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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (55 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—¡Gilliam, ayúdame, maldita sea! —gritó Wells, intentando no dejarse estrangular por Mike.

Pero Murray ya había desaparecido escaleras arriba, haciendo retumbar toda la casa con su desmañado trote, pese a correr hacia una escena que en realidad no quería ver. Sabía que sería una visión que lo destrozaría por dentro, que se le grabaría para siempre en la mente, que haría que el corazón se le pudriera como una fruta manoseada por el tiempo. Aun así siguió corriendo hacia Emma, devorando los metros del pasillo para detener aquello que ya solo podría detenerse físicamente, aquello que ya habría ensombrecido para siempre el espíritu de la mujer que amaba, aquello que no tendría que haber pasado jamás pero que estaba pasando. Y siguió corriendo porque, pese a todo, tenía una promesa que cumplir. Porque tenía que matar al cojo.

Llegó a la habitación sin resuello, con los ojos ardiendo de furia e impotencia. Pero lo que encontró allí no fue lo que esperaba. El cojo se hallaba arrodillado en el suelo, apretándose la entrepierna con las manos mientras gemía con el rostro contraído. Al otro lado de la habitación estaba Emma, con el cuello del vestido desgarrado, asiendo con fiereza el pincho que había logrado arrebatar al mozo. Cuando la joven vio entrar a Murray, pareció respirar secretamente aliviada.

—Hola, señor Murray —le saludó en un tono casi jovial, esforzándose en disimular el miedo que había debido de pasar hasta reducir al mozo—. Como puede ver, aquí está todo controlado. Apenas ha tenido tiempo de desgarrarme un poco el vestido. Nada como temblar un poco para que los hombres se confíen.

Murray la contempló incrédulo, agradecido por descubrirla incongruentemente intacta. Nada de lo que había imaginado que sucedería había sucedido, y ahora se encontraba ante una mujer que apenas mostraba el cuello del vestido desgarrado, como si solo se lo hubiera enganchado con una rama. Una mujer que, aunque viva, no desearía estar muerta. Una mujer que le sonreía, serena e indomable, con tan solo un poco de sangre en los labios.

—¿Y esa sangre? —le preguntó con dulzura.

—Ah, esto —dijo Emma sin darle importancia—. Bueno, tuvo tiempo de abofetearme antes de que pudiera…

Murray se volvió hacia el cojo, que había dejado de sollozar y les observaba a ambos con ojos temerosos, encogido en su rincón.

—¿La has golpeado, Roy? —inquirió Murray.

—No, señor, no la he golpeado, por supuesto que no… —se apresuró a responder el cojo.

Murray lo contempló en silencio, mientras un rictus de repugnancia le torcía los labios.

—No estarás llamando mentirosa a la dama…

El cojo guardó silencio, valorando qué era lo más conveniente, si continuar con la mentira o admitir la verdad. Finalmente se encogió de hombros, dando a entender que no se sentía con ganas ni con fuerzas para soportar un interrogatorio en el que llevaría las de perder.

—Así que has golpeado a la señorita… —dijo el millonario, apuntándole con la pistola.

El cojo alzó la cabeza, alarmado.

—Pero ¿qué hace? —exclamó, repentinamente pálido—. No irá a dispararle a un hombre desarmado, ¿verdad que no?

—Jamás lo haría en otras circunstancias, Roy, te lo aseguro —respondió el millonario con voz tranquila, incluso con un deje de teatral resignación—. Pero te di mi palabra, ¿recuerdas? Te dije que te mataría si le tocabas un pelo a la señorita. Y mi palabra es la palabra de un caballero.

Emma volvió el rostro cuando sonó el disparo. Cuando miró de nuevo, el cojo estaba tendido en el suelo, con un agujero en la frente que se le antojó diminuto, del que empezaba a manar entusiastamente la sangre. Era el primer muerto que veía en su vida, y el primero que moría de un disparo, y le resultó de una falta de espectacularidad decepcionante.

—Lo siento, señorita Harllow —se disculpó el millonario con una mueca abochornada—, pero no podría vivir en el mismo mundo que alguien que la hubiese golpeado.

Emma le observó en silencio. Murray le devolvió una mirada tan lastimera que casi le hizo reír: parecía un niño esperando el veredicto que lo castigara o eximiera de su última travesura. Solo que Murray no era ningún niño, y su última travesura había consistido en matar a sangre fría a un hombre desarmado. Emma se mordió el labio inferior, y mientras dirigía otra mirada al cuerpo tirado en el suelo, sintió en el paladar el sabor metálico y salado de su propia sangre. Aquel palurdo la había abofeteado, recordó, mientras una oleada de furia le trepaba por la garganta, y aunque había conseguido quitárselo de encima obteniendo algo de ventaja, solo Dios sabía cómo habría terminado todo si Murray no hubiese aparecido. Contempló de nuevo al millonario, que permanecía en medio de la estancia, a la espera de una palabra, una mirada, una sonrisa, cualquier cosa que le diera una pista sobre sus pensamientos. Pero ni ella misma sabía qué pensar. Y eso la desconcertó. Normalmente era capaz de juzgar con lucidez cualquier situación, pues tenía muy claro lo que era correcto e incorrecto, y su criterio a la hora de catalogar actos y personas no aceptaba objeciones. Para ella, como todos ustedes ya saben, el funcionamiento del mundo dejaba mucho que desear, pero al menos, aunque predecible y aburrido, era un mundo fácil de comprender. Pero ahora todo había cambiado. Sentía que el mundo había sido despojado de su lógica, y nada era lo que parecía, por lo que no sabía qué pensar ni sobre los asesinatos por venganza, ni sobre el amor a primera vista, y mucho menos sobre aquel gigante por el que, unos días atrás, había sentido un profundo desprecio que ahora mismo no lograba regurgitar. Sin embargo, para su sorpresa, aquel desconcierto, aquel remolino de anarquía que había trastocado sus principios y creencias, no le resultaba una sensación en absoluto desagradable. Se le antojaba más bien… liberadora.

Murray había agachado la cabeza, fingiendo examinar la pistola con atención, pero la mirada de soslayo con la que escudriñaba sus reacciones era tan torpe que Emma sintió cómo la furia y la angustia que momentos antes le habían obstruido la garganta se disolvían, al tiempo que una sonrisa despuntaba en sus labios.

—He de admitir que su forma de cortejar a una dama es sumamente original, señor Murray. Pero ya le dije que no soy fácil de enamorar —reconoció, contemplando divertida cómo el millonario tragaba saliva, esperando la sentencia—. Tendrá que esforzarse más.

Murray sonrió, mientras la felicidad lo inundaba por dentro como un licor benigno.

—Para mí será un honor que me permita seguir haciéndolo, señorita Harlow —respondió, agradecido.

—Creo que ya es hora de que me llame Emma, al menos sin el temor de tener que soportar alguno de mis molestos enfados, ¿no le parece?

El millonario asintió, lanzando un profundo suspiro de alivio, pero enseguida protestó:

—Oh, sus enfados… quiero decir, tus enfados, Emma, nunca me han resultado en absoluto molestos. Puedo asegurarte que…

—¿Están bien los demás? —le interrumpió entonces Emma, alarmada por los ruidos que provenían de la planta baja.

—¿Los demás? —balbució Murray, como si no comprendiera a quién se estaba refiriendo, aunque al instante exclamó—: ¡Demonios, Wells!

Y recordando la precaria situación en la que había dejado al escritor, la condujo escaleras abajo, donde a la muchacha la asustó encontrar a Wells forcejeando con uno de los agresores en el suelo del salón. No obstante, enseguida comprendió que, debido a lo igualado de sus fuerzas y al cansancio que parecían acusar, aquella pugna era más bien una pelea de chiquillos: el hombre llamado Mike intentaba estrangular al escritor sin demasiado acierto, y este se defendía como podía, propinándole erráticos manotazos en la cara, retorciéndole las orejas o tirándole del pelo.

Lo que sí espantó a Emma fue descubrir al pelirrojo tendido cerca de ellos, con un cuchillo clavado en mitad del pecho. Junto a él reconoció con horror al agente Clayton. Primero se preguntó cómo habría ido a parar allí, y luego si estaría muerto. Por la postura —estaba extrañamente contorsionado, con la cabeza contra el suelo, como si olisqueara la madera— supuso que aquello era lo más probable. Seguramente había sido él quien había recibido el disparo que había oído desde arriba, y que había distraído al cojo lo suficiente para que ella pudiera hundirle la rodilla en la entrepierna.

—Me he visto obligado a disparar al cojo, George —confesó Murray dedicándole una sonrisa cómplice—, iba a atacar a la señorita Harlow con su pincho.

Al escuchar su voz, Wells y Mike dejaron de forcejear y, como si hubiesen sido sorprendidos cometiendo un acto indecoroso, ambos se apresuraron a levantarse, para descubrir a su lado al millonario y a la muchacha. Wells observó el desgarrón que mostraba en el cuello el vestido de Emma.

—Señorita Harlow… ¿Ese hombre…? Quiero decir… ¿Está usted bien…? —preguntó, no sin cierto reparo.

—¡Mejor que nunca, señor Wells! —contestó alegremente la muchacha—. En realidad, fue una desconsideración por parte de todos ustedes no advertir a ese pobre tipo sobre el carácter de las neoyorquinas.

—Bien, yo… No imagina cuánto me alegro —suspiró con alivio Wells, para dar un giro brusco a continuación hacia el millonario—. ¡Eres un mal nacido, Gilliam! Este tipo podía haberme estrangulado… —le espetó, señalando al hombre con cara de simio.

—Me pareció que la señorita necesitaba más ayuda que tú, George —se excusó Murray, risueño.

—Bueno, debe reconocer que no me estaba apañando demasiado mal antes de su llegada, señor Murray —le replicó Emma alisándose las arrugas de la falda.

—Oh, no. Desde luego que no, señorita Harlow. Su valentía es digna de todo elogio, pero…, ejem, debe reconocer que cuando entré en la habitación, eh… digamos que la situación había llegado a un punto en el que la defensa de su virtud me…
obligó
a disparar a ese indeseable.

—Oh, sí, por supuesto… —se apresuró a constatar la muchacha atropelladamente, observando de soslayo al atónito Wells—. Su intervención fue de
obligada necesidad
, señor Murray. Si usted no hubiese aparecido, yo no habría podido mantener a raya a aquel energúmeno ni un segundo más.

—Mi querida señorita Harlow, eso es algo que nunca podremos saber. Y no quiero decir con ello que no hubiera podido conseguirlo. Si me decidí a intervenir fue, simplemente, por que no me pareció
oportuno
esperar a comprobarlo… —le contestó Murray con suma cortesía, mirando también de reojo a Wells, que ahora los contemplaba con suspicacia. Luego observó al hombre llamado Mike, sin dejar de sonreír con aquella sonrisa vaporosa con la que había bajado, más propia de los consumidores de opio—. Pero no discutamos ante nuestro invitado, señorita Harlow. ¿Qué va a pensar de nosotros?

—Yo… —vaciló el hombre con cara de simio.

El millonario le sonrió con simpatía.

—Bueno, ahora soy yo quien tiene la pistola. Es curioso el poder que otorga un arma, ¿verdad, Mike? Tú lo sabes bien —le dijo con voz afable, sopesándola—. Es un revólver Webley, nada menos, con un mecanismo de disparo de doble acción, si no me equivoco. Estoy convencido de que mientras lo has tenido en tus manos te has sentido poderoso, capaz de jugar con nuestras vidas a tu antojo, ¿no es cierto, Mike? Querías incluso que bailáramos para ti.

—Gilliam, ¿crees que esto es necesario? —intervino Wells.

—¿Acaso a ti no te lo parece, George? —le preguntó el millonario—. ¿No crees que Mike debería sacar al menos una lección moral de todo esto?

Wells dejó escapar un bufido.

—Adelante, sigue haciéndote el malvado… —dijo.

El millonario le sonrió con amabilidad y volvió a mirar al tipo con cara de simio.

—Bueno, Mike —dijo—, ¿qué podemos hacer para divertirnos?

—No lo sé, yo… —Mike titubeó—. En realidad, yo no quería perseguirles, fue Roy quien nos obligó a Joss y a mí a…

—¿Sabes ordeñar una vaca? —lo interrumpió Murray, como si hubiera sufrido una repentina iluminación.

—Sí… —respondió Mike, desconcertado.

—¿De verdad?

—Sí.

—¡Eso es estupendo! ¿No le parece, señorita Harlow? —celebró el millonario, que al parecer no podía disimular el regocijo que le producía tener a la muchacha a su lado, ilesa, intacta, sin un solo rasguño—. ¡Vamos al establo a comprobarlo!

—¿Qué…? —balbució Wells, estupefacto.

Pero nadie le prestó atención, pues tanto Murray como la muchacha, acompañados de Mike, ya se dirigían alegremente al establo. Wells sacudió la cabeza, incapaz de creer que todo aquello estuviera sucediendo realmente. Sin saber qué hacer, paseó la mirada a su alrededor, observó los dos cadáveres que había en el suelo, y luego contempló la parte superior de la escalera, que conducía al dormitorio donde se hallaría el cadáver del cojo, intentando asimilar todo lo que había ocurrido en los últimos minutos: apenas un momento antes, todos iban a morir, o al menos a ser golpeados durante un rato por aquellos patanes, quizá incluso mutilados de un modo horrible, aunque aquello no era para nada comparable con lo que iban a hacerle a la muchacha; y ahora, unos minutos más tarde, estaban vivos, ilesos y vivos, gracias a la intervención del desafortunado agente Clayton. Wells se felicitó a sí mismo por su actuación, que había sido crucial, ya que nadie parecía dispuesto a hacerlo, y se preguntó si deberían continuar cargando con el agente hasta Londres o si era preferible darle cristiana sepultura allí mismo. Lanzó un bufido de cansancio: estaba claro que era una decisión que tendría que tomar él, ya que Murray estaba demasiado ocupado ordeñando vacas. En ese instante, Clayton levantó la cabeza, obligando al escritor a dar un respingo.

—¡Está vivo! —exclamó Wells cuando se repuso del susto.

—Por lo que cuesta esta mano, ya puede salvarme la vida —explicó el agente, mostrándole el lamentable estado en el que había quedado su prótesis tras recibir el impacto de la bala. Se incorporó lentamente, y al tiempo que se masajeaba la nuca, masculló—: Debí de perder el conocimiento al golpearme contra el suelo.

—Me alegro de que al menos alguno de nosotros sea capaz de detener una bala —comentó Wells, examinando la prótesis con incredulidad.

—Todo es posible en esta vida, señor Wells, como ya irá comprobando.

La arrogante respuesta del agente irritó a Wells, pero se alegraba de que hubiera sobrevivido, no solo porque había arriesgado su vida para salvarlos o porque ese detalle despejaba sus dudas sobre si convenía enterrarlo o cargarlo hasta Londres, sino también porque el agente se haría cargo de la situación, eximiéndole de la enojosa tarea de jalear al grupo para que reanudaran el viaje hacia la metrópoli.

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