La novela de Allan comenzaba narrando el viaje del bergantín
Grampus
por los Mares del Sur y, dejando a un lado la equivalencia rítmica y fonética de su nombre con el del protagonista del relato, había otros elementos autobiográficos, algunos de los cuales remitían sin ninguna duda a su viaje: parte de la narración transcurría en una bodega tan asfixiante como la que el monstruo de las estrellas había escogido como escondrijo, y uno de los personajes era un mestizo apellidado Peters. Aunque ahí acababan todos los ecos que había en la novela de su malograda expedición, pues en la segunda parte, donde se narraba el viaje al Círculo Polar Antártico, Allan se había dejado remolcar únicamente por su imaginación, quizá temiendo que su ánimo se resquebrajara si rememoraba la verdad: tras numerosos pasajes escabrosos y violentos, sorteando icebergs y con varios miembros de la tripulación mostrando síntomas de escorbuto, el buque lograba llegar a un islote donde eran recibidos por una tribu de salvajes que intentaban secuestrarlos. En la escena que remataba aquel festival de truculencias, tras navegar hacia el sur a través de un océano de un blanco lechoso, y bajo una finísima lluvia de ceniza, los protagonistas distinguían, antes de despeñarse por una impresionante catarata, una misteriosa figura de inmaculada blancura y dimensiones superiores a las de cualquier habitante de la Tierra.
Reynolds le escribió una larga carta expresándole lo mucho que había disfrutado con su novela, en la que también trató de averiguar lo que significaba aquel final tan extraño como alusivo. Se lo preguntó de la manera más sutil que supo, pero, para su sorpresa, el artillero tampoco sabía muy bien qué esperaba a sus protagonistas al borde de la catarata.
El abrupto final de la novela ha generado toda suerte de comentarios, mi querido Reynolds —le escribió—. Algunos críticos afirman que no he sabido rematarla, que la he abandonado en el momento culminante tal vez por pereza, por haber secado ya el pozo de mi pobre imaginación o porque la propia historia me lo ha impuesto, como si algo me obligara a callar. Yo les dejo que especulen, pobres infelices. Aunque lo cierto es que ni yo mismo tengo la respuesta, pues las páginas finales las escribí en lo que solo puedo definir como un estado de profunda alucinación, en una etapa de terribles pesadillas en las que inevitablemente aparecía una horrible criatura de la que luego, una vez despierto, lo único que podía recordar era la impresión de horror que me había causado. Pero no sufras por mí, amigo mío. Te conozco bien, lo suficiente como para adivinar lo que estarás pensando: temes que tu pobre amigo haya perdido la razón. Suspira tranquilo, eso todavía no ha ocurrido. Aunque a ti no quiero mentirte: de algún modo que no sé explicar, siento que cada vez me alejo más de la cordura. Mis pesadillas han invadido incluso mis horas de vigilia. A veces pienso: ¿Estoy enfermo? ¿Qué va a ser de mí? Y sé que solo tú sospechas la respuesta.
Reynolds leyó sus últimas palabras estremecido, mientras revivía todos los temores que había albergado sobre la salud mental de Allan durante su viaje de regreso a América. Quizá aquella mente tan brillante, delicada y tortuosa no había podido asumir una vida construida sobre los cimientos del olvido voluntario. Reynolds no había tenido el menor problema para vivir de esa manera, pues se esforzaba en no recordar de un modo consciente aquel episodio, al tiempo que repoblaba su cabeza de toda suerte de preocupaciones mundanas, hasta que el paso de los años había terminado por empañar los horrendos recuerdos de la Antártida. Tal vez había podido hacerlo porque los mecanismos que regían el funcionamiento de su mente eran mucho más simples que los del artillero, reconoció sin sonrojo. ¿Acaso no había olvidado que había matado a Symmes? En cambio, Allan, incapaz de olvidarlos voluntariamente, había tenido que borrarlos, emparedarlos tras un muro de piedra erigido para la ocasión, aunque no había podido evitar que el horror calara a través de la roca, derramándose sobre los páramos blancos e infinitos de las hojas vacías que cada día colocaba sobre su escritorio. Sí, allí había desterrado Allan a todos los monstruos que quería exorcizar de su vida. Sin embargo, Reynolds sospechaba que a su amigo cada vez le costaba más distinguir cuál de las dos existencias, la vida o la escritura, era la auténtica. A pesar de sus turbadoras conclusiones, Reynolds se limitó a enviarle una carta plagada de tópicas muestras de consuelo, pues sabía que poco más podía hacer por el atormentado artillero, salvo rogar a un Dios en el que cada vez creía con menos convicción, que aquel gigante blanco que esperaba a su amigo al borde de la catarata no fuera el fantasma de la locura absoluta.
La siguiente carta de Allan le llegó desde Filadelfia, adonde el artillero se había marchado a probar suerte, después de que sus continuas borracheras deteriorasen irreparablemente sus relaciones laborales.
Pero como un perro fiel, la miseria nos ha seguido hasta aquí —le escribió—, y he tenido que batir mi pluma en gestas más pedestres de las que hubiera deseado, escribiendo incluso un libro por encargo sobre el estudio de las conchas de los moluscos; ya me dirás tú qué placer estético puede reportarme tal cosa… Aunque afortunadamente esos encargos no me restan tiempo para seguir escribiendo cuentos, unos cuentos tenebrosos y malsanos que hasta a mí mismo me espantan. Sin embargo, sé que no podrían ser distintos, amigo mío, pues están moldeados con una arcilla oscura que tomo directamente de mis pesadillas. Ni siquiera mis cuentos sobre los casos de Auguste Dupin, que intento que resulten menos tenebrosos, pueden liberarse de ese horror inevitable que los recubre como musgo húmedo. Solo mi adorada Virginia logra filtrar un poco de luz en mi oscura alma cuando cada día, al regresar del trabajo, me recibe con un ramo de flores recién cortadas.
Desgraciadamente esa luz demostró ser tan frágil como la de una vela, pues enseguida se extinguió. La siguiente carta de Allan fue terrible y desgarradora, escrita por alguien que había perdido la fe en la vida.
Amigo mío, te escribo desolado, al borde del más hondo de los abismos, pues ya no albergo dudas de que la desgracia no tiene otro juguete con el que entretenerse que mi desdichada alma. Virginia, mi delicada ninfa, ha caído enferma. Hace unos días, mientras nos deleitaba cantando mis melodías preferidas acompañándose con el arpa, la voz se le quebró en una nota aguda, y acto seguido, como en una espeluznante coreografía ideada por el mismísimo diablo, la sangre comenzó a manar de su dulce boca. Es la tuberculosis, querido amigo, que viene a por ella. Sí, esa infame arpía pretende arrebatármela en dos años o menos, según los médicos, sin importarle que su ausencia ninguna otra pueda llenarla. ¿Qué será de mí cuando ella falte, Reynolds? ¿Qué será de mí cuando empiece a marchitarse, cuando su tierna belleza comience a deshojarse, dejando sobre los días una estela de pétalos con los que mis torpes manos intentarán en vano volver a construir una rosa?
Profundamente conmovido por la enfermedad de aquella niña a la que ni siquiera conocía, y por el salvaje dolor que aquello causaba en su amigo, Reynolds decidió ayudarle en la medida de sus recursos, y les ofreció el consuelo de una granja en Bloomingdale, en las afueras de Nueva York, un modesto paraíso rodeado de aire puro y praderas de mullida hierba, para que la naturaleza insuflara a Virginia el aliento que la muerte le estaba robando tan perezosamente. Allí encontró la pareja una breve tregua, según supo Reynolds, e incluso lograron arañarle a la vida un poco de felicidad, pero el feroz invierno les obligó a volver a Nueva York.
Al poco de su llegada, Allan convulsionó los círculos literarios neoyorquinos publicando
El cuervo
, un poema en el que llevaba trabajando largo tiempo y que el sosegado período estival le había permitido rematar. El explorador oyó que la gente se agolpaba en sus lecturas, ansiando oírle recitar aquellos versos oscuros que sobrecogían el corazón. Intrigado, acudió a uno de esos recitales, y comprobó in situ el efecto que la lectura del artillero, muy tieso en la silla y resplandecientemente pálido, tenía sobre el público asistente, en particular sobre las impresionables damas. Cuando el acto acabó, Reynolds le invitó a cenar en un restaurante cercano, y allí, después de diseccionar como un cirujano torpe su pastel de carne, el artillero se derrumbó, confesándole que aquel oscilar entre esperanza y desesperación al que la enfermedad de Virginia sometía su alma era algo mucho peor que la muerte misma de su mujer. Y solo había encontrado un modo eficaz de combatirlo: mediante el alcohol y el láudano. Naturalmente, no hablaron de aquellos extraños y lejanísimos días que ambos habían pasado en la Antártida, luchando codo con codo contra una temible criatura del espacio que había intentado matarles. Todo aquello sonaba ahora irreal, quizá imaginado, y carecía de relevancia. Y cuando se despidieron con un estrecho abrazo, a Reynolds ya ni siquiera le importó si el artillero había perdido o no la razón. El amor de Allan se moría, la muerte se llevaba poco a poco a su Virginia, la arrancaba de su lado sin que nadie pudiera hacer nada. En alguna parte, alguien había decidido que aquellas dos personas buenas y generosas debían sufrir, sin que se supiera por qué, en una elección que se antojaba arbitraria. Eso, y no otra cosa, era lo que realmente convertía el mundo en un lugar aterrador.
Reynolds no necesitó abrir su siguiente carta, enviada desde algún lugar de su eterna trashumancia, para adivinar la dolorosa noticia que contenía. Después de aquello, lo siguiente que supo de él fue que, en su desorientado deambular, había terminado volviendo a Richmond. Allí, Allan se había enterado de que Elmira, su amor de juventud, aquella muchacha que nunca llegó a recibir sus cartas, era entonces una viuda decente, y la buscó de inmediato, como quien necesita cerrar un círculo. Elmira se dejó cortejar y en cuestión de semanas el matrimonio había quedado concertado. Fue entonces cuando Reynolds recibió la última carta de Allan. En ella le decía que haría escala en Baltimore rumbo a Filadelfia, adonde se dirigía en busca de su tía para que pudiera acudir a la boda. Tras leerla, Reynolds le respondió de inmediato, ofreciéndose a recogerlo cuando llegara a la ciudad y a acompañarlo durante las horas que tenía que esperar el tren. Sin embargo, diversos asuntos —de una ridiculez que luego no podría evitar recordar con amarga rabia— le retuvieron más de lo necesario, y cuando llegó al puerto, Allan ya no estaba.
El 29 de septiembre de 1849 Baltimore despertó arropada por un frío atroz. Era día de elecciones presidenciales y en las puertas de las tabernas, acondicionadas como colegios electorales, los ciudadanos habían prendido hogueras para combatir las bajas temperaturas. Al no encontrar a Allan, Reynolds recordó con un estremecimiento en el alma que una de las prácticas habituales de los partidos era emborrachar a pobres diablos para arrastrarlos de un comicio a otro, obligándoles a votar repetidamente al mismo candidato. De repente, temió que su amigo hubiese sido víctima de uno de aquellos grupos y comenzó a recorrer las calles de Baltimore con andares apresurados, preguntando por el artillero en todas las tabernas que le salían al paso. Y si alguien hubiese podido observar la peregrinación del explorador desde las alturas, como solo yo puedo hacerlo, habría comprobado con amarga tristeza que Reynolds había estado a punto de tropezarse con Allan en más de una ocasión, si no hubiese sido porque, en el último momento, el azar le había hecho tomar una calle en vez de otra.
Así, sin que la casualidad quisiera unirlos, Allan deambulaba de taberna en taberna terriblemente ebrio, guiado a empellones por un grupo de desalmados que lo había embaucado nada más atracar el barco en el puerto. Caminaba de un lado a otro abrazado a sí mismo, intentando espantar el frío que se le colaba bajo las ropas de mendigo con que lo habían vestido para mofarse de él, mientras todo se desdibujaba cada vez más a su alrededor, hasta que el agotamiento y la embriaguez le obligaron a postrarse de rodillas ante una de las tabernas, incapaz de levantarse de nuevo, y allí fue abandonado a su suerte por el grupo, como un objeto inservible depositado junto a la basura. Respirando con dificultad y zarandeado por bruscos temblores, Allan contempló la hoguera que ardía ante la entrada de la taberna, intentando que le sirviera de ancla en aquel mundo oscilante. Pero el mareo que lo embargaba hizo que la modesta fogata alcanzara proporciones de incendio, y aquel frío terrible y la frenética danza de las llamas se aliaron para sacudirle la memoria.
Aterrado, Allan sintió que una pequeña esclusa se rompía en su mente, y que la cascada de recuerdos que contenía se derramaba por su conciencia, con una claridad tan cegadora que creyó estar viviéndolos de nuevo: vio el
Annawan
envuelto en una crepitante cabellera de fuego, vio a los marineros arrojándose sobre el hielo desde la cubierta devorados por las llamas, vio al monstruo de las estrellas avanzando hacia ellos con sus garras teñidas de sangre, vio un reguero de perros decapitados, y oyó la voz de Reynolds ordenándole que se levantara, que debían correr si querían conservar la vida aunque fuese por un puñado de minutos más. Y Allan comenzó a mover los brazos desesperadamente, imaginando que corría pese a encontrarse de rodillas, sin sentir cómo estas se despellejaban al rozar contra el duro suelo. El artillero corría por la nieve, empujado por Reynolds, huyendo del monstruo que anidaba en sus pesadillas y que ahora estaba allí, otra vez detrás de él; un monstruo que había llegado a la Tierra desde Marte o desde algún otro planeta del universo, porque el universo era un lugar habitado por horrendas criaturas que la incompetente imaginación humana ni siquiera era capaz de concebir un monstruo que iba a despedazarle sin remedio porque él ya no podía correr más, porque estaba agotado, porque solo quería tumbarse allí, en el hielo, y dejar que todo terminara. Pero no, su amigo tiraba de él. ¡Corre, Allan, corre, maldita sea! Y él corría, corría en círculos, de rodillas, delante de la fogata, mientras ante sus ojos febriles se extendía una nada blanca e infinita, y oía los bramidos de la criatura a sus espaldas, y sus propios gritos llamando al explorador, demandando su ayuda una y otra vez.
—¡Reynolds, Reynolds, Reynolds!
Y siguió llamándolo en el hospital universitario del Washington Medical Collage, donde, tras recorrerse todos los hospitales de la ciudad, Reynolds lo encontró al fin.