El Mago (30 page)

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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago
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Masticando su tostada, Josh dedicó una mirada crítica a su hermana. Cuando Hécate Despertó los poderes de Sophie y la Bruja de Endor le labia enseñado la Magia del Aire, él había podido distinguir diferencias en su hermana inmediatamente, sobre todo alrededor de su rostro y sus ojos. Incluso se había fijado en el oscurecimiento sutil del color de sus ojos. Sin embarga, esta vez era incapaz de percibir cambios. Tenía el mismo aspecto que antes... aunque ya no era la misma. La Magia del Fuego les distanciaba aún más.

—No parece que hayas cambiado —confesó Josh.

—Yo tampoco siento ningún cambio. Excepto el calor —añadió—, ya no tengo frío.

«Así es mi hermana afora», pensó Josh. Aparentemente, parecía una adolescente normal y corriente. Y, sin embargo, nada tenía que ver con cualquier persona que caminaba por este planeta: podía controlar dos de las magias elementales.

Quizá esto era lo que más le asustaba: los humanos inmortales, personas como Flamel y Perenelle, Juana y el extravagante Saint-Germain e incluso Dee. Todos ellos parecían personas de a pie. Personas con las que uno se cruzaría por la calle y pasarían completamente desapercibidas. Scathach, con su cabellera pelirroja y su mirada verde esmeralda, era la única que llamaría la atención. Claro que ella no era humana.

—¿Te ha... te ha dolido? —preguntó Josh en tono curioso.

—Para nada —respondo con una sonrisa—. De hecho, ha sido algo decepcionante. Francis me cubrió las manos de fuego... Oh, y mira esto —dijo Sophie.

Entonces Sophie levantó el brazo derecho, deslizó la

manga de la camiseta hacia atrás y mostró a Josh el reciente tatuaje. De inmediato, Josh se inclinó hacia delante para observar de cerca la muñeca. —Es un tatuaje —comentó.

La envidia era evidente en su tono de voz. Desde siempre, los mellizos habían comentado hacerse un tatuaje juntos.

—Mamá va a enloquecer cuando vea esto —añadió instantes más tarde—. ¿Dónde te lo has hecho? ¿Y por qué?

—No es tinta, fue quemado con fuego —explicó Sophie, girando la muñeca para tapar el diseño celta.

De repente, Josh le agarró la mano y señaló el punto rojo rodeado por un círculo dorado.

—He visto algo parecido a esto antes... —dijo en voz baja. Josh frunció el ceño, intentando recordar dónde había vislumbrado algo así.

Sophie asintió con la cabeza y añadió:

—A mí también me ha costado acordarme de que Flamel tiene algo parecido a esto en su muñeca. Un círculo con una cruz en el centro.

—Eso es.

Josh cerró los ojos. La primera vez que se fijó en el pequeño tatuaje que lucía Flamel en la muñeca fue cuando empezó a trabajar en la librería y, aunque siempre se preguntó por qué habría escogido ese lugar tan poco habitual, jamás se atrevió a preguntárselo. Abrió los ojos otra vez y contempló el tatuaje. De forma inesperada, Josh se dio cuenta de que su hermana melliza estaba marcada por la magia, marcada como alguien que podía controlar los elementos. Y esto no le gustaba un pelo.

—¿ Para qué lo necesitas ?

—Cuando quiera utilizar fuego, sólo tengo que presionar el centro del círculo y concentrarme en mi aura. Saint-Germain lo denominó un atajo, un gatillo para mi poder.

—Me pregunto para qué necesita Flamel un gatillo —vaciló Josh.

La tetera empezó a silbar y Sophie se volvió hacia el fregadero. Ella se había hecho la misma pregunta.

—Quizá podamos preguntárselo cuando se levante.

—¿Hay más tostadas? —preguntó Josh—. Me estoy muriendo de hambre.

—Tú siempre te estás muriendo de hambre.

—Ya, bueno, el entrenamiento con la espada me ha abierto el apetito.

Sophie clavó un tenedor en una rebanada de pan, manteniéndola en el aire.

—Mira esto —dijo.

Presionó el círculo rojo de su muñeca y su dedo índice ardió en llamas. Frunciendo el ceño, concentrándose, Sophie se centró en la llama, moldeándola, la pasó por encima del pan y tostó la rebanada.

—¿Quieres el pan tostado por ambos lados?

Josh observaba a su hermana fascinado a la vez que aterrado. En clase de ciencias les habían explicado que el pan se tostaba a 310 grados Fahrenheit.

28

aquiavelo estaba sentado en la parte trasera de su elegante coche, junto al doctor John Dee. Frente a ellos, las tres Dísir. Dagon estaba en el asiento del conductor, ocultando su mirada tras unas gafas oscuras. El aire contenido en el coche olía al desagradable hedor de pescado.

Un teléfono móvil comenzó a vibrar, rompiendo así el incómodo silencio. Maquiavelo abrió la tapa sin tan siquiera mirar la pantalla del aparato. Lo cerró casi de forma inmediata.

—Vía libre. Mis hombres se han retirado y hay un cordón de seguridad que rodea todas las calles de alrededor. Nadie se adentrará, ni por casualidad, por esas callejuelas.

—Ocurra lo que ocurra, no entréis en la casa —advirtió la Dísir de ojos púrpura—. Una vez liberemos a Nidhogg, apenas podremos controlarlo hasta que se alimente.

John Dee se inclinó ligeramente hacia delante y, durante un instante, dio la sensación de que estuviera a punto de rozarle la rodilla a la joven. La mirada de la Dísir se lo impidió.

—No podéis permitir que Flamel y los mellizos escapen.

—Eso parece una amenaza, doctor —dijo la guerrera sentada a su izquierda—. O incluso una orden.

—Y a nosotras no nos gustan las amenazas —añadió su hermana, sentada a la derecha—. Y no recibimos órdenes.

Dee parpadeó lentamente.

—No es ni una amenaza ni una orden. Sencillamente es... una petición —dijo finalmente.

—Sólo hemos venido a por Scathach —concluyó la joven de ojos violeta—. El resto no es de nuestra incumbencia.

Dagon se apeó del coche y abrió la puerta a las inmortales. Sin mirar atrás, las Dísir bajaron del coche iluminadas por los primeros rayos de sol y deambularon tranquilamente por la calle secundaria. A simple vista, parecían tres jóvenes que llegaban de una fiesta nocturna.

Dee se cambió de sitio y se acomodó frente a Maquiavelo.

—Si triunfan y consiguen el objetivo, confesaré a nuestros maestros que la idea de traer a las Dísir fue únicamente tuya —dijo el Mago con tono satisfecho.

—De eso no me cabe la menor duda —respondió Maquiavelo sin tan siquiera mirar al Mago inglés. En cambio, no apartó la mirada de las tres guerreras, quienes continuaban caminando por la calle. Después, añadió—: Si, por el contrario, fracasan, puedes decirle a nuestros maestros que las Dísir fueron idea mía, de forma que quedes absuelto de toda culpa. Echar la culpa a otros: creo que aprendí ese concepto veinte años antes que tú nacieras.

—Tenía entendido que estaban dispuestas a traer a Nidhogg, ¿no es así? —preguntó Dee ignorando completamente a su colega.

Nicolás Maquiavelo tamborileó sus dedos contra la ventanilla del coche. —Así es.

Mientras las Dísir caminaban por el callejón sinuoso y angosto, se cambiaron de ropa.

La transformación se produjo cuando pasaron por una zona oscura y sombría. Entraron a la callejuela como cualquier adolescente, vestidas con chaquetas de cuero, pantalones téjanos y botines. Un segundo más tarde, se convirtieron en Valkirias, las doncellas guerreras. Unos largos abrigos de malla metálica de color blanco nuclear caían sobre sus rodillas; unas botas de caña hasta la rodilla, de punta de hierro y de tacón de aguja les cubrían los pies; por último, llevaban unos guanteletes que combinaban el cuero y el metal. Unos gigantescos cascos les protegían la cabeza y ocultaban su mirada, dejando así al descubierto únicamente la boca. Los cinturones de cuero blancos que lucían alrededor de la cintura estaban repletos de vainas de espadas y cuchillos. Cada una de las Valkirias empuñaba una espada de hoja ancha en cada mano, además de un arma atada a la espalda diferente: una lanza, un hacha de dos filos y un martillo de guerra.

El trío se detuvo ante un portón mugriento incrustado en una pared de un edificio. Una de las Valkirias se volvió para echar un último vistazo al coche y señaló con un dedo la puerta.

Maquiavelo pulsó un botón y la ventanilla descendió de forma automática. Alzó el pulgar y asintió con la cabeza. Pese a su apariencia decrépita, ésa era, sin lugar a dudas, la puerta trasera para acceder a la casa de Saint-Germain.

Cada una de las guerreras poseía una diminuta bolsa de cuero que colgaba de su cinturón. Extrayendo un puñado de objetos parecidos a piedras, las Dísir los lanzaron hacia la base de la puerta.

—Están lanzando las runas —explicó Maquiavelo—. Están llamando a Nidhogg... la criatura que tú mismo liberaste, una criatura que los propios Inmemoriales encerraron.

—No sabía que estaba atrapada en las raíces del Árbol del Mundo —murmuró Dee.

—Me sorprende. Pensé que tú lo sabías todo. Maquiavelo cambió de postura en el asiento para mirar directamente a Dee. En aquella penumbra, Nicolas podía distinguir al Mago. Había cobrado un tono pálido e incluso tenía sudor en la frente. Después de tantos siglos controlando sus emociones, Maquiavelo consiguió ocultar su sonrisa.

—¿ Por qué destruiste el Yggdrasill ? —preguntó.

—Era la fuente del poder de Hécate —respondió Dee en voz baja, sin apartar la mirada de las Valkirias, observándolas fijamente.

Se habían alejado de las piedras que habían lanzado a tierra y estaban hablando entre ellas, señalando las baldosas del suelo.

—Era tan ancestral como el planeta Tierra. Y sin embargo, no dudaste en aniquilarla. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó Maquiavelo.

—Hice lo que era necesario —contestó Dee con una voz gélida—. Siempre haré lo que sea necesario para traer a los Inmemoriales a este planeta.

—Pero jamás tuviste en cuenta las consecuencias —comentó el italiano en voz baja—. Toda acción comporta una reacción. El Yggdrasill que tú arrasaste en el reino ele Hécate se extendía a otros Mundos de Sombras. Las ramas más altas alcanzaban el Mundo de Sombras de Asgard y las raíces ahondaban hasta tal punto que incluso rozaban Niflheim, el Mundo de la Oscuridad, Hogar de la Niebla, No sólo liberaste a la criatura, sino que además destruiste al menos tres Mundos de Sombras, o incluso más, cuando clavaste Excalibur en el Árbol del Mundo.

—¿Cómo has sabido que se trataba de Excalibur?

—Tienes muchos enemigos —continuó Maquiavelo, ignorando la pregunta del Mago—, enemigos peligrosos. He oído que la Inmemorial Hel pudo escapar de la destrucción de su reino. Por lo que tengo entendido, está buscándote.

—Ella no me asusta —interrumpió Dee con brusquedad. Sin embargo, la voz le temblaba.

—Oh, pues debería —murmuró Maquiavelo—. Personalmente, a mí me aterra.

—Mi maestro me protegerá —dijo Dee confiado.

—Debe ser un Inmemorial muy poderoso si está dispuesto a protegerte de Hel; nadie que se haya atrevido a enfrentarse a ella ha sobrevivido.

—Mi maestro es todopoderoso.

—No te voy a negar que tenga ganas de conocer la identidad de este Inmemorial tan misterioso.

—Quizá, cuando todo esto acabe, te lo presentaré —dijo Dee. Entonces, desviando la mirada hacia el callejón, añadió—: Y eso podría ocurrir muy pronto.

Las runas siseaban y chisporroteaban sobre el suelo.

Eran unas piedras planas, irregulares y de color negro grabadas con una serie de líneas angulares, cuadrados y grietas.

Ahora, las runas destellaban una luz roja muy brillante y exhalaban un humo carmesí que se desvanecía en la atmósfera matutina.

Una de las Dísir utilizó el extremo de su espada para reunir todas las piedras. Una de sus hermanas apartó una de las runas con el tacón de la bota y la sustituyó por otra nueva. La tercera encontró una runa aislada y la deslizó con su espada hacia el final de la cadena de letras que habían formado.

—Nidhogg —susurraron las Dísir al unísono, llamando a la pesadilla cuyo nombre habían dibujado con las piedras ancestrales.

—Nidhogg —dijo Maquiavelo en voz baja.

Miró más allá del hombro de Dee, hacia su chófer, Dagon, quien mantenía fija la mirada en el horizonte, aparentemente desinteresado en lo que ocurría a su izquierda.

—Sé lo que las leyendas relatan sobre él, pero Dagon, ¿qué es exactamente?

—Mi especie lo denominaba el Devorador de Cadáveres —respondió Dagon con voz pegajosa y burbujeante—. Ya existía antes de que mi raza reclamara los océanos, y eso que fuimos de los primeros en poblar este planeta.

Rápidamente, Dee se giró en su asiento para observar al conductor.

—¿Qué eres tú?

Dagon ignoró completamente la pregunta.

—Nidhogg era tan peligroso que un consejo de la Raza Inmemorial creó un Mundo de Sombras terrible, el Niflheim, el Mundo de la Oscuridad, para encerrarlo. Después, utilizaron las raíces inquebrantables del Yggdrasill para que envolvieran a la criatura, encadenándola para el resto de la eternidad.

Maquiavelo mantenía la mirada clavada en el humo rojizo que emergía de las runas. En ese instante, el italiano creyó ver cómo el humo dibujaba el contorno de una figura.

—¿Por qué los Inmemoriales no lo mataron?

—Nidhogg era un arma —respondió Dagon.

—¿Para qué necesitaban los Inmemoriales un arma? —preguntó Maquiavelo—. Sus poderes eran casi ilimitados y, por aquel entonces, no tenían enemigos.

Aunque permaneció sentado con las manos apoyadas sobre el volante, Dagon giró los hombros y la cabeza casi 180 grados hasta ponerse cara a cara con Dee y Maquiavelo.

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