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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (27 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Como pueden ver, llegaron a conocerse el uno al otro mejor incluso de lo que cada uno se conocía a sí mismo, y en aquella amistad encontraron el modo de consolarse de la paradójica soledad que se les había infiltrado bajo la piel al descubrir que el hombre no era el único habitante de la Creación. Sin embargo, a medida que se acercaban a su destino, ambos dejaron de hablar del monstruo de las estrellas. Al principio lo hicieron movidos por la cautela, para evitar cometer algún desliz cuando llegaran a América, pero luego porque gradualmente se fueron habituando a aquella realidad inventada, aceptándola como verdadera casi sin darse cuenta. Y aunque Reynolds fantaseaba de un modo consciente, agradecido de que aquellos horribles recuerdos se fueran difuminando cada vez más por falta de uso, empezó a preocuparle el malsano deleite con que Allan parecía entregarse a la farsa, e incluso empezó a temer por su salud mental cuando en mitad de alguna conversación íntima este aludía a aquella realidad apócrifa como si fuera la auténtica. Cada día que pasaba, el artillero se le antojaba más nervioso, más lejano, más translúcido incluso, como si su razón se estuviera desflecando imperceptiblemente, como la alfombra de un vestíbulo de paso. Aquello inquietaba a Reynolds, que no se decidía a abordar el asunto directamente con el artillero por temor a causarle más daño. Y en mi opinión era una inquietud de lo más comprensible para un hombre de su época, pues aún faltaba más de medio siglo para que cierto neurólogo austríaco desvelara al mundo los mecanismos de la mente humana, que podría compararse, si me permiten el símil, a un castillo medieval cuyo noble suelo de piedra esconde una tupida red de sótanos y galerías donde el monarca arrumba todo cuanto no quiere tener delante.

Sea como fuere, cuando Reynolds y Allan llegaron a América, ambos contaron su fantástico relato sin ninguna vacilación ante el ejército de periodistas que esperaban la llegada de dos de los miembros de la Gran Expedición Americana al Polo Sur. Durante interminables horas, con voz quebrada y morosa, como si recordarlo todavía les estremeciera el alma, relataron todo lo que habían vivido desde que zarparon de la bahía de Nueva York en busca de la entrada al centro de la Tierra.

Y el mundo pareció creerles.

Tras aquella interminable ronda de entrevistas que los dejó exhaustos, regresaron al fin a Virginia, y Reynolds pudo comprobar con alivio que su aire parecía sentarle bien a Allan, pues a los pocos días se restableció por completo, emergiendo de la crisálida de su delirante pantomima convertido en una mariposa capaz de revolotear con normalidad, o al menos con la misma normalidad con que debía de revolotear antes de que el explorador la conociera. Sin embargo, a Reynolds le bastaba asomarse a sus ojos para atisbar el poso de horror que le había quedado en el alma, por lo que no sabía si Allan recordaba lo que había sucedido de verdad en la Antártida o lo había enterrado bajo aquel puñado de mentiras. Una semana después de su llegada, sin poder resistir más su ansiedad, optó por preguntárselo directamente. Allan le observó con una expresión de ligera sorpresa.

—Claro que recuerdo lo que nos sucedió allí, mi querido amigo. Me obligo a recordarlo cada noche, para que todo aquel horror alimente mis pesadillas, y me obligo a olvidarlo cada mañana, para templar mi pulso y poder escribirlas —le confesó, sonriéndole con ternura—. No te preocupes por mí, Reynolds. Soy un artista. Y un artista no es más que un hombre arrastrado por un río: en una orilla está la cordura y en la otra la locura, pero él jamás encontrará el descanso en ninguna de las dos: seguirá fluyendo entre ambas, arrastrado por las aguas de su arte, alejado de la vida que se desarrolla en tierra, desde donde los demás le observan sin poder ayudarle, hasta morir en la inmensidad del mar.

Aunque no llegó a entender del todo aquella enredada metáfora, Reynolds asintió: la primera frase sí la había entendido, y le bastaba con eso. Allan lo recordaba todo. Sabía perfectamente que habían sido atacados por un marciano. Sabía diferenciar lo sucedido de lo imaginado, lo inventado de lo real. No había enloquecido, como el explorador temía. Y satisfecho con aquella respuesta, nunca más volvió a preguntarle sobre ello. Desde que había puesto el pie en la bendita América, Reynolds se había despojado de su traje de soñador, por seguir con las metáforas, lo había quemado en una chimenea igual de metafórica, y había abrazado con euforia su verdadera y práctica naturaleza. Así que, una vez que la salud y la mente del artillero parecieron estar fuera de peligro, pasó a ocuparse de sus propios asuntos, considerando que ya había cumplido con creces su papel de amigo.

Lo primero que hizo fue acudir a casa de Josephine, su prometida, con la intención de abandonarla, tal y como había decidido durante la expedición. Pero para su propia sorpresa, salió de allí con fecha de boda. Al principio de la entrevista que había mantenido con ella, Reynolds la había estudiado con enigmática fijeza, esperando que en su interior eclosionara algo semejante al asco, pues tras haber descubierto aquel inmenso y novedoso amor por la vida no quería pasar ni un solo día más en compañía de alguien que respirase sin experimentar el menor regocijo ante tal milagro. Antes quizá se hubiera resignado a ella, pero ahora Reynolds aspiraba a algo más. Ya no necesitaba el dinero, ni el respeto de los demás, ni la gloria, ni la posición social. Lo que ahora necesitaba era vivir el amor, caer preso de una pasión inmortal, pues no quería morir sin haber experimentado lo que de pronto se le antojaba el más sublime de los sentimientos. Y Reynolds tenía muy claro que Josephine no era la mujer destinada a inspirárselo. Sin embargo, al verla sentada ante él, con el vestido apropiado para aquella hora de la tarde y escuchando sus aventuras con apacible deferencia, pero sin mostrar el menor interés por un mundo que para ella no tenía ninguna validez ni consistencia porque simplemente no habitaba en él, Reynolds dudó que existiera vida dentro de la Tierra o en las profundidades del espacio. O quizá fuese más exacto decir que prefirió no saberlo porque, de pronto, lo que tenía delante, aquel mundo tan obvio, lleno de cosas que podía ver y tocar, dispensadas de contener misterio alguno, como la tetera de porcelana que había sobre la mesa o la gargantilla que lucía la muchacha, le resultó por vez primera suficiente. Y Josephine, erigida en emperatriz de aquella realidad falsamente verdadera que habitaban los simples, le pareció el refugio perfecto para huir del horror que latía tras ella. De repente había comprendido que el único modo de sortear el miedo y la locura que lo amenazaban era volverse tan ordinario como ella, protegerse tras la ignorancia y el desinterés de las almas esmeradamente vulgares. Y contemplando a la muchacha, se dijo que de él dependía verla más hermosa e interesante de lo que en realidad era, así que se entregó a la tarea con la bendición de su insobornable espíritu práctico, y tras media hora de charla exaltada logró que Josephine se olvidara del desganado modo con que la había cortejado hasta entonces y que entregara su corazón a aquel amante inesperadamente entusiasta que le habían devuelto los hielos. ¿Y qué mejor forma de anclarse a esa inofensiva realidad que el hombre había construido a su alrededor que dedicarse a velar su buen funcionamiento?, pensó Reynolds. Así que, tras adornar los labios de su recién prometida con el beso más sincero que había dado nunca, guardó sus cosas en un baúl, se despidió de Allan y se fue a estudiar derecho a Nueva York.

Sin embargo, pese a refugiarse tras la empalizada de una vida corriente y aburrida, Reynolds no podía evitar que los recuerdos de lo sucedido en la Antártida le asaltaran cada vez que bajaba la guardia. Le bastaba con mirarse la palma de su mano izquierda para que eso sucediese. Allí lucía una extraña quemadura, una letra o un símbolo marciano cuyo significado ya nunca conocería, y que le advertía que el mundo ocultaba más misterios de los que a simple vista podía ver. Algunas noches aquel pensamiento le impedía conciliar el sueño, y el explorador atravesaba entonces la madrugada espiando el cielo estrellado por la ventana y preguntándose qué habría sido del marciano. ¿Habrían acabado realmente con él o habría sobrevivido, ingeniándoselas para seguirlo hasta América y ahora lo vigilaba con la apariencia de alguno de sus compañeros de estudio? Sabía que aquello era improbable, pero eso no impedía que lo inundara el miedo cada vez que algún compañero lo contemplaba con mayor fijeza de lo habitual. A un tal Jensen que lo había invitado a tomar un brandy en su habitación, incluso había dejado de hablarle. Reynolds sabía que se estaba conduciendo con un celo excesivo, por no decir ridículo, pero no podía evitar que aquellos temores condicionaran su vida. Se sentía solo, envuelto en una soledad tan inédita como absurda que solo lograban espantar las cartas de Allan, la única persona que podía comprenderle.

Desde que se mudara a Nueva York, su amigo había adoptado la costumbre de enviarle largas cartas que le ponían al corriente de las novedades de su vida, aunque resultaba evidente que aquello no era más que una excusa para hablarle del malestar de su alma, porque también Allan lo necesitaba a él. A través de las cartas, Reynolds fue testigo de cómo la vida del único amigo que tenía en el mundo cambiaba de forma con la lentitud de un gato que se despereza. Por la primera carta, supo que había forzado su expulsión de West Point, lo que le había causado un nuevo altercado con su padrastro, esta vez de dimensiones tan enormes que Allan había optado por refugiarse en Baltimore, en casa de su tía María Clemm, decidido a volcarse en el relato, pues se sentía decepcionado ante el escaso éxito que había obtenido con la publicación de
Al Aaraaf
, el largo poema que había escrito durante su estancia en el
Annawan
. No obstante, enseguida comprendió Reynolds que aquellos pormenores deslavazados no tenían otra función que la de ejercer de educado preámbulo a lo que a Allan realmente le interesaba contarle: sus pesadillas, aquella calceta siniestra que su cerebro tejía a oscuras. Le confesó que soñaba con toda suerte de horrores: buques tripulados por muertos, damas de hermosos dientes que se descomponían ante sus ojos presas de un misterioso mal, e incluso se veía a sí mismo torturado por la Inquisición española o sacándole los ojos a un gato con un cortaplumas, para luego ahorcarlo sin sentir un solo remordimiento. A veces, salía a la calle tan agitado que creía cruzarse consigo mismo.

Esos engendros tenebrosos que se han apoderado con tanta facilidad de mis sueños —le escribía con desconsuelo— hacen que despierte en medio de la noche terriblemente angustiado, con el corazón enloquecido y embalsamado en un sudor helado. Aunque debo confesarte que nunca escribí como lo estoy haciendo ahora. No quiero renunciar a ellas, pues temo que estas pesadillas sean el único modo de que dispongo para achicar el horror que inunda mi desgraciada alma, un horror que por fin he descubierto cómo estampar en el papel, con tanta veracidad como si lo estuviera escribiendo con mi propia sangre.

Reynolds había cerrado aquella carta con una triste sonrisa. El marciano les había emborronado el alma de sombras, pero no podía más que alegrarse de que, al menos a Allan, aquellas sombras le resultaran de utilidad. A él solo le habían servido para dejar de contemplar las estrellas con ojos inocentes y manifestar un injustificado recelo hacia cualquiera que lo observara con curiosidad, pero en Allan habían encontrado una tierra asombrosamente fértil donde germinar. Y le alegró imaginarlo, si no feliz, al menos tranquilo allí en Baltimore, cuidado por su tía y entregado a forjarse un nombre como escritor mientras trataban de mantener a la miseria tras la puerta.

Dos años después, cuando sus propios temores ya casi se habían extinguido, Allan le escribió al fin con buenas noticias:

Querido amigo:

Me complace comunicarte que uno de mis relatos ha ganado un premio literario. Parece que el trabajo duro tiene su recompensa, cosa que ya empezaba a dudar, aunque en este caso el premio únicamente me haya colmado de felicidad e investido de seguridad en mí mismo, pues no ha logrado liberarme de la tenaza de la miseria, que estos días ha redoblado aún más su presión sobre mi pobre cuello, pues has de saber que mi padrastro ha muerto sin dejarme un solo centavo. Ninguna herencia podrá rescatarme ya de este eterno naufragio que es mi existencia. Pero no te alarmes demasiado por mí, amigo mío, pues aunque ni siquiera disponga de un traje con el que salir a comer, la vida todavía no me ha vencido. Soy un sobreviviente, tú lo sabes mejor que nadie, y en unos días estaré a salvo en la mejor trinchera que pudiera encontrar: mi prima Virginia. Sí, mi querido amigo, quiero que seas el primero en saberlo: Virginia y yo hemos decidido casarnos en breve y en secreto.

A Reynolds no le sorprendió aquella ruindad póstuma por parte del padrastro de Allan, pero lo que jamás hubiera podido adivinar era que el artillero tomaría la decisión de casarse con su prima Virginia, una muchachita de apenas trece años, y por lo que él había oído, no muy desarrollada mentalmente. Tan extravagante boda, sin embargo, pareció traer suerte a Allan, pues al poco se trasladó a Richmond para ocupar el puesto que le habían ofrecido como redactor en la revista
Southern Literary Messenger
. A pesar de ello, Reynolds no tardó en enterarse de que era cada vez más habitual ver a su amigo salir de las tabernas más miserables patéticamente embriagado, por lo que su tía y Virginia tuvieron que trasladarse a Richmond con él para alejarlo del diablo de la botella. Gracias a los atentos cuidados de ambas, Allan pareció recobrar la normalidad.

Fue entonces cuando Reynolds recibió una carta en la que el artillero le anunciaba que, aprovechando que los relatos de aventuras marítimas se habían puesto de moda, había comenzado a escribir la novela inspirada en lo que les había ocurrido en el Polo Sur. La historia, titulada
Narración de Arthur Gordon Pym
, empezó a publicarse unas semanas después, y Reynolds leyó cada entrega con el corazón agitado. Aquellas páginas le obligaron a desempolvar los recuerdos de los días que habían pasado en la Antártida, pero ya no sintió terror al hacerlo, sino una extraña melancolía, pues ahora comprendía que aquel horror también le había permitido vivir momentos que jamás habría podido experimentar en la seguridad de su mediocre vida como periodista: había hablado con un marciano, lo había perseguido y había huido de él, y le había conducido a una trampa en el hielo, por no mencionar que había matado a un hombre y salvado a otro. No era algo que la gente hiciera a menudo. Pero él lo había hecho, por mucho que ahora casi se le antojara un sueño, y aunque cuando le llegara la hora sería enterrado como un abogado mediocre, su cadáver reposaría para la eternidad con un extraño signo marciano estampado en la palma de la mano.

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