Flamel cerró los ojos y respiró profundamente. Con los dedos extendidos sobre las piedras del pavimento, dejó resplandecer su aura a regañadientes. Un delicado, y casi invisible, hilo de energía color esmeralda y dorado emergió de sus yemas y penetró en las piedras. Nicolas sentía como el zarcillo de su energía áurica se retorcía entre el pavimento, y después entre la tierra que lo sujetaba. Aquella fibra tan delgada como un cabello serpenteaba por el suelo, observando, vigilando... Al fin, encontró lo que andaba buscando: una bulliciosa masa de vida. Lo siguiente era sólo cuestión de utilizar la transmutación, el principio básico de la alquimia para crear glucosa y fructosa y atar ambas sustancias con un enlace glicosídico para crear sacarosa. La vida se removía, cambiaba y circulaba hacia esa dulzura.
El capitán de policía alzó el tono de voz. —Esposadle. Cacheadle.
Nicolas escuchó cómo se acercaban dos agentes de policía arrastrando las botas, uno por cada lado. Justo en frente suyo, se había detenido un agente que lucía unas botas de cuero lustrosas con una suela muy gruesa.
Instantes después, un tanto sorprendido por lo cerca que estaban esas botas de su rostro, Nicolas notó una hormiga. Salió de una grieta del pavimento, moviendo las antenas furiosamente. Le siguió una segunda y una tercera.
El Alquimista unió el pulgar con el dedo corazón de cada mano y chasqueó los dedos. Minúsculos destellos de color verde y oro con aroma a menta cubrieron la atmósfera, envolviendo así a los seis agentes de policía de partículas infinitesimales de poder.
Entonces, el Alquimista transmutó estas partículas en azúcar.
De repente, el pavimento que rodeaba a Flamel se tiñó de color negro. Una masa de diminutas hormigas brotó de entre el hormigón, provocando decenas de grietas. Como si fuera un sirope gelatinoso, se extendió por la calle, fluyendo por las botas de los policías y enroscándose por sus piernas antes de que un enjambre de insectos les cubriera por completo. Durante un segundo, los hombres uniformados se quedaron inmóviles, asombrados. Sus trajes y guantes les protegieron durante otro segundo. De pronto, uno de ellos empezó a moverse nerviosamente, después otro y otro. Las hormigas encontraban el más pequeño de los agujeros en los uniformes policiales y se inmiscuían por ahí, haciéndoles cosquillas y mordisqueándoles. Los agentes empezaron a moverse con brusquedad, a retorcerse, a golpearse a sí mismos, a dejar caer sus armas, a sacarse los guantes, a tirar de sus cascos y a deshacerse de los pasamontañas mientras miles de hormigas trepaban por sus cuerpos.
El capitán vio cómo su prisionero, al que ni siquiera una hormiga se le había acercado, se había sentado para quitarse las motas de polvo antes de ponerse en pie. Intentó apuntar con su pistola a aquel hombre, pero las hormigas le arañaban las muñecas, le cosquilleaban las palmas de las manos y le mordisqueaban la piel, de forma que le era imposible sujetar la pistola con firmeza. Quería ordenarle que se sentara, pero las hormigas habían empezado a treparle por el rostro y sabía que si abría la boca, no dudarían en introducirse por ella. Intentando ponerse en pie, el capitán se quitó el casco con desdén, sacudió su pasamontañas y lo tiró al suelo. Al mismo tiempo, empezó a arquear la espalda mientras decenas de hormigas trepaban por su columna vertebral. Se deslizó la mano por el pelo y desalojó al menos a una docena de insectos que se desplomaron sobre su rostro. De inmediato, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el prisionero estaba paseando hacia la estación de tren Pont de l'Alma, con las manos en los bolsillos, como si no tuviera problema alguno.
osh abrió los ojos. Multitud de puntos negros destellantes danzaban ante él y, al levantar la mano, se percató de que el fantasma de su aura dorada aún emergía de su piel. Alargó el brazo y cogió a Sophie por la mano. Ella apretó la mano suavemente y, cuando Josh se volvió, su hermana abrió los ojos.
Qué ha ocurrido? —farfulló. Aún estaba demasiado asombrado y paralizado como para estar asustado. Sophie sacudió la cabeza. —Fue como una explosión... —Escuché gritar a Scathach —añadió. —Yo creí ver que alguien entraba por una puerta... —agregó Sophie.
Ambos se dieron media vuelta. Scathach estaba justo en el umbral, abrazando a una joven mujer, sujetándola fuertemente mientras ambas daban vuelas alegremente. Las dos jóvenes reían y chillaban de forma entusiasmada. Ambas gritaban en un francés veloz.
—Supongo que se conocen —dijo Josh mientras ayudaba a su hermana a incorporarse.
Los mellizos ladearon la cabeza, desviando sus miradas hacia el conde de Saint-Germain, quien se había apartado de las jóvenes.
Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa que liberaba satisfacción.
—Son viejas amigas —explicó—. Hacía tiempo que no se veían... mucho tiempo —añadió. Se aclaró la garganta y, educadamente, dijo—: Juana.
Las dos mujeres se apartaron y la mujer que respondía al nombre de Juana se volvió hacia Saint-Germain, ladeando la cabeza de forma burlona. Era imposible adivinar su edad. Llevaba unos juveniles tejanos y una camiseta blanca. Era de la misma altura que Sophie e increíblemente esbelta. Tenía la tez muy bronceada, sin imperfecciones, lo que ensalzaba sus enormes ojos grises. Su cabellera color caoba le otorgaba un aspecto fresco y joven. Con la palma de la mano, se apartó las lágrimas que recorrían sus mejillas.
—¿ Francis? —preguntó.
—Éstos son nuestros invitados.
Sujetando la mano de Scathach, la joven dio un paso adelante, acercándose así a Sophie. A medida que la mujer se aproximaba, Sophie sintió una presión repentina en el espacio que las separaba, como si una fuerza invisible estuviera empujándola hacia atrás. Entonces, inesperadamente, su aura plateada brotó de su silueta y la atmósfera se cubrió del dulce aroma a vainilla. Josh agarró a Sophie por el brazo y su propia aura también resplandeció, añadiendo una pizca de perfume a naranjas al ambiente.
—Sophie... Josh... —empezó Saint-Germain.
De repente, el patio se llenó del rico y agradable olor a lavanda. Al mismo tiempo, alrededor del cuerpo de la misteriosa mujer, floreció un aura plateada. Se endureció hasta solidificarse, convirtiéndose en una textura metálica y reflectante que se moldeó hasta formar una coraza y espinilleras, unos guantes y botas. Instantes después, se transformó en una armadura medieval.
—Me gustaría presentaros a mi esposa, Juana...
—¡Esposa! —vociferó Scatty, mostrando su asombro.
—... a quien vosotros, y la historia, conocéis como Juana de Arco.
El desayuno se había dispuesto sobre una mesa de madera brillante en la cocina. El olor a pan recién hecho y café recién molido resultaba muy agradable. Los platos estaban repletos de fruta fresca, bizcochos y bollos. Al mismo tiempo, sobre los antiguos fogones de la cocina, se estaban cocinando unos huevos fritos con salchichas.
El estómago de Josh empezó a resonar justo cuando entró en la cocina y vio tal cantidad de comida. No pudo evitar que la boca se le hiciera agua, pues no había ingerido alimentos desde hacía muchas horas. En la cafetería, antes de que llegara la policía, sólo había podido dar un par de sorbos a su chocolate caliente.
—Come, come —ordenó Saint-Germain, agarrando un plato con una mano y un cruasán con la otra. Mordió el bollo, esparciendo diminutos copos sobre las baldosas del suelo—. Debes de tener hambre.
Sophie se inclinó ligeramente hacia su hermano.
—¿Me puedes preparar algo de comer? Quiero hablar con Juana, necesito preguntarle algo.
Josh echó un vistazo a aquella mujer, aparentemente joven, que estaba sacando tazas del lavavajillas. Su corte de pelo imposibilitaba adivinar con exactitud su edad.
—¿ Realmente crees que es Juana de Arco?
Sophie apretó el hombro de Josh.
—Después de todo lo que hemos visto, ¿tú qué crees? —preguntó. Levantó la barbilla, señalando hacia la mesa, y agregó—: Sólo quiero fruta y cereales.
—¿No quieres salchichas ni huevos? —preguntó Josh, un tanto atónito. Su melliza era la única persona que conocía capaz de comer más salchichas que él.
—No —respondió. Frunció el ceño y sus ojos azules parecieron nublarse—. Tiene gracia, pero sólo la idea de ingerir carne me provoca vómitos.
Entonces cogió un pastel, se dio media vuelta antes de que él pudiera hacer un comentario, y se acercó a Juana, que estaba sirviendo café en una taza. Sophie abrió las aletas de la nariz.
—¿Café hawaiano de Kona? —preguntó.
Juana parpadeó, expresando su sorpresa, e inclinó la cabeza.
—Estoy impresionada.
Sophie esbozó una sonrisa y se encogió de hombros.
—Trabajé en una cafetería. Reconocería el aroma del café de Kona en cualquier lugar.
—Me enamoré de él cuando estuvimos en Hawai —comentó Juana. Su inglés dejaba entrever un acento norteamericano—. Lo guardo para ocasiones especiales.
—Me encanta el aroma, pero detesto el sabor. Demasiado amargo.
Juana sorbió un poco de café.
—Supongo que no has venido para hablar sobre café.
Sophie negó con la cabeza.
—No, no he venido para eso. Yo sólo...
Sophie se detuvo. Acababa de conocer a esa mujer y estaba a punto de formularle una pregunta demasiado personal.
—¿ Puedo preguntarte algo? —pidió rápidamente.
—Lo que quieras —respondió Juana con sinceridad Sophie la creyó, así que tomó aire y sus palabras salieron disparadas.
—Una vez, Scathach me contó que tú eras la última persona que tenía un aura plateada pura.
—Por eso la tuya ha reaccionado a la mía —dijo Juana, envolviendo la taza de café con ambas manos y mirándola fijamente—. Te pido disculpas. Mi aura ha sobrecargado la tuya. Puedo enseñarte a prevenir este tipo de cosas —comentó con una sonrisa que descubría su perfecta dentadura blanca—. Aunque las posibilidades de encontrar otra aura plateada pura son increíblemente remotas.
Sophie mordisqueó nerviosamente el pastelito de arándanos.
—Por favor, perdóname por preguntártelo, pero ¿es verdad que eres Juana de Arco, la verdadera Juana de Arco?
—Así es, soy Jeanne d'Arc —anunció, realizando una reverencia—. La Santa, la Doncella de Orleans, a tu servicio.
—Pero yo pensé... Quiero decir, siempre leí que tú pereciste...
Juana bajó la cabeza y sonrió. —Scathach me rescató.
Alargó la mano y tocó el brazo de Sophie. De inmediato, empezaron a danzar imágenes en su mente en las que aparecía Scathach montada sobre un gigantesco caballo negro, con una armadura blanca y azabache y blandiendo dos brillantes espadas.
—Con una sola mano, la Sombra se abrió camino entre la muchedumbre que se había reunido para observar con sus propios ojos mi ejecución. Nadie era capaz de pararla. Entre el pánico, el caos y la confusión, me liberó delante de las narices de mis verdugos.
Las imágenes destellaban en la mente de Sophie: Juana, ataviada con ropa rasgada y chamuscada, aferrada a Scathach mientras ésta maniobraba su caballo negro entre el temeroso tumulto de personas. Se inmiscuía entre el gentío con una espada en cada brazo.
—Evidentemente, todo el mundo estaba obligado a decir que vio morir a Juana —intervino Scatty, reuniéndose con ellas. Con cuidado, estaba cortando una piña en pedazos utilizando un cuchillo de hoja curva—. Nadie, ni de origen inglés ni francés, estaba dispuesto a admitir que la Doncella de Orleans había sido liberada delante de, al menos, quinientos caballeros armados. Y menos aún, que una sola guerrera lo había conseguido.
Juana alargó la mano y cogió un trocito de piña que tenía Scathach entre las manos y se lo llevó a la boca.
—Scatty me llevó hasta el matrimonio Flamel —continuó—. Ellos me ofrecieron cobijo, me cuidaron. Durante la huida, había sufrido leves heridas y estaba muy débil debido a los meses que había pasado en cautividad. A pesar de la atención que me dedicó Nicolas, si no hubiera sido por Scatty, hubiera muerto.
Entonces se acercó a su amiga y le apretó la mano, sin darse cuenta de las lágrimas que le recorrían las mejillas.
—Juana había perdido mucha sangre —explicó Scatty—. Aunque Nicolas y Perenelle hicieron lo imposible, Juana no mejoraba. Así que el Alquimista llevó a cabo una de las primeras transfusiones de sangre de la historia.
—¿De quién...? —empezó a preguntar Sophie. De repente, se dio cuenta de que sabía la respuesta—. ¿Tu sangre?
—La sangre vampírica de Scathach me salvó la vida. Y me mantuvo viva, también. Además, me hizo inmortal —confesó Juana con una sonrisa. Sophie se fijó en sus dientes. Eran normales y no puntiagudos como los de Scatty-—. Afortunadamente, no tiene ningún efecto secundario vampírico. Aunque soy vegetariana —añadió—. Lo he sido durante los últimos siglos.
—Y te has casado —interrumpió Scathach de forma acusadora—. ¿Cuándo ocurrió? ¿Y cómo? ¿Y por qué no me invitaste? —exigió.
—Nos casamos hace ya cuatro años, en Sunset Beach, en Hawai, al atardecer, por supuesto. Cuando decidimos casarnos te busqué por todas partes —explicó rápidamente Juana—. Quería que estuvieras ahí; quería que fueras mi dama de honor.
Scathach entornó sus ojos verdes, intentando hacer memoria.
—Hace cuatro años... Creo que estaba en Nepal persiguiendo a un Yeti granuja. Un abominable hombre de las nieves —añadió al descubrir que los mellizos no habían comprendido el término.