resoluciones. Varenuja, apoyado sobre la mesa, exhalaba un cálido vaho sobre la mejilla de Rimski. Comprobó sus firmas, que terminaban en un gancho complicado, y dijo al fin con seguridad:
—Esta letra es la suya.
Y Varenuja repitió como un eco: «La suya».
Observando a Rimski con detención, el administrador notó con asombro el cambio que éste había experimentado. Su delgadez parecía haberse acentuado, incluso daba la impresión de haber envejecido de repente. Tras la montura de sus gafas de concha, la expresión de sus ojos había cambiado, perdiendo su vivacidad habitual. Su fisonomía se había cubierto de un tinte no sólo de angustia, sino también de tristeza.
Varenuja se comportó como cualquier hombre se comporta ante algo insólito. Recorrió el despacho dos veces, alzando los brazos a manera de un crucificado, y bebió un vaso de agua amarillenta de la jarra, antes de exclamar:
—¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!
Rimski, con la mirada perdida a través de la ventana, se concentraba en algún pensamiento. Su situación era realmente difícil. Era necesario hacer algo en seguida, inventar, sin moverse de allí, justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios.
Entornó los ojos imaginándose a Stiopa en pijama y sin botas subiendo a un avión superrápido a eso de las once y media y, a esa misma hora, apareciendo en calcetines en el aeropuerto de Yalta... Pero ¿qué diablos estaba pasando? Puede que no fuera él con quien hablara por la mañana, pero ¡cómo no iba a conocer la voz de Stiopa! Además, ¿quién, sino él podía haberle hablado desde su casa por la mañana? Era él, seguro; el mismo Stiopa que la noche anterior entrara en el despacho, poniéndole nervioso por su falta de formalidad. ¿Cómo iba a marcharse sin decir nada en el teatro? Si hubiera salido en avión la noche anterior, no podía estar en Yalta a mediodía. ¿O sí podía?
—Oye, ¿cuántos kilómetros hay a Yalta? —preguntó Rimski.
Varenuja dejó de correr de un lado a otro y replicó:
—¡También yo lo he pensado! Hay unos mil quinientos kilómetros por tren hasta Sebastopol, ponle otros ochocientos a Yalta. Bueno, por avión serían menos.
—Humm... ¡Por ferrocarril, ni pensarlo! Pero entonces, ¿cómo? ¿En un avión, en un caza? ¿Pero le iban a dejar ir en un caza, sin botas, además? Y ¿para qué? Ni siquiera con botas le hubiesen dejado. Nada, en un avión de caza tampoco. Si decía el telegrama que a las once y media apareció en la Instrucción Criminal y estuvo hablando por teléfono en Moscú... ¡Un momento!... (tenía el reloj frente a él).