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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (58 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Mientras se alejaba de allí, Clayton intentó entender la extraña actitud de los agentes, especialmente la del joven inspector. Él apenas conocía a Garrett, pero sabía que era uno de los cerebros más privilegiados de Scotland Yard. La cifra de casos que había logrado resolver —se decía que sin salir apenas de su despacho— era extraordinaria, tanto como su aprensión a la sangre. Tal vez aquel ensimismamiento no fuera más que la comprensible reacción de un espíritu tan exquisitamente sensible como el suyo ante una invasión, se dijo Clayton. Sin duda la situación lo había desbordado, había trastocado los pulcros esquemas de razonamiento que usaba para descifrar sus pedestres crímenes, convirtiéndolo en aquella especie de náufrago incapaz de reaccionar ni de dar órdenes a sus compañeros.

Encogiéndose de hombros, Clayton subió al coche. No tardaron en poner rumbo a Scotland Yard, encontrando las calles atestadas de la misma multitud ociosa. Una vez llegaron a Great George Street, dejaron el coche estacionado ante el edificio e irrumpieron en las dependencias policiales como el grupo extraño que eran: el agente Clayton tirando del hombre con cara de simio con su mano sana, mientras la otra colgaba de su manga izquierda medio astillada; Wells cansado y malhumorado, temiendo por Jane, y Murray y Emma alternando miradas arrobadas y discusiones entusiastas con absoluta naturalidad, como una pareja que ha salido a elegir sus regalos de bodas.

Para sorpresa de todos, las habitaciones estaban desiertas. No había nadie en la gran sala ni en los despachos colindantes, y el silencio que flotaba en el aire sugería que probablemente tampoco encontrarían un alma en todo el edificio. Desconcertados, recorrieron la sala con recelo, encontrando aquí y allá inquietantes signos de violencia: alguna mesa volcada, una máquina de escribir destrozada tras haber sido arrojada contra la pared, un archivador abollado. Pero lo más turbador fueron las salpicaduras de sangre que empezaron a distinguir en las paredes y el suelo: había cientos de manchas por todas partes, como señales macabras que nadie se atrevía a interpretar.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó al fin el millonario, observando con perplejidad una enorme mancha que cubría una de las paredes emulando el continente australiano.

—No lo sé… —musitó Clayton.

—¿Qué es ese olor? —preguntó entonces Emma.

—Es cierto —dijo Wells, olisqueando el aire—. Huele a rayos.

—Parece que proviene de arriba… —dedujo Clayton señalando hacia la escalera que conducía a la planta superior, donde se hallaban los despachos de los inspectores.

Todos se miraron con inquietud, pero comprendieron que no tenían más opción que subir la escalera si querían descubrir qué había ocurrido allí.

Cediéndole el prisionero a Murray, Clayton sacó su pistola y encabezó una temblorosa comitiva que se internó escaleras arriba con paso trémulo y orden de hormigas. A cada peldaño que subían, el repugnante olor se hacía más intenso. En la planta superior, que estaba también desierta, el hedor empezó a resultarles francamente insoportable. Con una mueca de repugnancia torciéndole los labios, Clayton avanzó seguido por los otros a través del pasillo donde se encontraban los despachos de los inspectores y demás cargos de Scotland Yard. Casualmente, el desagradable tufo le condujo hasta el último despacho del pasillo, el que pertenecía al inspector Colin Garrett. Clayton no supo qué pensar ante la coincidencia. Su puerta estaba cerrada, pero era evidente que el olor provenía de su interior. El agente tragó saliva, colocó su mano de madera sobre el picaporte y le dedicó al grupo una mirada grave con la que intentó transmitirles que se preparasen para cualquier cosa. Todos asintieron con la misma gravedad, y observaron cómo trataba de girar el picaporte con su mano falsa, mientras en la otra sostenía enarbolado el revólver. Durante varios segundos, Clayton se entregó a un patético forcejeo que a punto estuvo de agotar la paciencia de todos, pero finalmente logró abrir la puerta. El hedor se derramó entonces por el pasillo como una brisa capaz de ponerles el estómago del revés. Con Clayton a la cabeza, se aventuraron en el despacho luchando por contener las arcadas y apretando los dientes en una mueca resolutiva, pero el sangriento espectáculo que encontraron en su interior superaba cualquier atrocidad que hubieran visto en su vida.

La habitación había sido convertida en un matadero improvisado, o eso les pareció. En el centro, amontonados unos sobre otros como sacos de harina, había más de una docena de cadáveres medio desmembrados. Inspectores elegantemente vestidos, agentes uniformados e incluso algunos mandos cargados de galones se entremezclaban en un aterrador revoltijo, con los rostros retorcidos y los cuerpos destripados, chorreando sangre por las numerosas heridas que mostraban, regueros rojizos que confluían perezosamente unos con otros en el descenso de la pila, hasta alcanzar el suelo fundidos en un remedo de arroyo al atardecer. Todos habían muerto violentamente, con el cuello rebanado, los miembros cercenados, los huesos triturados o los vientres abiertos de un modo brutal; víctimas de un verdugo que ignoraba el significado de la palabra piedad, aunque conocía bien el del vocablo ensañamiento. Brazos y piernas sembraban el suelo alrededor del macabro monumento, dando la sensación de que quien había hecho aquello había ocultado allí los cadáveres tras haberlos asesinado a lo largo y ancho del edificio, e incluso había tenido el cuidado de recoger todos sus pedazos, hasta el último trozo de pulmón.

—Santo Dios… —musitó Clayton con una mueca de repugnancia arrugándole los labios—. ¿Quién ha podido hacer esto?

—No lo sé —comentó Wells tratando de no vomitar.

Evitando pisar un trozo de hígado tirado en el suelo, Clayton se inclinó sobre la herida que uno de los cadáveres lucía en el rostro, tres profundos surcos que le cruzaban la cara desde el mentón hasta la frente. Aquello parecía el brutal recuerdo de una zarpa que, aparte de ararle la piel, le había arrancado un ojo y media nariz. El agente sacudió la cabeza con lentitud, y luego estudió la siniestra escena que le rodeaba con una mirada de impotencia. Wells estaba inclinado sobre la pila, observando las heridas y desgarrones de los muertos con cierto interés científico, y Murray había arrastrado a la muchacha al pasillo y había abierto una ventana para que la brisa de la noche la despejara, mientras el prisionero permanecía junto a la puerta, pálido y demudado. Clayton reparó entonces en el cadáver que ocupaba la silla de Garrett, cuyo cuerpo se hallaba recostado hacia atrás, con la cara vuelta hacia la pared que tenía a su espalda en un ángulo imposible, como si su asesino le hubiera roto el cuello girando su cabeza como una peonza. Aparte de eso, también le había extraído las tripas, que le colgaban sobre las piernas, como si se hubiese bajado los tirantes, pero era evidente que quien lo había matado se había tomado la molestia de sentarlo en la silla, rehusando amontonarlo en la pila de muertos como un cadáver más. Intrigado por la identidad del policía que había recibido aquel trato especial por parte del asesino, Clayton giró la cabeza del muerto.

—¿Qué demonios…? —exclamó, sobrecogido.

Todos le dedicaron una mirada inquisitiva.

—¿Qué sucede? —preguntó Wells, acercándose hacia donde se encontraba el agente evitando resbalar con las numerosas vísceras que empedraban el suelo.

—Es Colin Garrett —explicó Clayton, desconcertado—, el inspector con el que hablé hace cinco minutos frente a la tienda de bicicletas.

Salió al pasillo, mareado a partes iguales por el hedor y la sorpresa, seguido del escritor.

—¿Está seguro de que se trata del mismo joven? —preguntó Murray.

Clayton iba a asentir cuando una voz escalofriante retumbó en el pasillo.

—¿No le enseñaron a respetar el descanso de los muertos, agente Clayton?

Todos se volvieron en la dirección de la que había provenido la gélida voz, para descubrir una silueta que los contemplaba desde la entrada del pasillo. Cuando el intruso avanzó un par de pasos hacia ellos, irrumpiendo en el cerco de luz de una de las lámparas, el grupo pudo comprobar que se hallaban ante el mismo joven pálido y escuchimizado que permanecía sentado en la silla de su despacho, con el cuello roto y el rostro desgarrado. Todos pasearon sus ojos de uno a otro, mostrando su asombro ante el desconcertante desdoblamiento.

—Es imposible… —musitó el agente.

—Creía que usted no consideraba nada imposible, Clayton —respondió el falso Garrett, con una voz despojada de toda humanidad.

El agente respondió a su provocación adelantándose a los demás y apuntándolo con su arma.

—¡Quieto! No des ni un solo paso más, seas lo que seas —le ordenó de una forma innecesariamente teatral.

El falso Garrett le observó con aire sonámbulo durante unos instantes, antes de contestar casi con indiferencia:

—No pensaba hacerlo, Clayton.

Entonces abrió la boca de un modo grotesco, y una especie de lengua rojiza e increíblemente larga, parecida a la de los sapos o los camaleones, salió catapultada de su boca para atravesar el pasillo como un rayo pringoso que se enroscó en el brazo de Clayton. Y en el preciso instante en que el agente sentía aquel apéndice desagradable enrollándose en su muñeca, su pistola se disparó, casi sin que él fuera consciente de haber apretado el gatillo. Aunque ni siquiera había podido apuntar, contempló cómo la bala impactaba en la cabeza del falso Garrett, a la vez que la tenaza sobre su muñeca se aflojaba. El inspector cayó al suelo mientras su monstruosa lengua se replegaba con rapidez dentro de su boca, hecha un ovillo carnoso. Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, su cuerpo, que había quedado tumbado en mitad del pasillo, comenzó a sufrir terribles espasmos.

Y el agente de la División Especial de Scotland Yard Cornelius Clayton, que permanecía entre el cuerpo convulsionado y los demás, pudo ver entonces cómo sobre la apariencia del inspector empezaba a insinuarse el mismo engendro que había visto emerger del trípode abatido en las afueras de Londres, aquella criatura bípeda de aspecto reptiloide que, tras arrastrarse agónicamente unos segundos sobre la hierba, había expirado ante ellos. La cabeza del malogrado Garrett se estrechó, como si de repente hubiera sido aplastada por una prensa, y su mandíbula se estiró, emulando las fauces de un caimán. Al mismo tiempo, las manos se le afilaron y comenzaron a adoptar la forma de unas espantosas garras, cuyos dedos parecían unidos por una membrana elástica, mientras su piel empezaba a cubrirse poco a poco de escamas verdosas y su cuerpo se ensanchaba, adquiriendo una corpulencia monstruosa. Y entonces, antes de que aquella espantosa metamorfosis acabara, aquel engendro que todavía recordaba vagamente al inspector Garrett, se incorporó a toda velocidad, como impulsado por un resorte, y la viscosa lengua brotó de nuevo de su boca, catapultada hacia Clayton, quien todavía le apuntaba con la pistola, en cuyo tambor no había ya ninguna bala. El agente consiguió esquivar la lengua a duras penas arrojándose al suelo. Desde allí, estremecido por la visión, contempló cómo el viscoso apéndice impactaba contra el pecho del prisionero, que se tambaleó a causa del golpe. A continuación, la lengua tiró del desgraciado, alzándolo del suelo y atrayéndolo hacia sus enormes fauces atestadas de colmillos. Con una desesperada contorsión, el prisionero logró aferrarse al marco de la ventana abierta. Eso frenó por un momento su avance e incluso desestabilizó a la criatura, que seguía inmersa en su trabajosa transformación. Entonces, dominado por el más absoluto horror, el hombre con cara de simio aprovechó para sacar su cuerpo por la ventana y agarrarse por fuera al marco. Quedó suspendido en el vacío, y allí resistió con una tozudez encomiable, mientras la espantosa lengua intentaba arrancarlo y volver a introducirlo a tirones en el pasillo.

Clayton se levantó del suelo y se colocó de nuevo ante el atemorizado grupo. Sin saber qué hacer, se limitó a contemplar fascinado la metamorfosis de Garrett, que cada segundo se parecía más a una especie de reptil puesto en pie, deshaciéndose a jirones de la piel del malogrado inspector. En ese momento, con un movimiento apresurado que sorprendió a todos, el millonario se separó del grupo, e investido de una salvaje determinación, se acercó a la ventana para pisar brutalmente las manos del desdichado Mike, quien no pudo evitar soltarse y cayó al vacío lanzando un grito mudo de terror. Al instante, contemplaron tensarse la lengua de la cosa, que sin poder reaccionar, se vio arrastrada hacia la ventana por el peso de su víctima. Desconcertada, la criatura intentó asirse desesperadamente al millonario, que logró zafarse soltando un gruñido de dolor, y luego al marco, pero por fortuna todavía no disponía de garras, por lo que no pudo evitar despeñarse hacia la calle unida al prisionero por el apéndice, que simulaba un grotesco cordón umbilical.

Atónitos ante la intervención del millonario, gracias a la cual se hallaban de nuevo solos en el pasillo, sin que ninguna espantosa criatura los amenazara, el grupo fue venciendo su estupor lentamente. Todo había sucedido con una rapidez increíble. Unos segundos antes estaban en peligro, y ahora no.

—Siento haberlo sacrificado —dijo Murray al cabo de unos instantes, con una mueca avergonzada—, pero era su vida a cambio de las nuestras.

—No se disculpe, señor Murray —respondió Emma, tratando de controlar el temblor de su voz y de mostrarse lo más entera posible—. Si esa criatura hubiese completado su transformación nos habría… matado a todos.

—Sí, Gilliam, no te disculpes —intervino Wells, todavía un tanto pálido, aunque sin poder evitar un ligero tono de sorna—. Ni tampoco hace falta que usted le disculpe, señorita Harlow. Por una vez no es necesario.

Todos se acercaron a la ventana y miraron hacia abajo. La ventana daba a un callejón trasero lleno de basura, donde distinguieron a Mike tumbado en el suelo en una extraña contorsión. Junto a él, todavía unida al prisionero por la monstruosa lengua, estaba la criatura, en un charco de sangre verdosa: parecía haber reventado junto a su ancla.

El grupo bajó corriendo a la calle y se internó en el callejón donde había caído el extraño ser. Pero cuando llegaron solo encontraron el cadáver del hombre con cara de simio. El único rastro que quedaba de la criatura era una enorme mancha de color verdoso en el suelo.

—¡Maldición! ¿Dónde demonios se habrá metido? —preguntó Murray frotándose el hombro, que mostraba una pequeña herida a través de la tela desgarrada de su chaqueta.

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