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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (7 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Agitó la cabeza para espantar aquellas meditaciones románticas, que en aquel sitio parecían remitir a un mundo absurdo, lejanísimo, que costaba creer que existiera realmente, y su mirada se perdió en aquella llanura infinita en la que estaban prisioneros, aquel lugar tan a trasmano de la civilización que ni siquiera el Creador se había molestado en adornar de vida. Habían zarpado de Nueva York en octubre con la intención de llegar al Polo Sur tres meses después, en pleno verano austral, pero la serie de desafortunados imprevistos que habían padecido casi desde el comienzo había retrasado fatalmente el viaje. Para cuando sobrepasaron las islas Sandwich del Sur en dirección a la isla de Bouvet, hasta el último pinche de cocina sabía que tendrían suerte si lograban llegar antes de que el verano se extinguiera. Aun así, la expedición había resultado muy costosa y ya habían avanzado demasiado para que el regreso resultara una opción satisfactoria para nadie, por lo que el capitán MacReady había ordenado continuar hacia las islas Kerguelen, confiando en que las patas de conejo que llevaban encima los marineros fueran más efectivas en el círculo polar que en América. Desde allí habían puesto rumbo suroeste, navegando a once nudos gracias a los vientos favorables, y enseguida habían empezado a sortear los primeros hielos flotantes, que parecían custodiar las costas de la Antártida como arrojados centinelas. Aprovechando los canales abiertos entre los témpanos y los bancos de hielo más gruesos, y soportando continuas granizadas, consiguieron avanzar sin incidencias un largo trecho, hasta que el mar de hielo casi sólido que amortajaba las aguas les anunció que ese año el invierno había decidido llegar a mediados de febrero, con más de un mes de adelanto. Aun así, se entregaron a la labor de hendir el hielo con ingenuo entusiasmo, envalentonados por la doble capa de roble africano con que Reynolds había ordenado reforzar el casco del viejo ballenero. Había sido un pulso largo y desesperado, pero finalmente la aparición de la indestructible banquisa había convertido el duelo en un espejismo. Llegados a aquel punto, el capitán MacReady demostró ser un hombre de recursos: ordenó echar polvo de carbón en el hielo que les apresaba para fundirlo con mayor rapidez, puso las velas en facha, incluso mandó una cuadrilla de hombres a picar los bloques de hielo con formones, palas, picos y cualquier herramienta punzante que encontraran en la bodega. Lo único que le faltó fue intentar sacar el buque a pulso él mismo, como un dios del Olimpo. Pero de nada servía rebelarse, salvo para añadir más patetismo a la situación. Estaban condenados desde el instante en que se aventuraron en aquel mar sembrado de cepos de hielo, quizá desde el momento en que Reynolds planeara la expedición. Así que, sin posibilidad de maniobrar, se fueron incrustando en la banquisa con la resignación de quien asume su derrota, hasta que el
Annawan
quedó completamente atascado en la inmensidad antártica, con una vereda de agua a su espalda que el hielo iba estrechando un poco más a cada hora que pasaba, como se reducían sus esperanzas de sobrevivir. Luego, una vez lograron bajar del buque, que había quedado ligeramente inclinado hacia estribor, MacReady ordenó a uno de sus hombres que subiera a la cima del iceberg más cercano y les informara de lo que veía. Tras cincelar pequeños escalones en el hielo a golpe de piqueta, el vigía sacó un catalejo de latón y les confirmó lo que Reynolds ya sospechaba: para ellos, el mundo había quedado reducido a una infinita pradera de hielo que se extendía en todas direcciones, erizada de crestas e icebergs, una nada blanca donde no había abrigo ni refugio, y que los convertía de golpe en seres insignificantes: tanto daba que estuviesen vivos o muertos, porque eso era del todo irrelevante en aquella inmensidad desgajada del mundo.

Dos semanas después, estúpido era negarlo, la situación seguía sin mejorar. La tenaza helada que aprisionaba el
Annawan
no había aflojado su presa ni un milímetro. Al contrario, de los inquietantes quejidos que producía el hielo, solo podía deducirse que no estaba sino aferrándose aún más al casco del buque. Únicamente empezaría a ceder dentro de ocho o nueve meses, quizá más, cuando llegase de nuevo el verano, y eso si tenían suerte, pues Reynolds conocía demasiadas historias parecidas donde el ansiado deshielo nunca había llegado a producirse. En realidad, cuando uno se aventuraba en los dominios del hielo, por mucha experiencia que tuviese, todo era imprevisible. La expedición que sir John Franklin había llevado a cabo en 1822 a través del norte de Canadá para encontrar el paso del Noroeste, por ejemplo, no había contado con las simpatías de la Fortuna. La desgraciada caravana había tenido que pasar tanto tiempo en el hielo que Franklin se había visto obligado a comerse sus propias botas, como único modo de distraer la intensa hambre. Aunque al menos Franklin había logrado regresar a casa, algo que no todos conseguían. ¿Terminarían ellos engrosando la larga lista de expediciones malditas, de buques desaparecidos, de sueños tragados por lo desconocido que anotaban cuidadosamente en el almirantazgo?, se preguntó Reynolds, contemplando sus botas congeladas con aprensión.

Estudió con melancolía el
Annawan
que, pese a sus muchos refuerzos, el hielo había tomado de rehén sin excesiva dificultad. El buque era un enorme ballenero que había conocido tiempos mejores, cuando participaba en la caza del cachalote y la yubarta en el Atlántico Sur. De aquel pasado glorioso lo único que conservaba era la media docena de arpones y lanzas que se guardaban en la armería como un recuerdo escalofriante, pues la longitud de esas armas era lo único que separaba a las enormes ballenas de los valientes arponeros que las ensartaban desde los botes en aquellos duelos épicos. Ahora el
Annawan
se encontraba ridículamente recostado sobre lo que parecía un pedestal de mármol, ladeado y algo alzado por la proa. Para reducir las posibilidades de que volcara, MacReady había ordenado deshojar sus dos palos de los masteleros de gavia y la obencadura, y levantar una suerte de repecho de hielo a estribor, que servía a la vez de puntal y rampa de descenso. El sol, apenas suspendido sobre el horizonte, donde permanecería todavía unas semanas tejiendo aquel demorado crepúsculo, antes de apagarse definitivamente en abril para dar paso a la eterna noche del invierno austral, escanciaba sobre el
Annawan
una luz débil y mortecina. Le gustase o no, pensó el explorador, aquel buque de aire espectral iba a ser su hogar durante un tiempo indefinido. Quizá su último hogar.

Hartos de moverse en la angostura de las cubiertas interiores, golpeándose en la cabeza con los utensilios que colgaban del techo como racimos de una parra, y tropezando con las literas y los víveres amontonados por todas partes, un puñado de hombres formaban corrillos al pie del
Annawan
, haciendo frente a aquel frío inhumano que jugaba a tallar diamantes con el aliento que escapaba de sus bocas. Aparte de Reynolds, que figuraba en los papeles como el responsable de aquella caprichosa expedición, la tripulación que dirigía el capitán MacReady la formaban dos oficiales, un contramaestre, dos artilleros, un cirujano, un cocinero y dos pinches de cocina, dos carpinteros, dos electricistas y una docena de marineros, uno de los cuales, el que se ocupaba de los perros de los trineos, era un mestizo enorme y silencioso, fruto de la «sacrílega» alquimia de una india de la tribu de los upsarokas con el hombre blanco. Y por lo que Reynolds había podido comprobar hasta el momento, ninguno de ellos mostraba una excesiva preocupación por su destino, tan solo una especie de curtida resignación. A pesar de ello, el explorador esperaba que, pasara lo que pasase con el carbón y los víveres, sus provisiones de ron no se agotaran nunca. En las tabernas de los muelles había oído que en condiciones como aquella no había de qué preocuparse mientras se contara con el suficiente alcohol. Una vez la bebida se terminara, todo cambiaría drásticamente: la locura, que hasta el momento se limitaba a rondarlos desde lejos, como un pretendiente tímido, tentaría a la tripulación, y acabaría seduciendo a los más débiles, que no tardarían en llevarse una pistola a la sien y apretar el gatillo. Y como en un ritual macabro, los regulares disparos de las armas, resonando en las diferentes partes del buque, se convertirían en la única distracción del largo invierno. Reynolds se preguntó cuántos galones de ron habría en la sala de licores. MacReady, que a juzgar por su habitual aliento disponía de sus propias reservas de brandy, había ordenado a Simmons, uno de los ayudantes de cocina, que lo administrara rebajado con agua para dilatar todo lo posible su duración. Y por el momento ninguno de los marineros había protestado, como si también ellos supieran que mientras tuviesen su ración diaria de alcohol se encontrarían a salvo de sí mismos.

Reynolds contempló entonces al capitán MacReady, que parecía haberse contagiado de la misma actitud de indiferencia que flotaba en el aire. En aquel momento, el oficial se hallaba también fuera del buque, sentado sobre un bulto, cerca de la jaula de hierro que Peters, el mestizo, había improvisado sobre la nieve para encerrar a los perros. Como la mayoría de sus hombres, estaba envuelto en varias capas de lana, cubierto por un sobretodo impermeable y tocado por uno de esos gorros con orejeras a los que burlonamente llamaban «pelucas galesas». Estudiando al fornido oficial, quien permanecía tan inmóvil que parecía posar para algún fotógrafo, Reynolds comprendió que debía sacarles de aquella molicie enseguida, antes de que la tripulación al completo cayera en un invencible letargo. Habían encallado, sí, pero eso no significaba que ya nada importara. Había llegado el momento de pedirle a MacReady que formara grupos entre sus hombres para explorar el lugar, con la intención de continuar con el plan que les había llevado hasta allí, el plan que iba a proporcionales más gloria y riqueza de la que jamás podrían soñar: encontrar la entrada al centro de la Tierra.

Sin embargo, pese a su intención, Reynolds no se movió ni un milímetro. Permaneció donde estaba, contemplando al capitán desde lejos, sin decidirse a caminar hacia él. No le gustaba el capitán. Lo consideraba un hombre rudo, cínico y exaltado, la clase de individuo que uno no se imagina consolando a un hombre que ha sufrido un desengaño amoroso, pero sí a un podenco atrapado en un cepo. Y cualquiera podía ver que se trataba de una animadversión mutua, un aborrecimiento que a causa de la jerarquía se había contagiado inevitablemente al resto de la tripulación, de modo que Reynolds enseguida descubrió que dirigía una expedición donde no tenía un solo simpatizante, exceptuando a Allan, el sargento de artillería que quería ser poeta. Ambos eran los más jóvenes del grupo, y quizá por eso, porque el sargento era el único que no lo veía como un petimetre caprichoso, había brotado entre ellos algo parecido a la amistad. Pero ahora Allan se encontraría probablemente en su camarote, derramando palabras en el papel como ya le había visto hacer otras veces, casi sin tocarlo con la pluma, con la misma suavidad con que una nube pasajera escribiría sobre las aguas de un río. Así que Reynolds comenzó a excavar en la nieve con la punta de su bota, intentando reunir el valor necesario para enfrentarse solo a MacReady, pues eso le parecían últimamente sus conversaciones con él, duelos sin espadas en los que el oficial intentaba atravesarle metafóricamente el corazón. Diez minutos después, apretó los puños dentro de los bolsillos de su impermeable y echó a andar por la nieve con paso decidido en dirección al capitán. Después de todo el esfuerzo que le había costado llegar hasta allí no pensaba dejar que un oficial presuntuoso y mostrenco le impidiera rematar su aventura, aunque le sacara una cabeza y diera la impresión de poder arrancarle un brazo con sus propias manos.

—Capitán MacReady —saludó el explorador, dirigiéndose al hombre que, con su ridícula petulancia, pretendía erigirse en el último obstáculo para sus fines.

—¿Qué desea, Reynolds? —preguntó el oficial, molesto de que le interrumpiese en la importante tarea que estaba realizando, que no parecía ser otra que la de sentir el frío en los huesos y vigilar que la nieve siguiese siendo blanca.

—Me gustaría que hoy comenzáramos a explorar este lugar —respondió Reynolds sin amedrentarse—. No creo que sea conveniente limitarnos a esperar el deshielo.

El capitán sonrió para sí durante unos segundos. Luego se levantó de donde estaba sentado con calculada lentitud, desplegando ante el joven explorador su amenazador corpachón.

—¿Eso es lo que cree que estamos haciendo, limitarnos a esperar el deshielo? —le preguntó.

—Si están haciendo otra cosa, lo disimulan bastante bien, capitán —respondió Reynolds tratando de resultar irónico.

MacReady lanzó una risotada desdeñosa.

—Me parece que no ha comprendido bien la situación, Reynolds. Permítame que le ilustre. El problema no es solo que nos hayamos quedado atascados en este maldito sitio. ¿Sabe qué es lo que produce esos crujidos intermitentes que nos sobresaltan durante el sueño? El hielo, Reynolds. Sí, el maldito hielo, apretándose cada vez más contra nuestro pobre buque y dañando su casco, por lo que probablemente, cuando el deshielo lo libere, si es que tal cosa llega a ocurrir, estará tan perjudicado que no podrá navegar. Esa es exactamente nuestra situación. No se lo he dicho a mis hombres para no alarmarlos, aunque imagino que la mayoría sospecha que esos crujidos no auguran nada bueno. Pero usted es el responsable de esta expedición, y debe saberlo. Además, me trae sin cuidado si se alarma. ¿Y qué podemos hacer? Se lo diré antes de que me lo pregunte: abandonar el buque y caminar por las aguas heladas hasta encontrar la costa, lo que puede suponer cientos de kilómetros, que tendríamos que recorrer con el equipo, los víveres, los botes del barco y al menos dos de las estufas de hierro con su correspondiente carbón para evitar congelarnos en el camino. Dígame, ¿le parece un plan con posibilidades de éxito?

Reynolds no contestó. También a él se le antojaba una solución descabellada, naturalmente. Nadie sabía con exactitud a qué distancia ni en qué dirección estaba la costa, y caminar a ciegas por aquel paisaje erizado de crestas de hielo con los trineos cargados acabaría por agotarlos, por no mencionar que en aquel desesperado trayecto hacia ninguna parte podían sufrir ataques de osos polares. Y dejando a un lado esa locura, a Reynolds solo se le ocurría otra aún mayor. Había oído que, en situaciones similares, algunos capitanes habían ordenado erigir un precario campamento sobre un bloque de hielo, para dejarse arrastrar por las corrientes en aquel improvisado bajel de nieve, aunque los casos en los que tan imaginativo plan había salido bien podían contarse con los dedos de una mano: las olas fraguadas por las tempestades y los vientos habían hundido la mayoría de los campamentos, sin sentir la menor piedad por aquellas simpáticas muestras del ingenio humano. Reynolds ni siquiera se atrevió a sugerirle a MacReady esa opción. Era preferible, después de todo, permanecer en el refugio que ofrecía el buque, y esperar bebiendo ron a que ocurriera algo, cualquier cosa. Sin embargo, él no pensaba cruzarse de brazos hasta que sucediera algún milagro. Era absurdo no explorar la zona, ya que habían llegado hasta allí.

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