El Mago (16 page)

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago
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Sophie y Josh le observaban con una mirada vacía, ambos con la misma expresión en el rostro.

—Pero llamadme Francis. Todos mis amigos me llaman así.

—Mi alumno preferido —agregó Nicolas orgulloso—

Sin duda alguna, el mejor. Nos conocemos desde hace tiempo.

—¿ Cuánto exactamente ? —preguntó Sophie de forma automática, aunque en el mismo instante que estaba formulando la pregunta, supo la respuesta.

—Desde hace más o menos trescientos años —respondió Nicolas—. Francis se formó como alquimista conmigo. Enseguida me superó —añadió—. Se especializó en crear joyas.

—Todo lo que sé sobre el arte de la alquimia lo aprendí el gran maestro Nicolas Flamel —explicó Saint-Germain enseguida.

—En el siglo XVIII, Francis también era un fabuloso cantante y músico. ¿A qué te dedicas en este siglo? —preguntó Nicolas.

—Debo admitir que me decepciona que no hayas te-nido noticias mías, Nicolas —comentó el hombre con un inglés perfecto—. Evidentemente, no estás al día de las listas de éxitos. Cinco de mis canciones han sido número uno en Estados Unidos y tres en Alemania. Además, me han otorgado un premio MTV al Artista Revelación europeo.

—¿Artista revelación? —repitió Nicolas entre carcajadas enfatizando la palabra «revelación»—. ¡Tú!

—Sabes perfectamente que siempre he sido músico, pero en este siglo, mi querido Nicolas, ¡soy una estrella! —informó con tono orgulloso—. ¡Soy Germain!

Mientras informaba a Nicolas sobre su estatus actual, Francis miraba a los mellizos, con las cejas levantadas, esperando a que éstos mostraran algún tipo de reacción por su declaración.

Ambos negaron con la cabeza.

—Jamás he oído hablar de ti —confesó Josh sin rodeos.

Saint-Germain se encogió de hombros y parecía decepcionado. Se subió el cuello del abrigo.

—Cinco éxitos números uno —murmuró.

—¿Qué estilo musical tocas? —preguntó Sophie, mordiéndose el interior de las mejillas para evitar reírse de la expresión cabizbaja de Francis.

—Dance... electrónico... tecno... Una mezcla de todo

eso.

Sophie y Josh volvieron a sacudir la cabeza.

—No lo he escuchado nunca —confesó Josh. Sin embargo, Saint-Germain ya no estaba observando a los mellizos. Había desviado la mirada hacia la Avenue Gustave Eiffel, donde, justo en la esquina, estaba aparcado un elegante Mercedes negro. Detrás de él, tres furgonetas negras lo custodiaban.

—¡Maquiavelo! —gritó Flamel con enfado—. Francis, te han seguido.

—Pero cómo... —empezó el conde.

—No te olvides, estamos hablando de Nicolas —recordó Flamel, mirando a su alrededor y evaluando la situación—. Scathach, encárgate de los mellizos. Id con Saint-Germain. Protegedles con vuestras vidas.

—Podemos quedarnos, puedo luchar —respondió Scathach.

Nicolas negó con la cabeza mientras saludaba con la mano a los turistas.

—Hay demasiada gente. Alguien podría resultar herido. Pero Maquiavelo no es como Dee; es mucho más sutil. No utilizará magia; no si puede evitarlo. Podríamos aprovecharnos de eso. Si nos dividimos, él me seguirá a mí; es a mí a quien quiere. Bueno, no sólo a mí —finalizó al mismo tiempo que sacaba una pequeña bolsa cuadrada de debajo de su camiseta.

—¿Qué es eso? —inquirió Saint-Germain.

Nicolas respondió a Saint-Germain, pero mientras hablaba, contemplaba a los mellizos.

—Antaño solía contener el Códex completo, pero ahora está en manos de Dee. Josh se las arregló para arrancar las dos últimas páginas del libro. Están aquí. Estas páginas contienen la Invocación Final —añadió de forma significativa—. Dee y sus Inmemoriales necesitan estas páginas

—explicó a la vez que alisaba la bolsa. De repente, se la entregó a Josh—. Manten esto a salvo.

—¿Yo?

Josh miró la bolsa, después a Flamel, pero en ningún momento hizo el ademán de aceptar la responsabilidad que le confiaba el Alquimista.

—Sí, tú. Cógela —ordenó Flamel.

A regañadientes, el chico alcanzó la bolsa y la escondió debajo de su camiseta.

—¿ Por qué yo ? —refunfuñó, desviando la mirada hacia su hermana—. Quiero decir, Scathach o Saint-Germain serían mejores...

—Fuiste tú quien rescataste las páginas, Josh. Es tu derecho velar por ellas.

Flamel apretó los hombros de Josh y le miró fijamente a los ojos.

—Sé que puedo confiar en ti; sé que las cuidarás.

Josh apretó la mano contra el estómago, sintiendo así el roce de la bolsa con su piel. Cuando Josh y Sophie empezaron a trabajar en la librería y en la cafetería respectivamente, su padre había utilizado casi la misma frase al hablar sobre su hermana.

—Sé que puedo confiar en ti; sé que la cuidarás.

En aquel momento, sintió orgullo y algo de temor. En cambio, ahora sólo sentía miedo.

La puerta delantera del Mercedes se abrió y un hombre ataviado con un traje negro se apeó del coche. Llevaba unas gafas de sol que reflejaban el cielo matutino, de forma que, a simple vista, parecía que tuviera dos agujeros en lugar de ojos.

—Dagon —gruñó Scathach.

Ahora sus dientes afilados quedaban perfectamente visibles. Enseguida alargó el brazo para empuñar algún arma de su mochila, pero Nicolas le agarró por el brazo. —No es el momento.

Dagon abrió la puerta trasera, de donde emergió Nicolás Maquiavelo. Aunque estaba a casi un kilómetro de distancia, todos pudieron percibir la expresión de triunfo en su rostro.

Detrás del lujoso Mercedes, las puertas de las furgonetas se deslizaron de forma simultánea. Decenas de policías armados y acorazados saltaron de las furgonetas y empezaron a correr hacia el famoso monumento. Un turista gritó y, de forma instantánea, una multitud de personas que rodeaba la base de la torre Eiffel sacaron sus cámaras de fotos.

—Es hora de irse —anunció Flamel rápidamente—. Vosotros cruzad el río y yo les despistaré corriendo en dirección contraria. Saint-Germain, amigo mío —suspiró Nicolas—, necesitaremos algo de distracción que nos ayude a escapar. Algo espectacular.

—¿Dónde irás? —reclamó Saint-Germain.

Flamel sonrió.

—París era mi ciudad antes de que Maquiavelo se instalara aquí. Quizá algunas de mis viejas guaridas permanezcan en pie.

—Ha cambiado mucho desde la última vez que estuviste aquí, Nicolas —advirtió Saint-Germain.

Mientras conversaban, el aprendiz tomó la mano izquierda de Flamel, la envolvió entre las suyas y presionó la yema de su pulgar en el centro de la palma del Alquimista. Sophie y Josh estaban lo suficientemente cerca como para vislumbrar la imagen de una diminuta mariposa de alas negras dibujada sobre la piel de Flamel.

—Te conducirá hacia donde yo esté —confesó Saint-Germain con tono enigmático—. Y bien, así que quieres algo espectacular.

El conde esbozó una sonrisa y se arremangó el abrigo de cuello, dejando al descubierto sus brazos desnudos. Su piel estaba cubierta por docenas de diminutas mariposas tatuadas que le envolvían las muñecas como pulseras y que se enroscaban alrededor del brazo hasta el codo. Enlazando los dedos, torció las muñecas y las dobló hacia fuera, produciendo un ligero chasquido, como si fuera un pianista preparándose para tocar.

—¿ Visteis lo que hizo París para celebrar la llegada del milenio ?

—¿El milenio?

Los mellizos no sabían a lo que se refería.

—El milenio. El año 2000. Aunque el milenio se debería haber celebrado en el año 2001 —añadió.

—Oh, ese milenio —dijo Sophie. Confusa, miró a su hermano. ¿Qué tenía que ver el milenio con todo esto?

—Nuestros padres nos llevaron a Times Square —explicó Josh—. ¿Por qué?

—Entonces os perdisteis todo un espectáculo aquí, en la capital francesa. La próxima vez que os conectéis a Internet, buscad imágenes.

Saint-Germain se frotó los brazos y, bajo la colosal torre metálica, levantó las manos. De repente, un aroma a hojas quemadas cubrió el ambiente.

Sophie y Josh fueron testigos de cómo las mariposas tatuadas se movían, tiritaban y palpitaban en el brazo de Saint-Germain. Las alas tenues empezaron a temblar y vibrar, las antenas a retorcerse... y, de repente, los tatuajes alzaron el vuelo desde la piel del conde.

Una estela de minúsculas mariposas blancas y rojas emergió de la piel pálida de Saint-Germain, mezclándose con el frescor parisino. Se escapaban de sus brazos formando una espiral aparentemente interminable de puntos de color carmesí y blanco. Las mariposas se enrollaban entre los puntales y los palos, los remaches y los tornillos de la torre de metal, cubriéndola con un manto iridiscente que destellaba una luz trémula.

—Ignis —susurró Saint-Germain, inclinando la cabeza hacia atrás y uniendo las manos.

En ese instante, la torre Eiffel estalló en una fuente de luces y colores.

El conde, satisfecho, soltó una carcajada al ver las expresiones de asombro de los mellizos.

—Me presento: soy el conde de Saint-Germain. ¡El Maestro del Fuego!

15

uegos artificiales —susurró Sophie completamente asombrada.

La torre Eiffel estaba iluminada por espectaculares fuegos artificiales. Tracerías de luces azules y doradas se enroscaban por los 324 metros de la torre, desde la base hasta la cima, coronada por una fuente de esferas de color cobalto. Estelas multicolor destellaban, siseaban y burbujeaban entre los puntales. De entre los robustos remaches de la torre metálica emergía un fuego níveo mientras que de las barras arqueadas llovían gotas de color azul hielo que rociaban el pavimento.

El efecto era espléndido, pero se tornó aún más espectacular cuando Saint-Germain chasqueó los dedos de las manos y la torre Eiffel se tiñó de dorado, después de verde y finalmente de azul mientras el sol se asomaba por el horizonte. Estelas luminosas recorrían el histórico monumento. Ruedas de Santa Catalina y cohetes, fuentes y velas romanas, molinillos de colores y serpientes salían disparados de cada piso de la torre. En el extremo, una fuente escupía chispas rojas, blancas y azules que descendían en cascada hacia el corazón de la torre. La muchedumbre estaba encantada. El gentío se había aglomerado en la base, admirando el espectáculo y aplaudiendo cada vez que escuchaban una nueva explosión mientras intentaban captar el momento con sus cámaras. Los conductores aparcaban en las aceras y se apeaban para intentar retratar las mejores instantáneas con su teléfono móvil. En cuestión de segundos, las docenas de personas que rodeaban la torre se habían multiplicado hasta llegar a cien y, unos minutos después, esta cantidad se dobló. Los trabajadores de las tiendas y almacenes abandonaron sus puestos para contemplar el extraordinario espectáculo.

Nicolas Flamel y sus acompañantes desaparecieron entre la multitud.

Con una extraña mezcla de emociones, Maquiavelo golpeó el costado del coche con tal fuerza que incluso se hizo daño en la mano. Observaba la creciente muchedumbre y sabía que sus hombres no serían capaces de atravesarla con el tiempo suficiente como para prevenir que Flamel y los demás escaparan.

El aire crepitaba con la explosión de fuegos artificiales. Los cohetes salían disparados hacia el aire, donde estallaban en cientos de esferas y serpentinas de luz. Al mismo tiempo, petardos y bengalas retumbaban entre las cuatro gigantescas patas que sujetaban la torre Eiffel.

—¡Señor! —saludó un capitán de policía mientras se colocaba delante de Maquiavelo—. ¿ Cuáles son sus órdenes? Podemos abrirnos paso entre la multitud, pero es posible que haya heridos.

Maquiavelo sacudió la cabeza.

—No, eso no.

Sabía perfectamente que Dee no dudaría en hacerlo.

De hecho, Dee sería capaz de demoler la torre entera, aunque eso supusiera matar a cientos de personas, sólo para capturar a Flamel. Poniéndose completamente erguido, Nicolas podía vislumbrar las siluetas de Saint-Germain, con un abrigo de piel, y de Scathach. Estaban intentando huir junto con los mellizos. Se fundieron con la multitud y desaparecieron. Pero sorprendentemente, cuando Maquiavelo desvió la mirada hacia otra dirección, distinguió a Nicolas Flamel, que seguía en el mismo lugar que antes, casi en el centro de la torre.

Flamel alzó la mano derecha, saludando al hombrecillo italiano de forma burlona, mientras la pulsera de plata que decoraba su muñeca reflejaba las luces de los fuegos artificiales.

Maquiavelo agarró al capitán de policía por el hombro, le dio media vuelta con asombrosa fuerza y señaló hacia aquella dirección con sus dedos alargados y estrechos.

—¡Aquel de ahí! Aunque sea lo último que haga hoy, tráigamelo. ¡Y lo quiero vivo e ileso!

Mientras le vigilaban, Flamel se dio la vuelta y salió corriendo hacia el Pont d'Iéna. Los demás habían cruzado el puente, pero él dobló a mano derecha, dirigiéndose hacia el Quai Branly.

—¡Sí, señor!

El capitán emprendió el camino hacia su objetivo, decidido a arrestar a Flamel.

—¡Seguidme! —ordenó. Casi de forma instantánea, sus tropas formaron una fila detrás de él.

Dagon se acercó a Maquiavelo.

—¿Quieres que siga el rastro a Saint-Germain y la Sombra? —preguntó mientras abría las aletas de la nariz produciendo un sonido húmedo y viscoso—. Puedo rastrear su olor.

Nicolás Maquiavelo negó con la cabeza y volvió a subirse al coche.

—Sácanos de aquí antes de que llegue la prensa. Saint-Germain es demasiado previsible. No me cabe la menor duda de que está dirigiéndose hacia alguna de sus casas, y todas están vigiladas. Todo lo que podemos hacer es esperar a que Flamel sea detenido.

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