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Authors: Mijaíl Bulgákov

El maestro y Margarita (16 page)

BOOK: El maestro y Margarita
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Intentó recordar. ¿Dónde estaban las agujas?... Horror, ¡eran las once y doce minutos cuando habló con Lijodéyev!

Pero ¿qué había pasado? Si suponemos que inmediatamente después de la conversación se había lanzado, literalmente, al aeropuerto y en cinco minutos estaba allí (lo cual era inconcebible), el avión que tenía que haber salido en seguida había cubierto una distancia de más de mil kilómetros en cinco minutos, es decir, ¡a más de doce mil kilómetros por hora! ¡Imposible! Por lo tanto, no está en Yalta.

¿Y qué puede haber sucedido? ¿Hipnosis? No hay hipnosis capaz de trasladar a un hombre a mil kilómetros. Entonces, ¿se imaginará que está en Yalta? Puede que él se lo imagine, pero ¿y la Instrucción Criminal de Yalta? ¿También? No, eso no puede ser. ¿Y los telegramas de Yalta?

La expresión del director de finanzas era realmente de tragedia. Alguien forcejeaba por fuera con el picaporte de la puerta. Se oían los gritos de desesperación del ordenanza:

—¡Que no se puede! ¡No le dejo! ¡Aunque me mate! ¡Tienen una reunión!

Rimski hacía todo lo posible por dominarse. Descolgó el teléfono.

—Por favor, una conferencia con Yalta. ¡Es urgente!

«¡Buena idea!», exclamó Varenuja para sus adentros.

Pero no pudo celebrarse tal conferencia. Rimski colgó el teléfono, mientras decía:

—Está la línea interrumpida, parece que lo han hecho a propósito.

Estaba claro que la avería en la línea le había afectado profundamente, incluso le obligó a pensar. Después de un rato de meditación descolgó el teléfono con una mano y empezó a escribir lo que estaba diciendo:

—Telegrama urgente. Varietés. Sí, Yalta. A la Instrucción Criminal. Sí, texto: «Esta mañana sobre once y media Lijodéyev habló conmigo Moscú stop No vino al trabajo y no lo localizamos por teléfono stop Confirmo letra stop Tomo medidas vigilancia artista stop Director de finanzas Rimski».

«Muy bien», se le ocurrió pensar a Varenuja, pero no llegó a expresárselo a sí mismo, porque por su cabeza se entrecruzó: «Tonterías. No puede estar en Yalta».

Rimski recogió con mucho cuidado todos los telegramas recibidos y la copia del que pusiera él mismo, los metió todos en un sobre, lo cerró, escribió en él unas palabras y dijo, entregándoselo a Varenuja:

—Llévalo tú personalmente, Iván Savélievich. Que aclaren esto.

«Vaya, ¡esto está muy bien», pensó Varenuja, guardando el sobre en su cartera.

Y trató de probar suerte, marcando el número de Stiopa. Oyó algo y empezó a gesticular y a guiñar el ojo misteriosa y alegremente. Rimski estiró el cuerpo.

—¿Puedo hablar con el artista Voland? —preguntó con dulzura Varenuja.

—Está ocupado —se oyó al otro lado una voz tintineante—. ¿De parte de quién?

—Del administrador del Varietés, Varenuja.

—¿Iván Savélievich? —exclamó alguien alegremente—. ¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está?


Merci
—contestó Varenuja sorprendido—. ¿Con quién hablo?

—¡Soy su ayudante, su ayudante e intérprete Koróviev! —cotorreaba el teléfono—. A su disposición, querido Iván Savélievich. Puede disponer de mí con entera confianza. ¿Cómo dice?

—Perdón, pero... ¿Stepán Bogdánovich Lijodéyev no está en casa?

—Lo siento, ¡no está! —gritaba el aparato—, ¡se ha ido!

—¿Me puede decir adónde?

—A dar un paseo en coche por el campo.

—¿Có... cómo?, ¿un... paseo... en coche? ¿Y cuándo vuelve?

—¡Dijo que en cuanto hubiera tomado el aire volvería!

—Bueno... —dijo Varenuja desconcertado—,
merci
... Dígale, por favor, a
monsieur
Voland que su debut es esta tarde, en el tercer acto.

—A sus órdenes. Cómo no. Sin falta. Ahora mismo. Sin duda alguna. Se lo diré —sonaban en el aparato las palabras cortadas.

—Adiós —dijo Varenuja, muy confundido.

—Le ruego admita —decía el teléfono— mis mejores y más calurosos saludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos! ¡Suerte! ¡Felicidad! ¡De todo!

—¡Claro! ¿Qué te había dicho yo? —gritaba el administrador exaltado. Nada de Yalta, ha salido al campo.

—Pues si es verdad —habló el director de finanzas, palideciendo de indignación—, es una verdadera cochinada que no tiene nombre.

El administrador dio un salto y gritó de tal manera que hizo temblar al director.

—¡Ya caigo! En Púshkino
[15]
acaba de abrirse un restaurante que se llama Yalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Está bebido y nos manda telegramas.

—Esto es demasiado —decía Rimski. Le temblaba un carrillo y tenía llamaradas de furia en los ojos—. ¡Va a pagar muy caro este paseo! —y cortó de repente, añadiendo algo indeciso—: ¿Y la Instrucción Criminal?

—¡Tonterías! ¡Cosas suyas! —interrumpió el impulsivo administrador, y preguntó—: ¿Llevo el paquete o no?

—Sin falta —contestó Rimski.

Se abrió de nuevo la puerta dando paso a la misma mujer de antes... «Es ella», pensaba Rimski con angustia. Y los dos se incorporaron adelantándose a su encuentro.

Este telegrama rezaba:

«Gracias confirmación quinientos rublos urgentemente para mí instrucción criminal mañana salgo moscú lijodéyev.»

—Pero... está loco —decía débilmente Varenuja.

Rimski tomó un manojo de llaves, abrió la caja fuerte y, sacando dinero de un cajón, separó quinientos rublos, pulsó el botón del timbre y entregó el dinero al ordenanza con el encargo de que lo depositara en telégrafos.

—Perdona, Grigori Danílovich —Varenuja no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos—, me parece que no hay por qué mandar ese dinero...

—Ya lo devolverán —respondió Rimski en voz baja—. Pero él pagará muy caro esta broma —y añadió, señalando la cartera de Varenuja—: Vete, Iván Savélievich, no pierdas el tiempo.

Varenuja salió corriendo del despacho con la cartera bajo el brazo.

Bajó al primer piso. Había una cola enorme frente a la caja y supo por la cajera que no sobraría ni una entrada, porque el público, después de la edición suplementaria de carteles anunciadores, acudía en masa. Ordenó a la cajera que no pusiera a la venta las mejores treinta entradas de palco y de patio de butaca; salió de la caja disparado, escabullándose entre los pegajosos que solicitaban pases, y entró en su pequeño despacho para coger la gorra. Sonó el teléfono.

—¿Sí? —gritó Varenuja.

—¿Iván Savélievich? —preguntó una voz gangosa y antipática.

—No está en el teatro —empezó a decir Varenuja, pero le interrumpieron en seguida.

—No haga el tonto, Iván Savélievich, escúcheme. Esos telegramas no tiene que llevarlos a ningún sitio y no se los enseñe a nadie.

—¿Quién es? —vociferó Varenuja—. ¡Déjese de bromas, ciudadano! Ahora mismo le van a descubrir. ¿Qué número de teléfono es el suyo?

—Varenuja —respondió la asquerosa voz—, entiendes ruso, ¿verdad? No lleves los telegramas.

—¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? —gritó el administrador frenético—. ¡Ahora verá! ¡Ésta la paga! —gritó amenazador, pero tuvo que callarse, porque nadie le escuchaba.

En el pequeño despacho oscurecía con rapidez. Varenuja corrió fuera, cerró la puerta de un portazo y salió al jardín de verano por una puerta lateral.

Después de aquella llamada tan impertinente, estaba convencido de que se trataba de una broma de mal gusto en la que se entretenía una pandilla de revoltosos y seguro que tenía algo que ver con la desaparición de Lijodéyev. Casi le ahogaba el deseo de descubrir a aquellos sinvergüenzas y, aunque pueda parecer extraño, sentía nacer en su interior un agradable presentimiento. Eso suele pasar. Es la ilusión del hombre que se sabe acreedor de toda la atención por el descubrimiento de algo sensacional.

En el jardín el viento le dio en la cara y se le llenaron los ojos de polvo. Aquella ceguera momentánea parecía una advertencia. En el segundo piso se cerró una ventana bruscamente, faltó muy poco para que se rompieran los cristales. Sobre las copas de los tilos y los arces se oyó un ruido estremecedor. Había oscurecido y la atmósfera era más fresca. Varenuja se restregó los ojos y advirtió que se cernía una tormenta sobre Moscú; un nubarrón con la panza amarillenta se acercaba lentamente. Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.

A pesar de la prisa que tenía, Varenuja quería comprobar, con repentina urgencia, si en el aseo del jardín el electricista había cubierto la bombilla con una red. Corrió hasta el campo de tiro y se encontró entre los espesos matorrales de lilas, donde estaba el pequeño edificio azulado del retrete.

El electricista debía de ser un hombre muy cuidadoso, la bombilla que colgaba del techo del cuarto de aseo de caballeros estaba cubierta con una red metálica, pero, al darse cuenta, incluso en la penumbra que presagiaba la tormenta, de las inscripciones hechas en las paredes con lápiz o carboncillo, el administrador hizo un gesto de contrariedad.

—¡Serán...! —empezó a decir, pero le interrumpió una voz a sus espaldas:

—¿Es usted Iván Savélievich?

Varenuja se estremeció. Se dio la vuelta y vio ante sus ojos a un tipo regordete de estatura media que parecía tener cara de gato.

—Sí, soy yo —contestó Varenuja hostil.

—Muchísimo gusto —respondió con voz chillona el gordo, que seguía pareciéndose a un gato, y, sin explicación previa, levantó la mano y le dio un golpe tal a Varenuja en la oreja, que de la cabeza del administrador saltó la gorra, desapareciendo en el agujero del asiento, sin dejar rastro.

Seguramente por el golpe que asestara el gordo, el retrete se iluminó en un instante con luz temblorosa, y el cielo respondió con un trueno. Se produjo otro resplandor y ante el administrador apareció un sujeto pequeño de hombros atléticos, pelirrojo como el fuego, con una nube en el ojo y un colmillo que le sobresalía de la boca. Este otro, que por lo visto era zurdo, le propinó un golpe en la otra oreja. Sonó otro trueno en respuesta y un chaparrón cayó sobre el tejado de madera del retrete.

—Pero, camara... —susurró el administrador medio loco, y comprendiendo que la palabra «camaradas» no era adecuada para unos tipos que asaltan a un hombre en un retrete público, dijo con voz ronca—: Ciudada... —pensó que tampoco se merecían este nombre y le cayó otro terrible golpe, que no supo de dónde le vino. Empezó a sangrar por la nariz.

—¿Qué llevas en la cartera, parásito? —gritó con voz aguda el que se parecía a un gato—. ¿Telegramas? ¿No te advirtieron por teléfono que no los llevaras a ningún sitio? ¡Claro que te advirtieron!

—Me advirtie... advirti... tieron... —respondió el administrador, ahogándose.

—¡Pero tú has salido corriendo!... ¡Dame esa cartera, cerdo! —gritó el de la voz gangosa que oyera por teléfono, arrancando la cartera de las manos temblorosas de Varenuja.

Los dos cogieron a Varenuja por los brazos, le sacaron a rastras del jardín y corrieron con él por la Sadóvaya.

La tormenta estaba en plena furia, el agua se agolpaba ruidosamente en la boca de las alcantarillas, por todas partes se levantaba un oleaje sucio, burbujeante. Chorreaban los tejados y caía agua de los canalones. Por los patios corrían verdaderos torrentes espumosos. De la Sadóvaya había desaparecido cualquier indicio de vida. Nadie podía salvar a Iván Savélievich. A saltos por las sucias aguas de la riada, iluminados de vez en vez por los relámpagos, los agresores arrastraron al administrador medio muerto y le llevaron en un instante a la casa número 302 bis. Entraron en el patio, pasaron al lado de dos mujeres descalzas, que estaban arrimadas a la pared con los zapatos y las medias en la mano. Se metieron precipitadamente en el portal y, casi en volandas, subieron a Varenuja, que ya estaba próximo a la locura, al quinto piso, y allí lo dejaron en el suelo, en el siniestro vestíbulo del apartamento de Lijodéyev.

Los maleantes desaparecieron y en su lugar surgió una joven desnuda, pelirroja, con los ojos fosforescentes.

Varenuja sintió que esto era lo peor de todo lo ocurrido. Retrocedió hacia la pared. La joven se le acercó poniéndole las manos en los hombros. A Varenuja se le erizó el cabello. A través de su camisa empapada y fría, sintió que aquellas manos lo eran aún más, eran gélidas.

—Ven que te dé un beso —dijo ella con dulzura. Varenuja tuvo ante sus ojos las pupilas resplandecientes de la muchacha... Perdió el conocimiento. No sintió el beso.

11
La doble personalidad de Iván

El bosque del otro lado del río, que una hora antes estuviera iluminado por el sol de mayo, era ahora una masa turbia y borrosa, medio disuelta.

Detrás de la ventana había una pared de agua, el cielo se encendía a cada momento con hilos luminosos y la habitación del enfermo se llenaba de luz centelleante, empavorecedora.

Iván, sollozando, miraba al río lleno de burbujas. Gemía a cada trueno y se tapaba la cara con las manos. Las hojas que había escrito estaban tiradas en desorden por el suelo, las había dispersado el golpe de viento que invadiera la habitación antes de la tormenta.

La tentativa de redactar un informe sobre el endemoniado consejero había sido un fracaso. Cuando aquella gordezuela enfermera, que se llamaba Prascovia Fedorovna, le entregó lápiz y papel, Iván se frotó las manos con aire muy resuelto y se apresuró a instalarse junto a la mesilla de noche. Las primeras líneas le salieron con bastante facilidad.

«A las milicias. Iván Nikoláyevich Desamparado, miembro de M
ASSOLIT
, declara que ayer tarde, cuando llegó con el difunto Berlioz a “Los Estanques del Patriarca”»...

Y el poeta se encontró indeciso de repente, sobre todo ante el término «difunto». Desde que empezara a escribir tuvo la sensación de que aquello resultaba un poco absurdo. ¿Cómo iba a ser eso posible: llegó con el difunto? Los muertos no andan. Sí, evidentemente le podían tomar por loco.

Iván Nikoláyevich se puso a corregir lo escrito: «... con M. A. Berlioz, más tarde difunto...». Esto tampoco satisfizo al autor. Intentó una tercera redacción, que resultó mucho peor que las dos primeras:«... con Berlioz, que fue atropellado por un tranvía...». Además, la complicación era mayor, porque el compositor también se llamaba así y al otro parecía no conocerle nadie; tuvo que añadir: «No el compositor».

El problema de los dos Berlioz le dejó agotado. Tachó todo lo escrito y decidió empezar con algo fuerte que llamara de entrada la atención del lector; escribió que el gato había subido al tranvía y luego volvió a la escena de la cabeza cortada. Aquello y las profecías del consejero le trajeron a la memoria a Poncio Pilatos y, para que el documento resultara más convincente, decidió incluir todo el relato sobre el procurador, empezando por su aparición en la columnata del Palacio de Herodes con un manto blanco forrado de rojo sangre.

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