Con una sonrisa triste, enrolló el mapa y volvió a guardarlo en el cajón de su escritorio. Pese a que ahora le resultaba poco más que un estorbo, no podía deshacerse de él porque debía entregárselo a su hija cuando esta alcanzara la edad convenida. Eso decía la absurda tradición familiar. Y Emma se había prometido respetarla aunque aquel acto no tuviese ningún significado para ella, e incluso estuviese convencida de que jamás tendría descendencia, pues ni estaba enamorada ni lo estaría nunca, con lo cual difícilmente podría ser fecundada por la semilla de ningún varón, a no ser que, como las esporas, llegara hasta ella flotando en el viento.
Hoy será tu último día de trabajo en esta casa, pensó Emma mientras su nueva doncella de cámara tiraba sin ninguna delicadeza de los cordeles de su corpiño. ¿Cómo era posible que aquella escuálida muchachita tuviera la fuerza de un buey de tiro? Ni siquiera había tenido tiempo de aprenderse su nombre, pero ya no importaba. Se llamara como se llamase, iba a pedirle a su madre que la despidiera cuanto antes. Cuando la doncella acabó de vestirla, Emma se lo agradeció con una sonrisa, le ordenó que hiciera la cama y bajó a desayunar. Su madre ya la esperaba en el porche, donde esa mañana, debido al buen tiempo, se había servido el desayuno. Un aire suave, domesticado como un perro, jugaba con los visillos, las flores que adornaban la mesa y el cabello de su madre, que todavía no se había recogido en su clásico moño.
—Quiero que despidas a la nueva doncella, madre —la saludó.
—Pero hija, ¿otra? —se quejó su madre—. Dale una oportunidad. Viene recomendada por los Kunis.
—¡Pues tiene los modales de los bárbaros: ha estado a punto de asfixiarme al atarme el corpiño! —exclamó Emma sentándose a la mesa.
—Seguro que exageras, hija —repuso su madre—. Estoy convencida de que cuando se acostumbre…
—¡No quiero volver a verla! —la interrumpió Emma.
—De acuerdo, hija —concedió ella en tono resignado—. Despediré a Daisy.
—Daisy, esa bruta se llama Daisy… —masculló mientras bebía un poco de zumo de naranja—. ¿Cómo iba a recordar un nombre así?
—¿Qué?
—Nada, madre, nada.
Mientras desayunaban, las doncellas fueron mostrándole a Emma el habitual cargamento de regalos que sus pretendientes le habían enviado como cada mañana: Robert Cullen le había mandado una exquisita gargantilla de esmeraldas, Gilbert Hardy un bellísimo camafeo de nácar blanco tallado, Ayrton Coleman dos entradas para el teatro acompañadas de una docena de buñuelos de nata, y Walter Musgrove, fiel a su costumbre, le había dado los buenos días con un ramo de lirios silvestres. Su madre la observó cabecear con apatía ante cada regalo que las doncellas le enseñaban. Emma ya tenía de todo eso, se dijo. Hija única de una de las familias más adineradas de Nueva York, había crecido rodeada de los lujos más extraordinarios, por lo que era muy difícil que algún presente la sorprendiera. Eso obligaba a sus pretendientes a agudizar su ingenio, pero ninguno parecía saber cómo complacer a aquella muchacha que vivía en una de las pocas mansiones de Nueva York que contaba con su propio salón de baile, al que se llegaba atravesando un sinfín de salones profusos en cortinajes, donde se apretaban con naturalidad toda suerte de obras de arte.
—Ah, Emma… —suspiró su madre—. ¿Qué tiene que hacer un hombre para conquistar tu corazón? Te aseguro que me gustaría saberlo. Así podría darle instrucciones a alguno de ellos. Sabes que estoy deseando que me des una nieta.
—Sí, mamá, lo sé —respondió ella con fastidio—, me dices lo mismo cada día. Cada maldito día desde que cumplí los veinte años.
Su madre guardó silencio unos segundos, mientras observaba el infinito con tristeza, como si de repente hubiera descubierto que el aire tenía algo escrito en su envés.
—Ay, una niñita correteando por aquí lo llenaría todo de alegría, ¿no piensas lo mismo, querida? —dijo al poco, volviendo a la carga ahora en tono evocador.
Emma bufó.
—¿Por qué estás tan segura de que sería una niña? —inquirió.
—No estoy segura, Emma. ¿Cómo quieres que lo esté? —se defendió su madre—. Es solo lo que me gustaría. Es a Dios a quien corresponde dotar a cada criaturita del sexo que él considere oportuno, por supuesto.
—Ya…
Emma sabía perfectamente por qué lo decía su madre. Hasta el momento todas las que habían heredado el mapa habían sido mujeres: la abuela Eleonor, su madre Catherine, y ella. Era como si el propio dibujo, por alguna razón que Emma desconocía, ejerciera algún tipo de influjo sobre el embrión de quien debía recibirlo, inclinando su sexo hacia el género femenino apenas empezaba a formarse. Así que ella, si algún día se enamoraba, cosa que cada vez le parecía más improbable, daría a luz a una niña. Y luego se le secaría misteriosamente el vientre, como les había ocurrido a su abuela y a su madre, quienes tras concebir a sus respectivas hijas habían sido incapaces de repetir el milagro, pese a los vigorosos esfuerzos de sus maridos. No obstante, creer que hasta el momento todo había sido fruto de la casualidad no despertaba en su madre el mismo sentimiento de novelesca inquietud, pensaba Emma.
—Y a los diez años le entregaría el mapa del cielo, ¿no? —preguntó con ironía.
A su madre se le iluminó el rostro.
—Sí, será un momento mágico para ella, como lo fue para ti, Emma —dijo, presa de la ensoñación—. Todavía no he podido olvidar tu carita extasiada cuando desenrollé el dibujo de tu bisabuelo.
Emma suspiró. Su madre era inmune a la ironía. Simplemente no se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera decirle algo con otra intención que no fuera la de agradarla, y si por algún casual llegaba a sospecharlo, entonces dejaba de escuchar. Nada ni nadie podían alterar a Catherine Harlow. Aunque ella no pensaba dejar de intentarlo, se dijo Emma, contemplando con fastidio cómo una de las doncellas caminaba hacia el porche desde la casa, portando la bandejita del correo. Tras el poco imaginativo desfile de regalos, llegaba el momento de las invitaciones a cenas, bailes y demás acontecimientos de la semana siguiente. Esperaba que no hubiese ningún acto ineludible que no pudiera rechazar alegando algún tipo de malestar pasajero. Estaba harta de acudir a fiestas y a cenas en las que se criticaba a quienes no estaban presentes con la misma corrección con que había que comportarse en la mesa. Por suerte, esta vez en la bandeja solo dormitaba un sobre lacrado. Emma lo abrió con su habitual desgana y leyó la tarjeta que había en su interior, recorrida por una caligrafía pulcra y elegante:
Querida señorita Harlow, no sé lo que desea, pero le aseguro que yo puedo dárselo, aunque sea imposible.
MONTGOMERY GILMORE
Emma volvió a guardar la tarjeta en el sobre con gesto de aburrimiento. Por si aún no tuviera bastante, Gilmore volvía a la carga. Montgomery Gilmore era su pretendiente más rezagado, el último que se había incorporado a aquel coro de admiradores tan acaudalados como insulsos. Se trataba de un hombre incómodamente alto, de cara redondeada y blanda, como la de un muñeco de nieve que el sol empezara a derretir, y estaba tan forrado como los otros. Pero a Emma le repelía tanto o más que el resto de sus pretendientes, pues Gilmore no solo carecía del respaldo de un físico agradable, sino que se le antojaba mucho más engreído que sus competidores. O quizá, para ser más exactos, habría que decir que se mostraba más torpe a la hora de embridar su natural petulancia. Los otros eran, en su mayoría, conquistadores consumados, y el que no tenía experiencia, al menos parecía haberse estudiado el manual del pretendiente ideal, donde la recomendación de disimular la arrogancia bajo una elegante capa de humildad había sido subrayada hasta desgarrar el papel. Gilmore, sin embargo, parecía enfrentar por primera vez esa otra especie inteligente del universo conocida como mujer, y actuaba ante ella con la feroz desenvoltura con que probablemente se manejaba en el mundo de negocios, regido desde siempre por hombres tan montaraces como él. Pero Emma no era una propiedad que adquirir ni un contrato que llevar a buen puerto, sino alguien que, si bien consideraba el galanteo como una ceremonia tan tediosa como inevitable, al menos podía digerirlo si se realizaba con cierta maestría. Eso la llevaba a exigir a sus pretendientes unos requisitos mínimos, que Gilmore insistía en saltarse.
Le habían bastado únicamente dos citas con él para comprender que, aunque con el tiempo podría llegar a sentir algo parecido a un tibio afecto hacia alguno de sus otros pretendientes, hacia Gilmore solo podría desarrollar una repugnancia cada vez mayor. Ambos encuentros habían tenido lugar en su casa y bajo la vigilancia de su madre, como era habitual en un cortejo que mereciera ese nombre. Durante el primero de ellos, Gilmore se había limitado a presentarse, haciendo alarde de sus posesiones e inversiones, para que a Catherine Harlow no le quedara la menor duda de que quien cortejaba a su hija era uno de los hombres más adinerados de Nueva York. Aparte de eso, apenas había dejado traslucir unos gustos corrientes y unas opiniones más o menos convencionales sobre la política y sobre algún que otro asunto de índole social que su madre le había planteado con la intención de averiguar su catadura moral. Eso sí, había exhibido en todo momento una desmesurada, casi irritante, seguridad en sí mismo que mantuvo también durante la segunda cita, en la que, para sorpresa de Emma, su madre se había presentado acompañada por su padre, quien generalmente no se rebajaba a conocer a sus pretendientes. Pero cuando ambos les habían dejado solos para que pudiesen dar un romántico paseo por Central Park, Gilmore perdió de repente toda la arrolladora confianza que había mostrado cuando perfilaba su pequeño imperio y respondió a sus preguntas de forma vacilante y torpe. Luego, en lo que a Emma le pareció un desesperado intento por volver a mostrarse ante ella como el digno representante de una especie supuestamente inteligente, incurrió en el engreimiento y la presunción, pero en ningún momento recurrió a ese vocabulario amoroso que un hombre siempre acostumbra a desplegar al quedarse a solas con la mujer que ama. Y Emma no supo si aquella torpeza sentimental se debía a que Gilmore era incapaz de concebir el amor más que como una transacción mercantil, o a que una suerte de invencible timidez lo inhabilitaba para mantener conversaciones íntimas con las mujeres. Pero lo cierto es que tanto le daba una cosa como otra, pues aquel hombre que tan desconcertantemente oscilaba entre la más patética timidez y la más irritante petulancia no despertaba en ella la menor atracción, y estaba segura de que jamás la despertaría. Así que, mientras cruzaban uno de los muchos puentecitos del parque en dirección a la salida, Emma le había pedido que abandonara su inútil cortejo. Asombrosamente, él no se inmutó. Se limitó a sacudir su enorme cabeza mientras sonreía para sí, como si lo que ella pensara sobre el asunto poco pudiera importar. Luego, divertido por su ocurrencia, dijo: «Si dejara de cortejarla, señorita Harlow, sería la primera vez en mi vida que no conseguiría lo que quiero». Al oír aquello, Emma le había dejado plantado en medio de Central Park, furiosa por la presunción de aquel insolente que desconocía las más elementales normas de cortesía en el trato con las damas y que, además, parecía enorgullecerse de ello. Durante la semana siguiente, Emma no había tenido noticias suyas, por lo que finalmente dedujo que Gilmore había recapacitado y concluido que aquel cortejo le exigía un esfuerzo excesivo para una recompensa tan pobre; sin duda era mucho mejor dedicarlo a empresas menos complicadas.
Pero se equivocó, como demostraba aquella intempestiva tarjeta en la que le prometía lo imposible con esmerada caligrafía. Al parecer, Gilmore había decidido continuar con su galanteo haciendo oídos sordos a sus desaires, demostrándole de paso que era posible actuar de un modo aún más torpe. El hecho de que, por ejemplo, ni siquiera se hubiese molestado en escoger para ella joyas o flores, ocultando su pereza bajo aquella desagradable bravata, no había hecho más que irritarla: era mucho más sencillo comprarle lo que ella le pidiera que adelantarse a sus caprichos. Gilmore, más que ningún otro, merecía una elegante réplica por su parte, una respuesta que lo pusiera en su sitio y, con un poco de suerte, lo disuadiese definitivamente de continuar cortejándola. Si algo sobraba en Nueva York eran jóvenes casaderas de buena cuna. Gilmore podía dedicarse a incordiar a cualquier otra muchachita más dócil que ella.
Tras el té de las cuatro, Emma subió a su habitación para dilapidar la tarde en la tediosa labor de agradecerle a su corte de pretendientes los regalos con que la habían agasajado ese día. Agradeció la gargantilla al joven Robert, a quien su adinerado padre estaba educando para los negocios con la misma mano dura que entrenaba a sus mastines para la caza. Agradeció el camafeo a Gilbert, un rico muchachito al que le gustaba provocarla saltándose las convenciones, pero que se amedrentaba cuando ella fingía querer ir más allá. Agradeció las entradas y los dulces al señor Coleman, un caballero extremadamente culto empeñado en arrastrarla por los teatros y galerías de la ciudad con la intención de que tal exposición al arte enalteciera su ya de por sí adorable espíritu. Y agradeció las flores a Walter, el prometedor abogado que solía aburrirla con sus ambiciones políticas, sus cotilleos sociales y su descripción del futuro compartido, que a Emma se le antojaba una vitrina atestada de objetos lujosos donde ella tenía reservado su propio hueco. Puso especial cuidado en mostrarse cortés y tibiamente afectuosa con todos por igual, porque sabía que muchos de ellos acostumbraban a cotejar sus tarjetas para intentar rastrear alguna preferencia por parte de ella. Aquella ingrata tarea ocupaba también la tarde de sus doncellas, que apenas podían hacer otra cosa que ir de aquí para allá cargando con los sobrecitos. Dejó para el final la respuesta a Gilmore, quien aparte de ahorrarse especular sobre sus gustos se había atrevido a desafiarla invitándola a pedirle algo que él no pudiera conseguir. Emma meditó unos segundos antes de surcar con su moderna estilográfica la blancura de la tarjeta destinada a aquel gordito engreído, que sin duda esperaba que ella le pidiera algo que estuviera al alcance de su fortuna. Pero Emma no pensaba rebajarse a eso. Finalmente, escribió:
Es muy amable, señor Gilmore. Pero lo que yo deseo nadie podría concedérmelo. Y me temo que a mí me resultaría imposible desear algo que usted pudiera conseguirme.