El maestro y Margarita (43 page)

Read El maestro y Margarita Online

Authors: Mijaíl Bulgákov

BOOK: El maestro y Margarita
9.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una hora después, en el sótano de una pequeña casa de Arbat, en la habitación pequeña, que estaba igual que antes de la terrible noche del otoño anterior, y junto a una mesa cubierta de terciopelo, con una lámpara y un florero de muguetes, estaba Margarita, llorando de felicidad y por todo lo que había sufrido. Tenía frente a ella el cuaderno, desfigurado por el fuego, y un montón de cuadernos intactos. La casa estaba en silencio. En el cuarto de al lado dormía el maestro profundamente, tapado con la bata del sanatorio. Su respiración era silenciosa y tranquila.

Harta ya de llorar, Margarita cogió un ejemplar que no había visto el fuego y buscó la parte que releía antes del encuentro con Asaselo bajo las murallas del Kremlin. No tenía sueño. Acariciaba el cuaderno como se acaricia a un gato favorito, le daba vueltas, lo miraba por todos los lados, se paraba en la primera página, luego abría el final. De pronto le atravesó la espantosa idea de que todo había sido arte de magia, que iban a desaparecer los cuadernos, que se encontraría en su dormitorio del palacete y al despertar iría a ahogarse al río. Pero éste fue el último pensamiento aterrorizado, el eco de sus largos días de sufrimiento. Nada desaparecía, el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas, besándolas y releer la frase:

«La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador...»

25
Cómo el procurador intentó salvar a Judas de Kerioth

La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia, descendió un abismo del cielo que cubrió los dioses alados del hipódromo, el Palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares, caravanas, callejuelas, estanques... Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido. Todo se lo había tragado la oscuridad, y en Jershalaím y sus alrededores no quedaba ser viviente que no se hubiera asustado. Una extraña nube había llegado del mar al atardecer del día catorce del mes primaveral Nisán.

Cubrió con su panza el monte Calvario, donde los verdugos se apresuraban a matar a los condenados, se echó sobre el templo de Jershalaím, se arrastró en forma de espumosos torrentes desde el monte hasta cubrir la Ciudad Baja. Entraba por las ventanas, empujaba a las gentes de las torcidas callejuelas a sus casas. No tenía prisa en soltar el agua que llevaba acumulada, pero sí la luz. Cuando el vaho negro y humeante se deshacía en fuego, se alzaba de la oscuridad el bloque inmenso del templo, cubierto de escamas brillantes. Pero al instante se apagaba, y el templo volvía a sumergirse en un oscuro abismo. Aparecía y desaparecía, se hundía, y a cada hundimiento seguía un estruendo de catástrofe.

Temblorosos resplandores sacaban de la oscuridad al palacio de Herodes el Grande, frente al templo, en el monte del Oeste. Impresionantes estatuas de oro, decapitadas, volaban levantando los brazos al cielo. Pero el fuego celestial se escondía y los pesados golpes de los truenos arrojaban a la oscuridad los ídolos dorados.

El chaparrón empezó de repente, cuando ya la tormenta se había convertido en huracán. Allí, junto a un banco de mármol del jardín, donde a una hora próxima al mediodía estuvieran conversando el procurador y el gran sacerdote, un golpe semejante al de un disparo de cañón había roto un ciprés como si se tratara de un bastón. El balcón bajo las columnas se llenaba de rosas arrancadas, hojas de magnolio, pequeñas ramas y arena, mezcladas con el agua y el granizo. El huracán desgarraba el jardín.

En ese momento sólo había un hombre bajo las columnas: el procurador.

Ya no se sentaba en el sillón. Estaba recostado en un triclinio, junto a una mesa baja repleta de manjares y jarras de vino. Había otro lecho vacío al otro lado de la mesa. A los pies del procurador había un charco rojo, como de sangre, y pedazos de una jarra rota. El criado, que antes de la tormenta estuvo poniendo la mesa para el procurador, se había azorado bajo su mirada, temiendo haberle disgustado por alguna razón. El procurador se enfadó, rompió el jarrón contra el suelo de mosaico y le dijo:

—¿Por qué no miras a la cara cuando sirves? ¿Es que has robado algo?

La cara del africano adquirió un tono grisáceo, en sus ojos apareció un terror animal, empezó a temblar y poco faltó para que rompiera otro jarrón, pero la ira del procurador desapareció con la misma rapidez con que había venido. El africano corrió a recoger los restos del jarrón y a limpiar el charco, pero el procurador le despidió con un gesto, y el esclavo saltó corriendo. El charco había quedado ahí.

Durante el huracán el africano se había escondido junto a un nicho en el que había una estatua de mujer blanca y desnuda, con la cabeza inclinada. Tenía miedo de que el procurador le viera y de no acudir a tiempo a su llamada.

El procurador, recostado en el triclinio en la penumbra de la tormenta, se servía vino en un cáliz, bebía con sorbos largos, tocaba el pan de vez en cuando, lo desmenuzaba, comía pequeños trozos, chupaba las ostras, masticaba el limón y bebía de nuevo.

Si el ruido del agua no hubiera sido continuo, si no hubieran existido los truenos que amenazaban con aplastar el tejado del palacio, ni los golpes del granizo sobre los peldaños del balcón, se habría oído murmurar al procurador hablando consigo mismo. Si el temblor inestable del fuego celestial se hubiera convertido en luz continua, un observador habría visto que la cara del procurador, con los ojos hinchados por el insomnio y el vino, expresaba impaciencia; que no miraba sólo a las dos rosas blancas ahogadas en el charco rojo, sino que, una y otra vez, volvía la cabeza hacia el jardín, como quien espera a alguien con ansiedad.

Algo después, el manto de agua empezó a clarear ante los ojos del procurador. El huracán, a pesar de su fuerza, cedía lentamente. Ya no rechinaban las ramas, no se alzaban los resplandores, y los truenos eran menos frecuentes. El cielo de Jershalaím ya no estaba cubierto por una manta violeta de bordes blancos, sino por una vulgar nube gris, de retaguardia. La tormenta marchaba hacia el mar Muerto.

Ahora se podía distinguir el ruido de la lluvia, el del agua, que caía por la gárgola directamente sobre los peldaños de la escalera, por la que bajara de día el procurador para anunciar la sentencia en la plaza. Se oía la fuente, ahogada hasta ahora. Clareaba. En medio del manto gris que corría hacia el Este, aparecieron ventanas azules.

Desde lejos, cubriendo el ruido de la lluvia, débil ya, llegaron a los oídos del procurador sonidos de trompetas y de cientos de pezuñas. El procurador se movió al oírlos y se animó su expresión. El ala volvía del Calvario. A juzgar por lo que se oía, pasaba por la plaza donde la sentencia había sido pronunciada.

Por fin, el procurador escuchó los esperados pasos por la escalera que conducía a la terraza superior del jardín delante del mismo balcón. El procurador estiró el cuello y sus ojos brillaron de alegría.

Entre dos leones de mármol apareció primero una cabeza con capuchón y luego un hombre empapado, con la capa pegada al cuerpo. Era el mismo que cambiara algunas palabras con el procurador en el cuarto oscuro del palacio antes de la sentencia y que, durante la ejecución estuvo sentado en un banco de tres patas jugando con una ramita.

Sin evitar los charcos, el hombre atravesó la terraza del jardín, pisó el suelo de mosaicos del balcón y alzando la mano dijo con voz fuerte y agradable:

—¡Salud y alegría, procurador!

El hombre hablaba en latín.

—¡Dioses! —exclamó Pilatos—. ¡Si está completamente empapado! ¿Qué le ha parecido el huracán? ¿Eh? Le ruego que pase en seguida a mis habitaciones. Cámbiese.

El recién llegado se echó hacia atrás el capuchón, descubriendo la cabeza totalmente mojada, con el pelo pegado a la frente. Con amable sonrisa se negó a cambiarse, asegurando que la lluvia no podía hacerle ningún mal.

—No quiero ni escucharle —respondió Pilatos, y dio una palmada. Así llamó a los criados, que se habían escondido, y les ordenó que se ocuparan del recién llegado y que sirvieran en seguida el plato caliente.

Para secarse el pelo, cambiarse de traje y de calzado y arreglarse, el hombre necesitó muy poco tiempo y pronto apareció en el balcón peinado, vestido con un manto rojo de militar y sandalias secas.

El sol volvió a Jershalaím antes de desaparecer definitivamente en el mar Mediterráneo; enviaba rayos de despedida a la ciudad, odiada por el procurador, cubriendo de luz dorada los peldaños del balcón. La fuente revivió y se puso a cantar con toda su fuerza. Las palomas salieron a la arena, arrullaban saltando por encima de las ramas rotas, picoteando en la arena mojada. Los criados limpiaron el charco rojo y recogieron los restos del jarrón. En la mesa humeaba la carne.

—Estoy dispuesto a escuchar las órdenes del procurador —dijo el hombre acercándose a la mesa.

—Pues no oirá nada hasta que se haya sentado y beba algo —respondió Pilatos con amabilidad, señalando al otro triclinio.

El hombre se recostó. El criado le sirvió un cáliz de vino rojo y espeso.

Otro criado, inclinándose servicial sobre el hombro de Pilatos, llenó la copa del procurador. Pilatos les despidió con un gesto.

Mientras el hombre bebía y comía, el procurador, sorbiendo el vino, miraba a su huésped con los ojos entornados. El visitante de Pilatos era de edad mediana, tenía cara redonda, agradable y limpia, y nariz carnosa. Su pelo era de un color indefinido: ahora, cuando se secaba, parecía más claro. Sería difícil averiguar su nacionalidad. Lo que definía más su persona era la expresión de bondad, aunque turbada de vez en cuando por sus ojos, mejor dicho, por la manera de mirar a su interlocutor. Tenía los ojos pequeños y los párpados algo extraños, como hinchados. Cuando los entornaba, su mirada era picara y benevolente. El huésped de Pilatos debía tener sentido del humor, pero de vez en cuando lo desterraba completamente de su mirada. Entonces abría mucho los ojos y miraba fijamente a su interlocutor, como tratando de descubrir una mancha invisible en la nariz de aquél. Esto duraba sólo un instante, porque volvía a entornar los ojos y de nuevo se traslucía su espíritu pícaro y bondadoso.

El recién llegado no rechazó la segunda copa de vino, sorbió varias ostras sin ocultar su placer, probó la verdura cocida y tomó un trozo de carne. Luego elogió el vino:

—Es una parra excelente, procurador, pero ¿no es «Falerno»?

—Es «Cécubo», de treinta años —respondió el procurador con amabilidad.

El huésped se apretó la mano contra el corazón negándose a tomar nada más, porque, según decía, ya había comido bastante. Pilatos llenó su cáliz y el huésped hizo lo mismo. Los dos comensales echaron un poco de vino en la fuente con carne y el procurador pronunció en voz alta, levantando su copa:

—¡A nuestra salud! ¡A la tuya, César, padre de los romanos!...

Después apuraron el vino y los africanos recogieron la mesa, quitando los manjares y dejando la fruta y los jarrones. De nuevo el procurador despidió a los criados con un movimiento de la mano y quedó solo con su invitado bajo la columnata.

—Bien —dijo Pilatos en voz baja—, ¿cómo están los ánimos en la ciudad?

Instintivamente volvió los ojos hacia abajo, allí donde terminaban de arder columnatas y tejados planos, dorados por los últimos rayos del sol, detrás de las terrazas del jardín.

—Me parece, procurador —respondió el huésped—, que ahora no hay razón para preocuparse.

—Entonces, ¿se puede estar seguro de que no hay peligro de disturbios?

—Se puede estar seguro —respondió el huésped mirando al procurador con simpatía— de una sola cosa en el mundo: del poder del gran César.

—¡Qué los dioses le den una vida muy larga! —se unió Pilatos—, ¡y una paz completa! —estuvo callado un rato y luego siguió—: ¿Cree usted que se puede marchar el ejército?

—Me parece que la cohorte de la legión Fulminante se puede marchar —contestó el huésped y añadió—: Estaría bien que desfilara por la ciudad como despedida.

—Buena idea —aprobó el procurador—. Pasado mañana dejaré que se vaya y me iré yo también, y le juro por el festín de los doce dioses, le juro por los lares, ¡que daría mucho por poder hacerlo hoy mismo!

—¿Al procurador no le gusta Jershalaím? —preguntó el hombre amablemente.

—¡Por favor! —exclamó el procurador, sonriendo—. En la tierra no hay otro lugar más desesperante. No hablo ya del clima, me enfermo cada vez que vengo aquí. Eso es lo de menos... ¡Pero las fiestas!... ¡Los magos, hechiceros, brujos, estas manadas de peregrinos!... ¡Fanáticos, son unos fanáticos! ¿Y qué me dice del Mesías que de pronto se les ocurrió esperar este año? Se está expuesto a presenciar matanza tras matanza... Tener que trasladar a los soldados constantemente, leyendo denuncias y quejas, la mitad de las cuales van dirigidas contra uno mismo. Reconozca que es aburrido. Oh, ¡si no fuera por el servicio del emperador!

—Sí, las fiestas aquí son difíciles —asintió el huésped.

—Deseo con toda mi alma que terminen lo antes posible —añadió Pilatos con energía—. Por fin podré volver a Cesárea. No sé si me creerá, pero esta construcción de pesadilla de Herodes —el procurador hizo un gesto con la mano hacia la columnata, dejando claro que hablaba del palacio— ¡me está volviendo loco! No puedo dormir. ¡El mundo no conoce otra arquitectura tan extraña como ésta!... Bueno, volvamos a nuestros asuntos. Ante todo, ¿no le preocupa ese maldito Bar-Rabbán?

Entonces el huésped dirigió una de sus miradas especiales a la mejilla del procurador. Pero éste miraba al infinito con expresión aburrida, la cara arrugada de asco, observando aquella parte de la ciudad que estaba a sus pies, apagándose en el anochecer. También se apagó la mirada del huésped y se bajaron sus párpados.

—Es de suponer que Bar sea ahora tan inofensivo como un cordero —dijo el huésped y su cara redonda se cubrió de arrugas—, le resultaría difícil manifestarse.

—¿Es demasiado conocido?

—El procurador, como siempre, comprende el problema hasta el fondo.

—En todo caso —dijo el procurador y levantó su dedo largo, con una piedra negra de sortija—, es necesario...

—¡Oh!, el procurador puede estar seguro de que mientras yo esté en Judea, Bar no podrá dar un paso sin que le sigan.

—Así estoy tranquilo. En realidad, como siempre que usted se encuentra aquí.

Other books

Love Unclaimed by Jennifer Benson
Royal Discipline by Joseph,Annabel
After the Fire by John Pilkington
The Druid King by Norman Spinrad
Toussaint Louverture by Madison Smartt Bell