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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (26 page)

BOOK: El mapa del cielo
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—Gracias por haberme salvado, Reynolds. Lo último que se me habría pasado por la cabeza es que encontraría a un amigo en este infierno.

El explorador sonrió.

—Pues recuérdelo cuando ya no me necesite —bromeó, respirando con dificultad—. Si es que ese insólito momento llega alguna vez.

El artillero emitió una carcajada que se desbarató apenas rozar el aire. Luego solo hubo silencio. Reynolds se incorporó ligeramente y descubrió que Allan había gastado sus últimas fuerzas en celebrar su broma, pues ahora yacía desmayado a su lado. Le dedicó una cansada sonrisa y volvió a dejarse caer en el hielo, al límite de sus fuerzas, pensando en lo que acababa de decirle. ¿Por qué había cargado con él de un lado a otro sin ni siquiera contemplar la posibilidad de abandonarlo a su suerte? Aquello era impropio de él. Pero lo cierto era que lo había hecho, incapaz de sustraerse al conjuro que lo apresaba cada vez que el artillero pronunciaba su nombre, reclamándolo a su lado con la misma confianza ciega con que un niño llama a su madre en la oscuridad. Y acudir a aquel llamamiento desesperado le había hecho sentir algo profundo y extraño, reconoció entre la bruma del cansancio, algo que no había sentido antes: por primera vez, alguien se encomendaba a él, alguien lo necesitaba. Allan, el artillero que quería ser poeta, había pronunciado su nombre en la bodega, en la cubierta, en el hielo, y él había acudido a su rescate sin pensarlo, porque intuía que, al salvar a Allan, de algún modo también salvaría su egoísta alma. Por eso lo había hecho, sí. Y quién sabía, quizá aquel gesto de última hora lo hubiese redimido del infierno, desviándolo hacia el cielo. Porque estaba claro que, si no ocurría un milagro, aquel frío atroz iba a matarlos en cuestión de horas.

Extrañamente contento por el anhelado descanso que eso supondría, Reynolds se dejó transportar por aquella carroza helada, que había comenzado a abrirse paso entre los icebergs maternalmente impulsada por el viento que soplaba desde el noroeste, hacia donde tuviera a bien conducirlos. El terrible cansancio y las fuertes emociones de las últimas horas no tardaron en sumirlo en una suerte de duermevela, y solo las punzadas del frío o el incesante cañoneo del hielo conseguían despertarlo de vez en cuando. En aquel estado alucinatorio, Reynolds dejó transcurrir el tiempo contemplando el cielo, fascinado por los racimos que componían las oscuras nubes, o los afilados desfiladeros que atravesaban en su misterioso itinerario, aliviado por que, al fin, salvarse o morir ya no dependiese de su voluntad, por que nada pudieran hacer más que seguir allí tumbados, amenazados por el hambre y el frío, hasta que alguien, tal vez el Creador, decidiera por ellos. Pronto empezó a resultarle cada vez más difícil saber cuánto tiempo llevaban a la deriva, esperando morirse, pero cuando despertaba comprobaba sorprendido que la vida seguía obstruyéndole el corazón. Y según constataba estirando la mano hacia Allan, pese a encontrarse embalsamado por una capa de escarcha, el artillero también conservaba en su interior un débil rescoldo de vida que tal vez se avivase si milagrosamente lograban llegar a algún refugio, o quizá se extinguiese de pronto allí mismo, en un discreto silencio. Qué importaban sus vidas, después de todo. Con qué condimento imprescindible debían contribuir ellos al puchero del mundo. No obstante, algo debían de aportar, concluyó cuando, no supo cuánto tiempo después de la desaparición del monstruo, la balsa irrumpió en un canal mucho más ancho que se le antojó mar abierto y, mareado y aterido, creyó distinguir prendido a la costa un retal de civilización.

Mecido en un estado de semiinconsciencia, se dejó arrastrar por manos recias, y consolar por el fuego dócil de una estufa, y reanimar por el caldo caliente que le cartografiaba la garganta, sintiendo cómo la vida volvía a despabilarse en su interior, lenta y desconfiada, hasta que un día, no supo cómo ni cuándo, despertó en un camarote cálido y confortable, junto a un modesto lecho donde respiraba con voracidad Allan, que aunque extraviado en el laberinto de unas fiebres delirantes, también había sobrevivido. Por eso cuando el capitán del ballenero, un hombretón tan grande que podría arrancarle la cabeza a un Kraken con sus propias manos, les preguntó sus nombres, él tuvo que responder por los dos:

—Jeremiah Reynolds —dijo—, y mi compañero es el sargento mayor Edgar Allan Poe. Ambos somos miembros de la tripulación del buque
Annawan
, que zarpó de Nueva York el 15 de octubre hacia el Polo Sur, en busca de la entrada al centro de la Tierra.

12

Pero ni ese día ni en los que siguieron habló Reynolds del monstruo que había llegado de las estrellas o de la masacre a la que habían sobrevivido. Al principio, porque le pareció que no existían en ninguna parte palabras que recogieran con fidelidad aquel horror, palabras con las que explicarles a aquellos hombres que el infierno no se encontraba bajo sus pies sino sobre sus cabezas, más allá del cielo que veían, aunque estaba igualmente habitado por demonios. Y durante los días siguientes porque, cuando Allan despertó al fin de la fiebre, luciendo la mirada de tenebrosa melancolía de quien ha caminado junto a la muerte, ambos convinieron que lo mejor era guardar aquel secreto para siempre. ¿De qué iba a servirles revelarle al mundo una verdad para la que probablemente no estuviera preparado? Además, no debían olvidar que no tenían ninguna prueba de lo que había ocurrido. En el caso de que el Creador hubiera escuchado sus plegarias, el cadáver del monstruo se hallaría enterrado en algún lugar de la Antártida y, a causa de las incesantes nevadas y ventiscas, su máquina voladora también lo estaría antes de que alguna expedición consiguiera llegar de nuevo a aquel lugar maldito. Y tal vez lo único que encontrara entonces fuesen los restos de un buque carbonizado, rodeado por los cadáveres de una tripulación salvajemente masacrada. El hallazgo podía resultar aún peor, pues, ¿acaso no serían ellos, los únicos supervivientes, los principales sospechosos de aquella inexplicable orgía de destrucción? Era evidente que sí, aunque quizá no para todos, por supuesto; siempre se podía contar con el puñado de inevitables visionarios que darían crédito a su historia e intentarían demostrar, movidos por el más puro fanatismo, la veracidad de su relato: la llegada del primer marciano a la Tierra. Pero otros muchos los tacharían de locos o farsantes, o de ambas cosas a la vez. Y ninguno de los dos se sentía con ánimos para afrontar la vida que todo eso dibujaba, una vida de explicaciones, de demostraciones, de alegatos… Una vida consagrada, en definitiva, a defender su cordura o su honor.

No habían salvado sus vidas con tanto esfuerzo para eso. No, desde luego que no. Tras escapar de una muerte cierta, esta se les antojaba ahora un regalo inesperado, y ambos se habían hecho el propósito íntimo de vivirla con intensidad, de hacer con ella todo cuanto pudiera hacerse con una vida, un deseo muy frecuente, entre quienes sobreviven a la muerte, como tal vez alguno de ustedes desgraciadamente sepa.

Decididos, pues, a abandonar la desgana e insensibilidad con la que consideraban haber enfrentado hasta entonces sus días, se prometieron ser dignos de aquella segunda oportunidad. Allan estaba decidido a reanudar su sueño de convertirse en escritor con nuevos bríos. Quería dedicarse a ello tranquilamente, lejos de cuanto le recordara que había pasado una temporada en el infierno. Se había hecho el firme propósito de olvidar aquellos días, de no dedicarles ningún pensamiento consciente durante el tiempo que le quedara de vida, ni tampoco después de morir, en caso de que al más allá se viajara con la razón intacta. Le bastaba con escribir, llegado el caso, un relato con el que exorcizar todo aquel horror. No se le ocurría al artillero un modo mejor de deshacerse de cualquier demonio que pidiera asilo en su alma que encarcelarlo para siempre en el papel. Reynolds, por su parte, después de haber rozado con sus dedos la gloria de los grandes descubridores, había aprendido a amar la vida en toda su majestuosa simplicidad, y su única aspiración era vivir en paz, celebrando cada latido de su corazón y cada migaja de aire que inundara sus pulmones, al tiempo que se esforzaba en desbrozar su alma de todo cuanto al morir les impidiera decir a quienes lo habían conocido que allí descansaba un hombre honrado. No pensaba, desde luego, convertir su existencia en un circo donde él fuera el payaso principal, condenado a provocar las risas y la compasión del público. Aquellos días habían muerto con Symmes. Ahora pretendía vivir lejos de todo eso, sabiendo cosas sobre el mundo que casi nadie sabría jamás, pero actuando como si no las supiera, siendo uno más del puñado de hombres sencillos y honestos que aceptaban sin quejas su lugar en el mundo. No, decididamente ni Allan ni Reynolds consideraban que habían vencido al monstruo de las estrellas para vivir a la sombra de ese suceso. Lo mejor era permanecer en silencio.

En el modesto camarote del barco que los llevaba de regreso a América, Allan y Reynolds prometieron guardar el secreto de lo que habían visto y se estrecharon la mano, sellando un pacto que ninguno se atrevió a calificar de caballeros, pues resultaba evidente que era un pacto entre cobardes. Ambos sabían que ocultar una verdad tan trascendente al mundo podía considerarse casi una traición a la especie humana, pero también creían que vivirían sin problemas con aquella carga en su conciencia. Y si algunos de ustedes consideran censurable su decisión, les rogaría que hicieran un ejercicio de imaginación y pensaran en cómo afrontarían el resto de su vida si hubieran vivido un horror similar. Repudiable o no, el caso es que Reynolds y Allan convinieron mentir. Mientras velaba a su compañero, el explorador había sorteado las preguntas de sus salvadores con vagas pinceladas, a las que, tras su despertar, el artillero añadió todo lo necesario para elaborar una historia tan fantástica como verosímil, una historia que se entretenían en repetir todas las noches, enriqueciéndola poco a poco con detalles, la mayoría de ellos surgidos de la poderosa imaginación de Allan, y zurciendo sus descosidos hasta convertirla en una verdad tan sólida e indiscutible que casi acabaron creyéndosela.

Pero durante la travesía, en el silencio sin orillas del océano, Reynolds y Allan no solo se entretuvieron tejiendo aquella mentira destinada a proteger sus vidas, sino que también reanudaron las fraternales charlas que habían inaugurado en el
Annawan
, terminando de redondear aquella amistad con la que el destino había querido amarrarlos. Conversaban hasta altas horas de la madrugada, con una avidez por mostrarle al otro hasta el último recoveco de su alma que ninguno sabía de dónde venía, quizá de haberse salvado la vida mutuamente. Y como si considerase que el artillero se había ganado el derecho a saberlo todo de él, una noche Reynolds le confesó hasta aquello que uno debe llevarse consigo a la tumba. Eso equivalía a poner su vida en manos del artillero, pero el explorador estaba seguro de que si existía en el mundo alguien incapaz de traicionarlo, esa persona era Allan. Así que, con los mismos susurros estremecidos con que la nodriza negra que lo había cuidado de niño le contaba sus historias de cementerios atestados de aparecidos y muertos vivientes, Reynolds le confesó su más oscuro secreto: el capitán MacReady no era el primer hombre que mataba; antes de embarcar en el
Annawan
había matado a otro hombre, aunque esa vez no había usado una bala, esa vez se había limitado a abrir una ventana. Cuando terminó de contarle cómo había provocado la muerte de Symmes, Allan extravió la mirada durante largo rato. Reynolds se preguntó si sus ojos oscuros estarían en ese momento contemplando aquella habitación de Boston donde jamás había estado, y en la que un hombre patético yacía en el suelo, indefenso y abandonado, mientras la nieve tejía un manto helado con el que arroparlo. Luego volvió a enfocar a Reynolds, y con aquella media sonrisa suya que le hacía parecer más joven y más viejo al mismo tiempo, dijo:

—Mi querido amigo, si alguna vez te juzgan por eso en el cielo, solo espero poder estar a tu lado para ayudarte a inventar una buena excusa.

Reynolds sonrió, contento de que Allan no hubiera condenado su acto. Ningún hombre era completamente honrado ni completamente mezquino, debió de pensar el artillero, y por mucho que él intentara convencerse de que todo lo que había sucedido en la Antártida lo había cambiado, de que ahora era un hombre renovado, súbitamente bondadoso e íntegro tras sufrir aquella salvaje catarsis, nadie cambiaba nunca del todo, salvo en las malas novelas. Pensar lo contrario era tan disparatado como creer que había salido de todo aquello sabiendo tocar el violín.

Allan, por su parte, tampoco se mostró demasiado reservado, y desaguó ante la afectuosa mirada de Reynolds todos los recuerdos de su corta vida, con la misma jubilosa desesperación con que derramaba su alma en el papel, dibujándole un autorretrato en el que él mismo intentaba reconocerse, descifrar qué tipo de hombre había sido en aquellos remotos días en los que no conocía el terror y solo podía imaginarlo morbosamente. El explorador lo escuchaba hechizado, admirando el don del artillero para pintar con palabras en el lienzo del aire, usando colores tan vívidos que hasta sus propios recuerdos palidecían en comparación. Así, Reynolds pudo verlo nadando con su delgadez anfibia seis millas contra la corriente del río James, emulando a su admirado Byron; y enamorarse de la señora Stanard, la delicada madre de uno de sus amigos, a la que convirtió en su musa hasta que la mujer se ahogó en las turbias aguas de la locura; y llorando de rabia en su habitación tras cada discusión con su padrastro, empeñado en convertirlo en abogado sin importarle que él se afanara cada noche, a la luz de un candil, en trenzar versos que lo transformaran en poeta; y escribiendo a la joven Elmira Royster unas cartas que, como luego descubriría indignado, su tutor interceptaba antes de que pudieran encenderle el corazón con el amor incandescente que contenían. Y era aquel el retrato de un joven rebelde y atormentado cuyos padres no le habían dejado más herencia que la sangre marchita de los tuberculosos, el de un lector voraz y un estudiante brillante lastrado por un alma borrascosa, al que el alcohol intoxicaba al primer sorbo, y que acababa de terminar un largo poema llamado
Al Aaraaf
justo cuando un marciano había llegado de las estrellas para sembrar sus noches de pesadillas, y de paso, porque no hay mal que por bien no venga, inspirarle una novela que ya había comenzado a fraguar en su mente y que, estaba seguro, terminaría por convertirlo en escritor. ¿Para qué había sobrevivido al infierno si no? Sí, para qué, convino Reynolds.

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