Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Si alguien preguntara por mí, di que me he ido a ver a Enanta.
Se oyó el gruñido de la criada en la oscuridad:
—¿Enanta? ¡Esta Enanta...! Tu marido te ha prohibido que vayas a verla. ¡Esa Enanta es una alcahueta! ¡Se lo voy a decir a tu marido!
—¡Anda, cállate ya! —respondió Nisa, y salió de la casa. Sus sandalias resonaron en las baldosas de piedra del patio. La criada cerró gruñendo la puerta de la terraza.
Al mismo tiempo, en otra calleja de la Ciudad Baja, una callejuela retorcida que bajaba hacia una de las piscinas con grandes escaleras, de la verja de una casa miserable, cuya parte ciega daba a la calle y las ventanas al patio, salió un hombre joven, con la barba cuidadosamente recortada, un kefi blanco cayéndole sobre los hombros, un taled recién estrenado, azul celeste, con borlas en el bajo, y unas sandalias que le crujían al andar. Tenía nariz aguileña; era muy guapo. Estaba arreglado para la gran fiesta y andaba con pasos enérgicos, dejando atrás a los transeúntes que se apresuraban por llegar a la mesa festiva, y observaba cómo se iban encendiendo las ventanas, una a una. Se dirigía al palacio del gran sacerdote Caifás, situado al pie del monte del Templo, por el camino que pasaba junto al bazar.
A los pocos minutos entraba en el patio de Caifás abandonándolo un rato después.
En el palacio se habían encendido ya los candiles y las antorchas y había empezado el alegre alboroto de la fiesta. El joven siguió andando muy enérgico y contento, apresurándose por volver a la Ciudad Baja. En la esquina de la calle con la plaza del bazar, en medio del bullicio de las gentes, le adelantó una mujer de andares ligeros, como bailando. Llevaba un velo negro que le cubría los ojos. Al pasar junto al apuesto joven, la mujer levantó el velo y le miró, pero no sólo no se detuvo, sino que apretó el paso, como si quisiera escapar del que había adelantado.
El joven se fijó en la mujer, y al reconocerla se estremeció. Se detuvo sorprendido, contemplando su espalda, y en seguida corrió a su alcance. Poco faltó para que empujase al suelo a un hombre con un jarrón; alcanzó a la mujer y la llamó, jadeante de emoción:
—¡Nisa!
La mujer se volvió, entornó los ojos, y con expresión de frío despecho le contestó en griego, muy seca:
—¡Ah! ¿Eres tú, Judas? No te había conocido. Mejor para ti. Dicen que si alguien no te reconoce, es que vas a ser rico...
Emocionado hasta el extremo de que el corazón le empezó a saltar como un pájaro en una red, Judas preguntó con voz entrecortada, en un susurro para que no le oyeran los transeúntes:
—¿Dónde vas, Nisa?
—¿Y para qué lo quieres saber? —respondió Nisa aminorando el paso, con mirada arrogante.
La voz sonó con notas infantiles. Desconcertada.
—Pero si... habíamos quedado... Pensaba ir a buscarte, me habías dicho que estarías en casa toda la tarde...
—¡Ay, no! —contestó Nisa, haciendo un mohín con el labio inferior. A Judas le pareció que aquella cara tan bonita, la más bonita que él había visto en su vida, era todavía más bella—. Me aburría. Es fiesta, ¿qué quieres que haga? ¿Quedarme para escuchar tus suspiros en la terraza? ¿Encima con el miedo de que la criada se lo pueda contar a él? No, he decidido irme a las afueras para escuchar el canto de los ruiseñores.
—¿Cómo a las afueras? —preguntó Judas, completamente desconcertado—. ¿Sola?
—Pues claro —contestó Nisa.
—Déjame que te acompañe —pidió Judas con la respiración entrecortada. En su cabeza se habían mezclado todos los pensamientos. Se olvidó de todo en el mundo y miró suplicante los ojos azules de Nisa, que ahora parecían negros.
Nisa no dijo nada y siguió andando.
—Nisa, ¿por qué te callas? —preguntó Judas con voz de queja, tratando de seguir el paso de la mujer.
—¿Y no me aburriré contigo? —dijo Nisa parándose. Judas estaba cada vez más confuso.
—Bueno —se apiadó por fin Nisa—, vamos.
—¿A dónde?
—Espera... Entremos en este patio para ponernos de acuerdo, tengo miedo a que me vea alguien conocido y le diga a mi marido que estaba con mi amante en la calle.
Nisa y Judas desaparecieron del bazar. Hablaban en la puerta de una casa.
—Ve al Huerto de los Olivos —susurraba Nisa, tapándose los ojos con el velo y dando la espalda a un hombre que pasaba por la puerta con un cubo en la mano—, a Gethsemaní, al otro lado del Kidrón, ¿me oyes?
—Sí, sí...
—Iré delante, pero no me sigas, sepárate de mí —decía Nisa—. Yo iré delante... Cuando cruces el río..., ¿sabes dónde está la cueva?
—Sí, lo sé...
—Cuando pases la almazara de la aceituna, tuerce hacia la cueva. Estaré allí. Pero no se te ocurra seguirme ahora, ten paciencia y espera —con estas palabras Nisa abandonó la puerta, como si no hubiera estado hablando con Judas.
Éste pensaba, entre otras cosas, qué explicación daría a su familia para justificar su ausencia en la mesa festiva. Trató de inventar una mentira; pero, por el estado de emoción en que se encontraba, no se le ocurrió nada y atravesó despacio la puerta.
Cambió de rumbo; ya no tenía prisa por llegar a la Ciudad Baja. Se dirigió de nuevo hacia el Palacio de Caifás. Ya era fiesta en la ciudad. Judas veía a su alrededor las ventanas llenas de luz, y llegaban conversaciones hasta sus oídos.
En la carretera, los últimos transeúntes apresuraban sus burros, gritándoles y arreándoles. A Judas le llevaban los pies. No se fijó en la torre Antonia, cubierta de musgo, que pasaba junto a él; no oyó el estruendo de las trompetas en la fortaleza y no reparó tampoco en la patrulla romana a caballo y con antorchas, que había iluminado su camino con luz alarmante.
Cuando dejó atrás la torre, Judas se volvió y vio en lo alto, sobre el Templo, dos enormes candelabros de cinco brazos. Pero no pudo distinguirlos con claridad. Le pareció que se habían encendido sobre Jershalaím diez candiles de tamaño sorprendente, haciendo la competencia al candil que dominaba Jershalaím: la luna.
A Judas ya no le interesaba nada. Tenía prisa por llegar a la puerta de Gethsemaní y abandonar la ciudad cuanto antes. A veces, entre espaldas y rostros de los transeúntes, le parecía ver una figura danzante que le servía de guía. Pero se equivocaba. Sabía que Nisa le había adelantado considerablemente. Corrió junto a los tenderetes de los cambistas y por fin se encontró ante la puerta de Gethsemaní. Allí tuvo que detenerse, consumiéndose de impaciencia. Entraban unos camellos en la ciudad y les seguía la patrulla militar siria, que Judas maldijo para sus adentros...
Pero todo se acaba, y el impaciente Judas ya estaba fuera de la ciudad. A su izquierda vio un pequeño cementerio y varias tiendas a rayas de peregrinos. Después de cruzar el camino polvoriento, iluminado por la luna, Judas se dirigió al torrente del Kidrón con la intención de pasar a la otra orilla. El agua murmuraba a sus pies. Saltando de una piedra a otra alcanzó, por fin, la orilla de Gethsemaní y se convenció con alegría de que el camino hasta el huerto estaba desierto. La puerta medio destruida del Huerto de los Olivos no quedaba lejos.
Después del aire cargado de la ciudad, le sorprendió el olor mareante de la noche de primavera. A través de la valla del huerto llegaba una ráfaga de olor a mirtos y acacias de los valles de Gethsemaní.
Nadie guardaba la puerta, nadie la vigilaba, y a los pocos minutos Judas ya corría entre la sombra misteriosa de los grandes y frondosos olivos. El camino era cuesta arriba. Judas subía sofocado. De vez en cuando salía de la sombra a unos claros bañados por la luna, que le recordaban las alfombras que viera en la tienda del celoso marido de Nisa.
Pronto apareció a su izquierda la almazara, con una pesada rueda de piedra y un montón de barriles. En el huerto no había nadie: los trabajos habían terminado al ponerse el sol y ahora sólo sonaban y vibraban coros de ruiseñores.
Su objetivo estaba cerca. Sabía que a la derecha, en medio de la oscuridad, se oiría el susurro del agua cayendo en la cueva. Así sucedió. Refrescaba. Detuvo el paso y gritó con voz no muy fuerte:
—¡Nisa!
Pero en lugar de Nisa, del tronco grueso de un olivo se despegó una figura de hombre bajo y ancho, que saltó al camino. Algo brilló en su mano y se apagó en seguida.
Con un grito débil, Judas retrocedió, pero otro hombre le cerró el paso.
El primero, que estaba delante, le preguntó:
—¿Cuánto dinero has recibido? ¡Dilo, si quieres seguir con vida!
—¡Treinta tetradracmas! ¡Treinta tetradracmas! ¡Todo lo que me dieron lo tengo aquí! ¡Aquí está! ¡Podéis cogerlo, pero no me matéis!
El hombre que tenía delante le arrebató la bolsa. Y en el mismo instante sobre la espalda de Judas voló un cuchillo y se hincó bajo el omoplato del enamorado. Judas cayó de bruces, alzando las manos con los puños apretados. El hombre que estaba delante le recibió con su cuchillo, clavándoselo en el corazón hasta el mango.
—Ni...sa... —pronunció Judas, no con su voz alta, limpia y joven, sino con una voz sorda, de reproche; y no se oyó nada más. Su cuerpo cayó con tanta fuerza que la tierra pareció vibrar.
En el camino surgió una tercera figura. Un hombre con manto y capuchón.
—No pierdan el tiempo —ordenó. Los asesinos envolvieron con rapidez la bolsa y la nota, que les dio este hombre, en una pieza de cuero y la ataron con una cuerda. Uno de los asesinos se guardó el paquete en el pecho y los dos echaron a correr en direcciones distintas. La oscuridad se los tragó bajo los olivos. El hombre del capuchón se puso en cuclillas junto al muerto y le miró la cara. En la penumbra le pareció blanca como la cal, hermosa y espiritual.
A los pocos segundos no quedaba un ser vivo en el camino. El cuerpo exánime tenía los brazos abiertos. El pie izquierdo estaba dentro de una mancha de luna que permitía distinguir las correas de su sandalia. El Huerto de Gethsemaní retumbaba con el canto de los ruiseñores.
¿Qué hicieron los dos asesinos de Judas? Nadie lo sabe, pero sí sabemos lo que hizo el hombre de la capucha. Después de abandonar el camino, se metió entre los olivos, dirigiéndose hacia el sur. Trepó la valla del huerto por la parte más alejada de la puerta principal, por el extremo sur, donde habían caído unas piedras. Pronto estaba en la orilla del Kidrón. Entró en el agua y anduvo por el río hasta que percibió la silueta de dos caballos y a un hombre junto a ellos. Los caballos también estaban en el agua, que corría bañándoles las pezuñas. El palafrenero montó un caballo y el hombre de la capucha el otro, y los dos echaron a andar por el río. Se oía crujir las piedras bajo las pezuñas de los caballos. Salieron del agua a la orilla de Jershalaím y fueron a paso lento junto a los muros de la ciudad. El palafrenero se separó, adelantándose, y se perdió de vista. El hombre de la capucha paró su caballo, se bajó en el camino desierto y, quitándose la capa, la volvió del revés, sacó de debajo un yelmo plano sin plumaje y se cubrió la cabeza con él. Ahora subió al caballo un hombre con clámide militar negra y una espada corta sobre la cadera. Estiró las riendas y el nervioso caballo trotó, sacudiendo al jinete. El camino no era largo: el jinete se acercaba a la Puerta Sur de Jershalaím.
El fuego de las antorchas bailaba y saltaba bajo el arco de la puerta. Los centinelas de la segunda centuria de la legión Fulminante estaban sentados en bancos de piedra jugando a los dados. Al ver al militar a caballo, los soldados se incorporaron de un salto. El militar les saludó con la mano y entró en la ciudad.
La ciudad estaba inundada de luces de fiesta. En las ventanas bailaba el fuego de los candiles, y por todas partes, formando un coro discorde, sonaban las oraciones. El jinete miraba de vez en cuando a través de las ventanas que daban a la calle. Dentro de las casas, la gente rodeaba la mesa, en la que había carne de cordero y cálices de vino entre platos de hierbas amargas. Silbando por lo bajo una canción, el jinete avanzaba sin prisas, a trote lento, por las calles desiertas de la Ciudad Baja, dirigiéndose hacia la torre Antonia, mirando los candelabros de cinco brazos, nunca vistos, que ardían sobre el templo, o a la luna que colgaba por encima de los candelabros.
El palacio de Herodes el Grande no participaba en la celebración de la noche de Pascua. En las estancias auxiliares del palacio, orientadas hacia el sur, donde se habían instalado los oficiales de la cohorte romana y el legado de la legión, había luces, se sentía movimiento y vida. Pero la parte delantera, la principal, donde se alojaba el único e involuntario huésped del palacio —el procurador—, con sus columnatas y estatuas doradas, parecía cegada por la luna llena. Aquí, en el interior del palacio, reinaban la oscuridad y el silencio.
Y el procurador, como él dijera a Afranio, no quiso entrar en el palacio. Ordenó que le hicieran la cama en el balcón, donde había comido y donde por la mañana había tenido lugar el interrogatorio. El procurador se acostó en el triclinio, pero no tenía sueño. La luna desnuda colgaba en lo alto del cielo limpio, y el procurador no dejó de mirarla durante varias horas.
Por fin, el sueño se apoderó del hegémono cuando era casi medianoche. El procurador bostezó, se desabrochó y se quitó la toga; se liberó del cinturón que llevaba sobre la camisa, con un cuchillo ancho, de acero, envainado, y lo dejó en el sillón junto al lecho; luego se quitó las sandalias y se tumbó.
Bangá escaló en seguida el triclinio y se acostó junto a él, cabeza con cabeza, y el procurador, pasándole una mano al perro por el cuello, cerró los ojos. Sólo entonces durmió el perro.
El lecho estaba en la oscuridad, guardado de la luna por una columna, pero de los peldaños de la entrada hasta la cama se extendía un haz de luna. Cuando el procurador perdió el contacto con la realidad que le rodeaba, empezó a andar por el camino de luz, hacia la luna.
Se echó a reír feliz por lo extraordinario que todo resultaba en el camino azul y transparente. Le acompañaban Bangá y el filósofo errante. Discutían de algo importante y complicado y ninguno de los dos era capaz de convencer al otro. No estaban de acuerdo en nada, lo que hacía que la discusión fuera interminable, pero mucho más interesante. Por supuesto, la ejecución no había sido más que un malentendido, el filósofo que inventara aquella absurda teoría de que todos los hombres eran buenos estaba a su lado, luego estaba vivo. Y, naturalmente, daba horror pensar que se podía ejecutar a un hombre así. ¡No hubo tal ejecución! ¡No la hubo! Ahí radicaba el encanto del viaje hacia arriba, subiendo a la luna.