El maestro y Margarita (40 page)

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Authors: Mijaíl Bulgákov

BOOK: El maestro y Margarita
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—¡Estupenda! —cotilleó Koróviev—. ¡Todos han quedado encantados, enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, qué habilidad, qué encanto y qué
charme
!

Voland levantó la copa sin decir una palabra y brindó con Margarita. Ella bebió resignada, pensando que sería el fin. Pero no ocurrió nada malo. Un calor vivo le recorrió el vientre, algo le golpeó suavemente en la nuca, le volvieron las fuerzas, como después de un sueño profundo y tonificador, y sintió además un hambre canina. Al acordarse de que no había comido desde la mañana anterior, sintió todavía más hambre... Atacó el caviar con avidez.

Popota cortó una rodaja de piña, le puso sal y pimienta, se la tomó y después se zampó una copa de vodka con tanta desenvoltura que todos aplaudieron.

Cuando Margarita se bebió la segunda copa, las velas de los candelabros dieron más luz y en la chimenea ardió el fuego con más fuerza. Margarita no tenía la sensación de haber bebido. Mordiendo la carne con sus dientes blancos, saboreaba el jugo, pero sin dejar de mirar a Popota, que untaba de mostaza una ostra.

—Lo que te falta es ponerle un poco de uva encima —dijo Guela en voz baja, dándole un codazo al gato.

—Le ruego que no me dé lecciones —contestó el gato—, ¡con la cantidad de mesas que he recorrido!

—Ah, pero qué gusto de estar cenando así, en familia, junto al fuego... —rechinaba la voz de Koróviev.

—No, Fagot —replicaba el gato—, el baile también tiene su encanto, su importancia.

—No tiene nada de eso, ni encanto ni importancia —replicó Voland—. Además, los rugidos de los tigres del bar y de aquellos osos absurdos por poco me dan dolor de cabeza.

—Como usted diga —dijo el gato—; si sostiene que el baile no tiene ninguna importancia, estoy dispuesto a opinar lo mismo.

—¡Oye, tú! —dijo Voland.

—Es una broma —respondió el gato con humildad—, además, voy a decir que frían a los tigres.

—Los tigres no se comen —replicó Guela.

—¿Usted cree? Pues escúcheme —dijo el gato, y, entornando los ojos de gusto, contó cómo durante diecinueve días estuvo errando por un desierto y lo único que comía era carne de tigre. Todos escucharon con mucha atención la interesante narración, y, cuando Popota terminó, exclamaron a coro:

—¡Mentira!

—Y lo mejor de esta historia es —dijo Voland— que es mentira desde la primera palabra a la última.

—¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? —exclamó el gato, y todos esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda—: Ya nos juzgará la historia.

—Dígame, por favor —se dirigió Margarita a Asaselo, reanimada con el vodka—, ¿no es verdad que usted le pegó un tiro al ex barón?

—Naturalmente —contestó Asaselo—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Había que pegarle un tiro, era necesario.

—¡Me asusté tanto! —exclamó Margarita—. ¡Fue tan inesperado!

—No era nada inesperado —replicó Asaselo, pero Koróviev se echó las manos a la cabeza:

—¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si a mí me temblaron las piernas! ¡Paf! ¡Ras! ¡Y el barón al suelo!

—Por poco me da un ataque de nervios —añadió el gato, relamiendo una cuchara con caviar.

—Hay una cosa que no llego a entender —dijo Margarita, y las luces temblorosas se reflejaban en sus ojos—: ¿No se oían afuera los ruidos y la música del baile?

—Claro que no, majestad —explicó Koróviev—; hay que hacerlo de tal manera que no se oiga. Hay que tener mucho cuidado.

—Sí, sí... Es que el hombre de la escalera..., cuando pasamos Asaselo y yo... y el otro junto al portal..., me parece que estaba vigilando el piso...

—¡Cierto! —gritó Koróviev—. ¡Es cierto, querida Margarita! ¡Ha confirmado mis sospechas! Sí, estaban vigilando nuestro piso. Primero pensé que era un sabio distraído o un enamorado sufriendo en la escalera. ¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí, estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, el del portal, también!

—¿Y si vienen a detenernos? —preguntó Margarita.

—Pues claro que vendrán, mi encantadora reina, ¡cómo no! —contestó Koróviev—. Me dice el corazón que vendrán. No ahora, claro está, pero eso no faltará. Aunque me temo que no habrá nada interesante.

—¡Cómo me puse cuando se cayó el barón! —dijo Margarita, que, por lo visto, seguía pensando en el asesinato que había visto por primera vez en su vida—. ¿Seguramente usted tira muy bien?

—Pues no lo hago mal —respondió Asaselo.

—¿Y a cuántos pasos? —Margarita hizo una pregunta poco clara.

—Depende de dónde se tire —respondió Asaselo razonable—; una cosa es dar con un martillo en la ventana del crítico Latunski y otra cosa darle en el corazón.

—¡En el corazón! —exclamó Margarita, apretándose el suyo—. ¡En el corazón! —repitió con voz sorda.

—¿Quién es ese crítico Latunski? —preguntó Voland, mirando fijamente a Margarita.

Asaselo, Koróviev y Popota bajaron la vista avergonzados y Margarita respondió sonrosándose:

—Es un crítico. Hoy he destruido su piso.

—¡Vamos! ¿Y por qué?


Messere
—explicó Margarita—, ha causado la ruina de un maestro.

—¿Por qué tuvo que tomarse esa molestia usted misma? —preguntó Voland.

—¿Me permite,
messere
? —exclamó contento el gato, levantándose de un salto.

—Anda, quédate ahí —rezongó Asaselo, poniéndose de pie—, ahora voy yo...

—¡No! —gritó Margarita—. ¡No, se lo ruego
messere
, no lo haga!

—Como usted quiera —contestó Voland y Asaselo volvió a sentarse.

—¿De qué estábamos hablando, mi querida reina Margot? —dijo Koróviev—. Ah, sí, el corazón... Da en el corazón —Koróviev señaló con un dedo largo hacia Asaselo—, donde quiera: en cualquier aurícula o ventrículo del corazón.

Margarita tardó en entender, y cuando lo hizo exclamó sorprendida:

—¡Pero si no se ven!

—¡Querida! —seguía Asaselo—. Eso es lo interesante, que estén ocultos. ¡Ahí está el quid del asunto! ¡En un objeto visible puede dar cualquiera!

Koróviev sacó de un cajón el siete de pique y se lo dio a Margarita, pidiéndole que marcara una de las figuras. Margarita marcó la del ángulo superior derecho. Guela escondió la carta bajo la almohada, gritando:

—¡Ya está!

Asaselo, que estaba sentado de espaldas a la almohada, sacó del bolsillo del pantalón una pistola negra automática, apoyó el cañón en su hombro y sin volverse hacia la cama disparó, asustando a Margarita, pero fue un susto entusiasta. Sacaron la carta de debajo de la almohada, estaba agujereada precisamente en la figura que Margarita marcara.

—No me gustaría encontrarme con usted cuando tenga la pistola en la mano —dijo Margarita, mirando con coquetería a Asaselo. Tenía verdadera debilidad por la gente que hacía algo a la perfección.

—Mi preciosa reina —habló Koróviev—, ¡no recomendaría a nadie que se lo encontrara, aunque no lleve pistola! Le doy mi palabra de honor de chantre y de solista de que nadie iría a felicitar al que se lo encontrara.

El gato, que había estado muy taciturno durante el experimento de la pistola, anunció de pronto:

—Me comprometo a batir el récord del siete.

Por toda contestación, Asaselo emitió un rugido ininteligible. Pero el gato se obstinó y exigió dos pistolas. Asaselo sacó otra pistola del bolsillo trasero del pantalón, y, torciendo la boca con desprecio, alargó las dos pistolas al gato fanfarrón.

Hicieron dos señales en la carta. El gato estuvo preparándose mucho tiempo de espaldas a la almohada. Margarita se tapó los oídos con las manos, mirando a una lechuza que dormitaba en la repisa de la chimenea. El gato disparó con las dos pistolas. Guela dio un grito, la lechuza muerta se cayó de la chimenea y se paró el reloj destrozado. Guela, con la mano ensangrentada, agarró al gato por la piel, éste la agarró por los pelos, y los dos, formando una bola, rodaron por el suelo. Una copa cayó de la mesa y se rompió.

—¡Que se lleven a esta loca! —gritaba el gato, defendiéndose de Guela, que se había montado encima de él. Separaron a los dos contrincantes, Koróviev sopló en el dedo de Guela, que se curó inmediatamente.

—No puedo disparar cuando me están atosigando —dijo el gato, tratando de pegarse un enorme mechón de pelo arrancado de la espalda.

—Apuesto a que lo ha hecho adrede —dijo Voland, sonriendo a Margarita—. Tira bastante bien.

El gato y Guela se reconciliaron, dándose un beso. Sacaron la carta de debajo de la almohada. La única señal atravesada era la de Asaselo.

—Imposible —afirmó el gato, mirando la carta al trasluz de las velas.

La alegre cena continuaba. Se corrían las velas de los candelabros, la chimenea expandía por la habitación oleadas de calor seco y oloroso. Después de cenar, Margarita se sentía inmersa en una sensación de bienestar. Miraba cómo las volutas de humo violeta del puro de Asaselo flotaban en dirección a la chimenea y el gato las cazaba con la punta de la espada. No tenía ningún deseo de marcharse, aunque, según sus cálculos, ya era tarde. En efecto, eran cerca de las seis de la mañana.

Aprovechando una pausa, Margarita se dirigió con voz tímida a Voland:

—Me parece que... ya es hora de marcharme...; es tarde...

—¿Y qué prisa tiene? —preguntó Voland amablemente, pero en un tono un poco seco. Los demás no dijeron nada, fingiéndose absortos en los anillos de humo.

—Sí, ya es hora —dijo Margarita, azorada por todo aquello, y se volvió buscando una capa o un mantón. Se avergonzó de pronto de su desnudez. Se levantó de la mesa. Voland, sin decir nada, cogió de la cama su bata usada y sucia; Koróviev se la echó a Margarita por los hombros.

—Gracias,
messere
—dijo Margarita con voz apenas audible, y dirigió a Voland una mirada interrogante. Él respondió con una sonrisa amable e indiferente.

Una oscura congoja envolvió el corazón de Margarita. Se sentía engañada. Por lo visto, nadie pensaba darle ningún premio por su cortesía en el baile ni nadie la retenía. Además, se daba perfecta cuenta de que ahora no tenía adónde ir. La idea de volver a su palacete la llenaba de desesperación ¿Y si ella misma pidiera algo, como se lo había aconsejado Asaselo cuando la convenció en el Jardín Alexándrovski? «¡No, por nada del mundo!», se dijo a sí misma.

—Adiós,
messere
—pronunció en voz alta, pensando: «En cuanto salga de aquí, iré a tirarme al río».

—Siéntese —le ordenó Voland. Margarita cambió de cara y se sentó.

—¿No quiere decirme algo de despedida?

—Nada,
messere
—respondió Margarita con dignidad—, sólo que siempre que lo necesiten estoy dispuesta a hacer todo lo que deseen. No me he cansado nada y lo he pasado muy bien en el baile. Si hubiera durado más tiempo, estaría dispuesta a ofrecer mi rodilla a miles de ahorcados y asesinos para que la besaran —Margarita veía a Voland como a través de una nube; los ojos se le estaban llenando de lágrimas.

—¡Tiene razón! ¡Así se hace! —gritó Voland con voz sonora y terrible—. ¡Así se hace!

—¡Así se hace! —repitió como el eco su séquito.

—La hemos puesto a prueba —dijo Voland—. ¡Nunca pida nada a nadie! Nunca y, sobre todo, nada a los que son más fuertes que usted. Ya se lo propondrán y se lo darán. Siéntese, mujer orgullosa —Voland le quitó de un tirón la pesada bata y Margarita se encontró de nuevo sentada en la cama junto a él—. Bien, Margot —dijo Voland, suavizando su voz—, ¿qué quiere por haber sido hoy la dama de mi baile? ¿Qué quiere por haber estado desnuda toda la noche? ¿En cuánto valora su rodilla? ¿Y los perjuicios que le han causado mis invitados, que acaba de llamar asesinos? ¡Dígalo! Dígalo sin ningún reparo, porque esta vez se lo he propuesto yo mismo.

Margarita sentía el fuerte palpitar de su corazón; suspiró y se puso a pensar.

—¡Bueno, adelante! —la animaba Voland—. ¡Despierte su fantasía, espoléela! Sólo presenciar el asesinato de ese sinvergüenza que era el barón merece un premio, sobre todo siendo mujer. ¿Ya?

A Margarita se le cortó la respiración, y ya estaba dispuesta a decir aquellas palabras secretas e íntimas cuando, de pronto, palideció, apretó los labios y desorbitó los ojos. «¡Frida, Frida, Frida!», le gritó en los oídos una voz insistente, suplicante. «Me llamo Frida.» Y Margarita habló, tropezando en cada palabra:

—¿Entonces... puedo pedirle... una cosa?

—Exigirla, exigirla, mi
donna
—decía Voland con sonrisa de complicidad—; puede exigir una cosa.

Ah, ¡con qué habilidad subrayó Voland, repitiendo las palabras de Margarita, lo de «una cosa»!

Margarita suspiró y dijo:

—Quiero que dejen de ponerle a Frida el pañuelo con el que ahogó a su hijo.

El gato levantó los ojos hacia el cielo, suspiró ruidosamente, pero no dijo nada.

Voland contestó sonriente:

—Teniendo en cuenta que está excluida la posibilidad de que usted haya sido sobornada por esa imbécil de Frida —sería incompatible con su dignidad real—, estoy que no sé qué hacer. Lo único que me queda es reunir muchos trapos y tapar con ellos las rendijas de mi dormitorio.

—¿De qué habla,
messere
? —se sorprendió Margarita al oír estas palabras, poco comprensibles.

—Estoy completamente de acuerdo,
messere
—intervino el gato en la conversación—, con trapos, precisamente con trapos —y el gato, irritado, dio un golpe en la mesa con una pata.

—Hablo de la misericordia —explicó Voland, sin apartar de Margarita su ojo ardiente—. A veces penetra inesperada y pérfida por las rendijas más pequeñas. Por eso hablo de los trapos...

—¡Y yo también hablo de eso! —exclamó el gato, y se apartó por si acaso de Margarita, tapándose las orejas puntiagudas cubiertas de una pomada rosa.

—¡Fuera! —les dijo Voland.

—No he tomado café —contestó el gato—, ¿cómo quiere que me vaya? ¿No dirá,
messere
, que en una noche de fiesta los invitados se dividen en dos categorías? Una de primera y otros, como decía ese triste y roñoso barman, de segunda.

—Calla —le ordenó Voland, y, volviéndose hacia Margarita, le preguntó—: Según tengo entendido, es usted una persona de una bondad excepcional, ¿no es así? ¿No es una persona de gran moralidad?

—No —dijo Margarita con fuerza—; sé que le puedo hablar con toda franqueza y le diré que soy una persona frívola. He intercedido por Frida solamente porque cometí la imprudencia de infundirle esperanzas. Está esperando,
messere
, cree en mi poder. Y si queda defraudada, mi situación va a ser espantosa. No tendré tranquilidad en toda mi vida. No hay nada que hacer, si las cosas se han puesto así.

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