Siguiendo el rastro de destrucción que dejaba el monstruo tras de sí por la estrecha callejuela, Josh se cruzó con una serie de ciudadanos parisinos, algunos confundidos, otros asombrados y otros, sencillamente, aterrorizados. En ese momento, Josh descubrió unos pensamientos extraños e inquietantes que danzaban en lo más profundo de su consciencia:
... Estaba en un mundo sin tierra, en un mundo cubierto por un vasto océano que se había engullido planetas enteros. En aquel océano habitaban criaturas que ha cían a Nidhogg algo minúsculo e insignificante...
... Estaba balanceándose en el aire, en un lugar repleto de edificios diminutos y criaturas minúsculas. Sentía un dolor terrible y unas llamas increíbles le abrasaba la columna vertebral...
... Él era...
Nidhogg.
El nombre apareció en sus consciencia y la idea de que, en cierto modo, estuviera experimentando los pensamientos del monstruo le hizo disminuir el ritmo de sus pasos. Sabía que este fenómeno debía estar relacionado con la espada. Unos momentos antes, cuando la lengua de la bestia había rozado el arma, Josh había vislumbrado una instantánea de un mundo ajeno y, después de clavar la espada en la piel de la criatura, había apreciado cierto aspectos de una vida que iba mucho más allá de su propi experiencia.
Cayó en la cuenta de que, en realidad, estaba contemplando aquello que la criatura, Nidhogg, había vivido en una época pasada. Y ahora, en aquel preciso instante, estaba experimentando sus sentimientos.
No había otra explicación; todo esto estaba relacionado con la espada.
Y si esta arma era la hermana gemela de Excalibur, se preguntaba Josh, ¿aquella ancestral espada también transmitiría sentimientos, emociones e impresiones cuando se empuñaba? ¿Qué habría sentido Dee al hundir
Excalibur en el tronco del antiguo Yggdrasill? ¿Qué paisajes habría visto, qué habría experimentado y aprendido ? Al fin, Josh llegó a preguntarse si, en realidad, Dee había destruido el Árbol del Mundo por aquella razón: ¿lo habría derruido para experimentar la sabiduría que contenía en su interior?
Josh echó un rápido vistazo a la espada de piedra y un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo. Un arma con tales características le otorgaría poderes inimaginables, una tentación algo espantosa. ¿ La necesidad de utilizarla una y otra vez para recibir más conocimiento se tornaría incontrolable? Era una idea aterradora.
Pero ¿por qué se la habría entregado el Alquimista?
La respuesta se le ocurrió de inmediato: ¡porque Plantel no tenía la menor idea! La espada era un fragmento de piedra; pero cuando rozaba algo... entonces cobraba vida propia. Josh hizo un gesto con la cabeza; ahora sabía por qué Saint-Germain, Juana y Scatty no podían rozar el arma.
Mientras corría por la calle, en dirección al río parisino, Josh pensó en qué ocurriría si intentaba matar a Nidhogg con Clarent. ¿Qué sentiría? ¿Qué experimentaría?
¿Qué sabría?
Nidhogg emergió de entre unos árboles y cruzó a zancadas la calle, dirigiéndose así hacia los Campos Elíseos. Se detuvo en el aparcamiento ubicado en el muelle, casi delante de Dee y Maquiavelo, y adoptó su postura habitual, apoyando las cuatro patas en el suelo. Balanceaba la cabeza de un lado a otro, con la lengua colgando de un costado del
hocico. Estaba tan cerca que incluso el Mago y el italiano pudieron contemplar el cuerpo inerte de Scatty atrapado entre sus garras y a la Dísir sentada a horcajadas sobre el cuello de la criatura. La cola de la bestia parecía un látigo que azotaba a los coches aparcados, empotrándolos contra un gigantesco autobús. Varios neumáticos explotaron produciendo un sonido ensordecedor.
—Creo que deberíamos apearnos del coche —empezó Dee mientras, al mismo tiempo, alargaba la mano para alcanzar la puerta. El Mago inglés tenía la mirada clavada en la peligrosa cola del monstruo cuando, de repente, un vehículo BMW quedó como un acordeón.
Casi de forma instantánea, Maquiavelo agarró con fuerza a Dee, impidiendo así que abriera la puerta del coche.
—Ni se te ocurra moverte. No hagas nada que llame su atención.
—Pero la cola...
—Le duele, por eso no para de retorcerla y azotarla. Pero al parecer está empezando a calmarse.
Dee giró la cabeza muy lentamente. Maquiavelo tenía razón: algo le había ocurrido a Nidhogg en la cola. Una tercera parte se había teñido de negro; de hecho, parecía un bloque de piedra. Mientras Dee intentaba averiguar qué le habría sucedido, unas burbujeantes venas negras trepaban por la piel de la criatura, cubriéndola poco a poco de una capa sólida. De inmediato, el doctor John Dee supo lo que había ocurrido.
—El chico ha atacado a la bestia con Clarent —dijo sin tan siquiera volverse para mirar a Maquiavelo—. Eso es lo que ha causado la reacción.
—Tenía entendido, según tu información, que Clarent era la Espada de Fuego, no la Espada de Piedra.
—El fuego puede adoptar muchas formas —explicó Dee—. ¿Quién sabe la reacción que tuvo la energía de la espada con algo como Nidhogg?
El Mago no apartó la vista de la cola de la bestia, observando así cómo una corteza negra y gruesa se expandía por la piel. Al endurecerse, Dee pudo avistar un destello de fuego rojo.
—Corteza de lava —comentó un tanto maravillado—, es corteza de lava. El fuego está quemándole por debajo de la piel.
—Ahora me explico el dolor —murmuró Maquiavelo.
—Da la sensación de que incluso lo lamentes.
—Jamás canjeé mi humanidad por vida eterna, doctor. Nunca he olvidado mis raíces —confesó con tono serio y un tanto despectivo—. Has trabajado tan duro para ser como tu maestro Inmemorial que has olvidado cómo siente un ser humano, cómo es un ser humano. Y nosotros, los humanos —añadió, enfatizando la última palabra—, tenemos la capacidad de sentir el dolor y el sufrimiento de otra criatura. Es lo que diferencia a los humanos de los Inmemoriales, lo que les hace seres únicos.
—Y también es la debilidad que, al final, les destruirá —recalcó Dee—. Déjame recordarte que esa criatura no es humana. Podría pisotearte sin tan siquiera darse cuenta. Pero no discutamos ahora; no cuando estamos a punto de salir victoriosos. Es posible que el chico nos haya resuelto el problema. Nidhogg está convirtiéndose en piedra lentamente —mencionó mientras soltaba una carcajada de satisfacción—. Si salta ahora al río, el peso de su cola le arrastrará hasta al fondo, y a Scathach también —declaró mientras dedicaba una mirada despectiva hacia Maquiavelo—. Supongo que tu sentido de humanidad no se extenderá y no sentirás lástima por la Sombra. Maquiavelo hizo una mueca.
—El hecho de saber que Scathach yace en el fondo del Sena envuelta entre las garras de la criatura me haría muy feliz.
Los dos inmortales permanecieron en el interior del coche, inmóviles, mientras vigilaban a la criatura, que avanzaba muy poco a poco debido al peso que arrastraba en la cola. Lo único que la separaba del agua era uno de esos barcos con cristal, los Bateaux-Mouches, que los turistas cogían para navegar por el río.
Dee asintió en dirección al barco.
—Cuando se suba a ese barco, éste se hundirá, y Nidhogg y Scathach desaparecerán entre las aguas del Sena para siempre.
—¿Y la Dísir?
—Estoy seguro de que puede nadar. Maquiavelo dejó escapar tina sonrisa irónica.
—Entonces estamos esperando que...
—... que se suba al barco —finalizó Dee en el mismo momento en que Josh apareció en el muelle arbolado y atravesaba el aparcamiento donde permanecían todavía el inglés y el italiano.
A medida que Josh se aproximaba a la criatura, la espada que empuñaba con su mano derecha empezó a arder, a desprender unas enormes llamaradas de la hoja. Su aura empezó a crepitar y a resplandecer de color dorado, llenando la atmósfera del inconfundible aroma de las naranjas.
De repente, la Dísir se deslizó de k espalda del monstruo. Justo antes de que pisara el suelo, toda su vestimenta se volvió de un color claro y limpio. Empezó a rodear a Josh; sus rasgos parecían estar sacados de una máscara salvaje y horrenda.
—Estás convirtiéndote en un incordio, chico —gruñó en un inglés apenas comprensible. Empuñando su espada con ambas manos, la Valkiria arremetió contra Josh mientras amenazaba—: Acabaré contigo en un momento.
nos densos bancos de niebla rodeaban la bahía de San Francisco.
Perenelle Flamel, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba un cielo nocturno repleto de pájaros. Una enorme bandada de aves revoloteaba sobre la ciudad; fácilmente podía confundirse con una nube oscura cuando, de repente, como gotas de tinta, se formaron tres bandadas diferentes que alzaron su vuelo hacia la bahía, dirigiéndose así directamente hacia la isla. Sabía que en algún lugar en el corazón de esa bandada se hallaba la Diosa Cuervo. Morrigan venía hacia Alcatraz.
Perenelle permanecía en las ruinas del hogar del alcaide después de arreglárselas finalmente para escapar de una masa de arañas. Aunque se había incendiado hacía ya más de tres décadas, Perenelle podía percibir los olores fantasmagóricos de madera carbonizada, yeso agrietado y tuberías derretidas. La Hechicera sabía que si reducía sus defensas y se concentraba, podría escuchar las voces de los alcaides, y sus correspondientes familias, que, a lo largo de los años, habían ocupado esa parte del edificio.
Ensombreciendo sus ojos verdes y entornándolos, Perenelle concentró toda su atención en los pájaros que se acercaban, en un intento de distinguirlos de la noche y averiguar cuánto tiempo tardarían en aterrizar en la isla. La bandada era gigantesca y la densidad de la niebla le imposibilitaba adivinar el tamaño de las aves o la distancia a la que se encontraban. Pero supuso que tenía entre diez y quince minutos antes de que aterrizaran en Alcatraz. Unió el dedo meñique con el pulgar. Un único destello blanco crepitó entre ellos. Perenelle asintió con la cabeza. Estaba empezando a recuperar sus poderes, pero no lo suficientemente rápido. Continuarían cobrando más fuerza ahora que estaba lejos de la esfinge, pero su aura se recuperaba más lentamente por la noche. Además, también sabía que no tenía la energía ni las fuerzas suficientes para derrotar a Morrigan y sus mascotas.
Pero eso no significaba que estuviera completamente indefensa; una vida de estudio le había enseñado muchas cosas útiles.
La Hechicera sintió cómo una brisa fresca le erizaba su larga cabellera en el preciso instante en que Juan Manuel de Ayala apareció ante ella. El fantasma estaba suspendido en el aire y cobraba sustancia y definición entre las partículas de polvo y gotas de agua de la niebla. Al igual que muchos otros fantasmas con quienes se había cruzado, llevaba prendas de ropa con las que, durante su vida, se había sentido cómodo: una camisa de lino blanco muy holgada y unos pantalones hasta la rodilla. Tal y como ocurría con la mayoría de fantasmas, Juan carecía de pies. En vida, las personas apenas miraban sus pies.
—Éste fue uno de los lugares más hermosos del planeta, ¿no crees? —dijo mientras clavaba su mirada húmeda en la ciudad de San Francisco.
—Y aún lo es —respondió Perenelle, volviéndose para contemplar la bahía donde las luces de la ciudad brillaban intensamente—. Nicolas y yo la hemos considerado nuestro hogar durante la última década.
—/ Oh, no me refiero a la ciudad! —comentó De Ayala.
Perenelle desvió su mirada hacia el fantasma.
—Entonces, ¿a qué te refieres? —preguntó Perenelle—. Es una vista preciosa.
—Hace muchos años, aquí, en este mismo lugar, observé quizá un millar de hogueras ardiendo a orillas de esta bahía. Cada fuego representaba una familia. En aquel entonces conocía a todos los que habitaban en la bahía —relató el español mientras su rostro se convertía en una mueca de dolor y sufrimiento—. Me enseñaron todo lo que sé sobre esta tierra, sobre este lugar y me hablaron sobre sus dioses y espíritus. Creo que es por ellos que mantengo este lazo tan estrecho con la isla. Ahora, todo lo que avisto son luces; no puedo ver las estrellas, ni las tribus o los individuos acurrucándose alrededor de sus hogueras. ¿Dónde quedó el lugar que amé?
Perenelle contempló las luces en la distancia.
—Aún está ahí. Sólo que ha crecido.
—Ha cambiado tanto que apenas lo reconozco —musitó De Ayala—, y el cambio no ha sido a mejor.
—Juan, yo también he visto los cambios que ha sufrido el mundo —dijo Perenelle en tono bajo y calmado—. Pero me gusta creer que los cambios siempre son a mejor. Soy mayor que tú. Nací en una época en que un dolor de muelas podía matarte, en que la esperanza de vida era muy corta y la muerte siempre era dolorosa. Mientras tú descubrías esta isla, la esperanza de vida media de un adulto sano no superaba los treinta y cinco años. Hoy en día, es el doble. Los dolores de muelas ya no matan... bueno, en general —añadió con una carcajada. Convencer a Nicolas para que acudiera al dentista era algo prácticamente imposible. Después, continuó—: Los seres humanos han realizado grandes avances durante el último siglo; han creado verdaderas maravillas.
De Ayala flotaba y merodeaba alrededor de Perenelle.
—Y en su afán de crear maravillas, han ignorado las maravillas que les rodean, han desatendido los misterios, ¡a belleza. Los mitos y leyendas caminan inadvertidos entre ellos, desoídos, irreconocibles. No siempre fue así.
—No, no siempre fue así —asintió Perenelle con tristeza.
Observó otra vez la bahía. La ciudad empezaba a desaparecer entre la niebla y las luces cobraban un aspecto mágico y etéreo. En esos momentos, resultaba más sencillo imaginarse cómo debía de haber sido esa tierra en el pasado... y cómo sería si los Oscuros Inmemoriales reclamaban otra vez el planeta. En épocas pasadas, la raza humana había reconocido la existencia de criaturas y otras razas, como los Vampiros o los Gigantes, que vivían entre las sombras. Hubo un tiempo en que seres tan poderosos como dioses habitaban en los corazones de las montañas o en lo más profundo de los bosques impenetrables. Había devoradores de muertos caminando por el planeta; los lobos vagaban por el bosque y bajo los puentes merodeaban criaturas más aterradoras que los troles. Cuando los viajeros regresaban de tierras lejanas, traían historias y relatos sobre monstruos y bestias que habían vislumbrado, maravillas que habían visto con sus propios ojos, y nadie dudaba de su veracidad. Hoy en día, incluso con fotografías, vídeos o declaraciones de testigos que afirmaban algo extraordinario o ultramundano, la gente seguía dudando, clasificando las pruebas como bromas pesadas.